Hay dos Españas, siempre las hubo. Se dividen entre quienes ayer vibraron con el gol de Lamine Yamal y quienes se mordieron los puñitos lamentando que un negro (dos, en realidad) represente a un país que en sus cabezas está lleno de fornidos arios. No hay más que ver a Jorge Buxadé o a Santiago Abascal, con más pinta de llorar la pérdida del reino de Granada que de cantar Edelweiss. O esos delirios paridos por la inteligencia artificial que petan con prompts de legionarios o Jesucristos altos, rubios, musculosos y con ojos azules.

Existen dos Españas, pero también dos Cataluñas. La Cataluña oscura se oculta estupendamente entre las grietas de la progresía porque, al fin y a la postre, el burgués catalán pasó de vivir rebién en una España que lo protegía a protestar contra el sistema, que venía a ser Franco. La imagen misma de esa Cataluña virada la representaban los Pujol-Ferrusola, muy catalanes y mucho catalanes, que con una mano reivindicaban los ocho apellidos para presidir una Generalitat y con la otra te trincaban comisiones y se las llevaban prestos a Andorra. A la Cataluña luminosa la representan esos migrantes que, como en el resto del Estado, de cuando en cuando paren genios como Lamine Yamal o Lionel Messi.

Todos hemos visto estos días la foto de un joven Messi bañando, quién sabe si ungiendo, a un casi recién nacido Yamal. Desde ayer, por fortuna para todos, son ellos y no los Pujol quienes definen en qué se está convirtiendo no Cataluña, no España, sino Occidente: en un delicioso borrado de fronteras geográficas y mentales, por más que le escueza a la España que reclama pureza, a la Europa que empuja.

En medio de esa Europa que pretende arrumbar a empujones lo conseguido, dos iconos del racismo y la xenofobia han sido barridos del mapa, siquiera por un tiempo: Rishi Sunak y Marine LePen. A LePen también le pintó la cara un futbolista hijo, como Yamal, de la banlieu, de los suburbios relegados al olvido por alcaldes orgullosos de llenar sus principales plazas de cemento, por prohombres y promujeres que reclaman las metrópolis para los extranjeros, pero para los extranjeros ricos. Hay que expulsar a los inmigrantes, a cañonazos si hace falta, salvo si se los puede explotar en un musical chusco; pero faltan chaquetas extendidas sobre los charcos para darles la bienvenida como se merecen a venezolanos, rusos o cubanos de Miami que se compran sus nuevas nacionalidades a golpe de taco de billetes en b. El dinero, sobre todo el ilegal, sí que borra fronteras.

Murió Marta Ferrusola la misma semana en que nacía un nuevo ídolo en esa Cataluña oculta, en esa España que madruga: el que hará soñar a miles de niños de distritos como el 304 con la posibilidad de un futuro mejor que el que les está predestinado. Mientras ayer esa España obrera gritaba enloquecida ante el gol descarado, casi inverosímil, de un chaval que se saca 4º de la ESO cuando no está entrenando, una tal Victoria Federica, de profesión nieta de un rey y sobrina de otro, se calaba una gorra y se ponía unas gafas de sol al entrar en un Starbucks. A las ocho de la mañana, qué quieren. A esa hora se sale de los áfteres. Los españoles de bien, los de apellido con encaje, madrugan a mediodía.