Tu perro mañana podría ser ingerido por un magrebí o tu gato por un maliense. Quizá no hoy, pero dales tiempo. Los del rodeíto son así: esperan a que el discurso se enfríe y luego lo meten en la nevera hasta que los demás olvidemos que un día nos hicieron comer ese menú, le dan un golpecito de microondas y te lo traen a las primeras páginas de los tabloides digitales como recién hecho, entendiendo tabloide en su más sórdida acepción. Ya lo hemos visto con los presuntos pucherazos electorales, con el comunismo que nunca es tal, con los muros que separan países.

El problema de la derecha —uno de los muchos que le encuentro— es que, al igual que los grandes estudios o las plataformas de streaming, por ponerme modernita, han desistido de buscar buenos guionistas y recurren a copias baratas de lo que fue un éxito al otro lado del Atlántico. Un poco como Santiago Segura, hoy alabado como el gran dios del séptimo arte por la algarada conservatriz porque da perras, cuando todo lo que hace son remakes. Así que esperen —no mucho, unos meses todo lo más— a que los perros y gatos con los que los haitianos entretienen sus estómagos en la desquiciada cabeza de Donald Trump se conviertan en, qué sé yo, caniches y siameses (gatos, entiéndanme) en España. Es fácil: a la xenofobia hay que rebozarla en crímenes para que la degustemos con sumo placer. Como el pescado del fish and chips: si le quitas la costra, no sabe a nada.

De buenas a primeras, la inmigración se ha convertido en el primer problema para los españoles, según el CIS. Luego les preguntas en qué les afecta a ellos y silban en modo «a mí que me registren». Y he aquí otro de los truquis de la derecha: disfrazan sus odios de problemas. Así que, para sumar más fratelli dalla Spagna a su legión de sincomplejos, dan lo que yo llamo el rodeíto.

El rodeíto es ni más ni menos que llevar a tus leads —clientes potenciales en publicista fino— a que te compren la escoba, pero dándoles un paseo en el que les comas la oreja para la conversión final. Si tú te diriges a tu objetivo a extinguir en tono amenazante, solo te leerán los muy entusiastas. Pero si les plantas unas gráficas manipuladas sobre la cantidad de violaciones que hay porque vienen migrantes, vas a conseguir que más gente te preste atención. El rodeíto.

Ese rodeíto se condensa en frases como «¿come jamón?», que es una manera nada sutil de insinuar que el violador en cuestión podría profesar una religión que no es la buena-buena. «Los inmigrantes violan a nuestras mujeres», dijo el desquiciado presidenciable a los Estados Unidos en un debate en el que esta burrada pasó por alto porque a Biden le dio un flus. Fíjense: «nuestras mujeres». Esas dos palabras. Pongan la oreja y escuchen a la facción conservatriz repitiéndolo hasta el vómito, como buenos defensores a ultranza de la propiedad privada. Nuestras. Porque así nos ven.

Solo somos sus mujeres si el criminal nació más abajo de Gibraltar español. Si los violadores son un extenso conglomerado de nacionalidades y religiones que incluyen la católica, si entre ellos hay pieles claritas, ojos azules y comen jamón, entonces, como por arte de magia, las mujeres dejan de pertenecerles y pasan a no ser nadie. Hablo de los desgraciados que han destrozado en vida a Gisèle —me niego a sumar ese apellido infame—. ¿Qué ha pasado, por qué ninguno de esos defensores de las mujeres, los que se dicen feministas porque tienen madre, ha alzado la voz? Porque esto, amigas y amigos, es la magia del rodeíto. Ellas, nosotras, somos la excusa para su odio.

De la misma manera que un gay es un puto maricón, perdónenme la burrada, hasta que una noche uno tiene la desgracia de recibir una puñalada de manos de un magrebí. Entonces, el colectivo LGTBI pasa a ser su principal y casi única preocupación hasta que llegue Jorge Javier Vázquez y lo joda. Esta es más o menos la dinámica.

Porque lo importante es odiar. Lo importante es encabronar, enfrentarse, sacudirse, gritar en la puerta de Ferraz, en la puerta del Congreso, en la puerta de Irene Montero y Pablo Iglesias, lo importante es amenazar periodistas con triturarlos o con perseguir a sus hijos, lo importante es humillar y decir la salvajada más gorda, lo importante es negar al rival político el pan y la sal aun por encima de las necesidades de sus conciudadanos. Que se hunda España, que ya la levantaremos nosotros.

Este odio efervescente que está haciendo rebosar el vaso ha sido el motivo por el que me marché de una red social adquirida por un mamarracho podrido de dinero. La antigua Tuíter se ha convertido en una red de aguas fecales en la que puedes encontrarte un anillo de oro que se le coló a alguien por una alcantarilla, pero poniéndote de mierda hasta las orejas. Y miren, no me compensa. No quiero oír hablar más de quién come jamón como metáfora de enemigo racial o religioso.

Lo más triste es que hemos convertido o han querido creer que hemos convertido la migración en el gran problema de Occidente, cuando la historia de la humanidad es un éxodo continuo. Gente buscando un lugar en el que prosperar. Siempre ha ocurrido y seguirá ocurriendo. Hernán Cortés y Francisco Pizarro eran unos muertos de hambre que se jugaron la vida en las expediciones a las Américas para poder ganar dinero. Y por cierto, si hablamos del gran reemplazo, ahí tienen uno guapo. Los colonizadores del siglo XIX se marcharon en busca de riqueza a África, que está como está en gran parte por su culpa, y se la repartieron como el que reparte pedazos de tarta el día de su cumpleaños. Cuando consumieron sus recursos tras esclavizar a los africanos, esta vez en su propia tierra, los abandonaron a su suerte. Hoy, los hijos de los hijos de los hijos de aquella África esquilmada llaman a la puerta de los hijos de los hijos de los hijos de la próspera Europa y los reciben con desprecio. «Oh, vaya, ya está aquí el violador comemascotas. Dile que no estoy, a ver si se cansa».