Ustedes quizá no se acuerden, porque eran muy jóvenes, pero hubo una vez una mujer que, para lograr la presidencia de la comunidad autónoma que gestiona, llegó a bombardear la susodicha comunidad con propaganda electoral que consistía en un folio en blanco. En él, su imagen y la palabra «libertad». Una metáfora de lo que le estaba sucediendo. A la libertad, no a la presidenta.
Ha abusado la tal presidenta de dicha palabra que la hemos vaciado de contenido. La palabra libertad es hoy una cáscara que antes contuvo una semilla, una fruta o un insecto; que albergaba vida, en definitiva. En aras de aquella libertad llena de carne pulsátil un teniente coronel se enfrentó a Fernando VII y le torció el brazo al absolutismo, se libraron varias guerras civiles, se asaltó la Bastilla. Ustedes escuchan, ni que sea por encima, aquellas gestas, y las ponen sobre el fiel de la balanza que deja libre la presidencia de Ayuso, y esta sale volando por los aires debido al momentum, que dirían los listos.
Hoy, libertad sirve para cualquier cosa. Puedes ir a un bar y decir: «Ponme una cañita, pero con bien de libertad en lo alto, que se note que está bien tirada». O «toma bien las medidas del traje, que no me gusta que me tire de la libertad». Te puedes ir al Parque de Atracciones y contarles a tus atribulados padres, al salir del tren de juguete, que la bruja te ha arreado en lo alto de la cocorota con la libertad.
Uno de los pilares que sustentan la democracia era la libertad, pero como la palabra que la nombra se ha corrompido hasta resecarse, es como si el propio pilar se hubiera cuarteado e hiciera cojear el sistema en sí. Yo lo noto muchísimo: cada vez que escucho «hagamos a América grande de nuevo», en lugar de sentir la libertad resonando por dentro solo veo a un empleado de McDonalds haciéndola grande por un euro más. La carne de la libertad, succionada por el capitalismo más ultramontano, es un cadáver semántico que le ha sido entregado, envuelto en su sudario, a los que hoy se hacen llamar liberales para que lo ultrajen felizmente en plaza pública. Descanse su alma en paz.
Una de las muchas libertades que recoge nuestra sacrosanta e intocable (salvo alguna cosa) Constitución es la libertad de prensa. Artículo 20. No se lo pierdan, este librito de cuarentipico años de vida a veces oculta joyas sorprendentes. Me detengo en el 20.1.d: «[Se reconocen y protegen los derechos] A comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión. La ley regulará el derecho a la cláusula de conciencia y al secreto profesional en el ejercicio de estas libertades».
«Secreto profesional» es el reconocimiento del derecho del periodista a no revelar toda la información o a no dar a conocer sus fuentes. No confundir con «secreto ibérico», que está muy rico, pero no nos protege como ciudadanos, para qué engañarnos. Ni siquiera protege nuestras arterias. El secreto profesional es lo que hace que la prensa sea libre de verdad en un país democrático. La presidenta antes citada lo debe de saber bien; no en vano, es periodista titulada y hasta alumna ilustre, fíjense, de una de esas universidades públicas que ejercen actualmente la libertad de morir de inanición.
Gracias al secreto profesional podemos saber, por ejemplo, que un ciudadano particular pero no lo suficiente como para no ser defendido con granadas y misiles por todo un gobierno autonómico, cometió fraude fiscal y está pendiente de juicio. Dicho ciudadano, delincuente confeso, se reunió hasta en 17 ocasiones con la Agencia Tributaria, esa que a usted o a mí le envía sin contemplaciones ni reuniones previas la cartita porque en una factura patinó con el IVA y le llega multazo.
Se ve que el particular ma non troppo técnico sanitario reconvertido en comisionista se gastó el dinerín que nos pertenece a todos y está rebuscando en los bolsillos ajenos monedicas para pagar su multa, porque si no no se entiende esa metralleta de demandas en la que se ha convertido. Eso sí, si para eso hace falta conculcar el derecho de periodistas como su amada presidenta y novia a garantizar la libertad de prensa, se conculca. Para llegar aquí solo hacía falta un trabajo previo: dejar la palabra «libertad» en los huesos, cadavérica, muerta al fin y sin enterrar.
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