Vi The Brutalist hace unos días. No entraré en polémicas, ya sé que muchos se han aburrido como una morsa: a mí me ha fascinado. De muchas maneras, además. Una se pone a pensar en la cantidad abrumadora de metáforas, de simbologías, de detalles apenas perceptibles que luego, al repensarla, brotan de golpe y te dejan con una deliciosa sensación de atontamiento, casi como de haber atrapado algo muy volátil.

Pero hubo algo que me dejó pensando días. No, no voy a destriparles nada, no se preocupen. Algo en lo que no caí hasta ayer o anteayer: solo hay una trama. Todas las películas tienen un argumento, pero normalmente tienen más de una trama. Piensen en cualquiera de las que hayan visto: piensen en una comedia romántica. Junto a la trama principal (chico y chica se conocen, se caen mal, luego bien, se enamoran, viven una historia de amor, un malentendido los aleja, se resuelve el malentendido y vuelven a estar juntos) conviven otras secundarias (la amiga simpática que se enamora del amigo del novio, la madre separada que encuentra el amor sin buscarlo, el vecino cotilla que guarda un secreto). En The Brutalist, no. Solo hay una trama. Está despojada de distracciones. Sigue los principios del estilo arquitectónico al que hace honor el título.

Esa desnudez nos permite centrarnos en lo importante porque no hay ningún otro sitio hacia el que mirar, lo que nos enfrenta a una verdad fea y cruda como el hormigón armado. El director quiere que nos fijemos en lo esencial y por eso desnuda el argumento hasta dejarlo en lo imprescindible: sin un solo detalle ornamental, sin bajorrelieves en mármol o vidrieras, sin pináculos ni frisos ni capiteles.

The Brutalist pone frente al espejo una realidad insoslayable: la del trato de un país como Estados Unidos al inmigrante. No puede ser más actual. En un momento en el que el puto Donald (apodo genial robado de El intermedio) está alquilándole cárceles a Bukele, deportando a mansalva o enviando extranjeros a Guantánamo, en un momento en el que se deshumaniza al foráneo llamándolo alien (será por sinónimos amables), cuando el mundo que conocíamos se derrumba sobre nuestras cabezas como un rascacielos durante un terremoto, el hostión de bajada a tierra que te mete esta película es de los que te dejan con las corvas temblando. De ahí el acierto, en mi opinión, de desnudar a la película de elementos que nos puedan despistar.

Frente a la ficción que se parece demasiado a la realidad, la realidad que nos sirven con cucharón de rancho cada mañana es demasiado excesiva como para no ser ficción. Un chiflado con algodón de azúcar en la cabeza dice que expulsará a los gazatís para construir un resort de lujo; una semiágrafa dice que el presidente del Gobierno la quiere matar; un sudafricano con más tiempo libre que millones le dice a una cantante de éxito que le hará un hijo; un chupacharcos dice que siempre votará contra el Gobierno aunque su medida sea llenar de banderas de España las rotondas. Elementos decorativos puestos ahí por estos personajes tan brutos como listos con el único fin de que no miremos cara a cara a la realidad: mientras aplaudimos o aullamos las barbaridades que pergeñan, nos están dejando la democracia y el Estado del Bienestar en los huesos. Desnudos y en los huesos. Sin nada, ni siquiera el hormigón armado crudo que al menos sustentaría su estructura. Apenas cáscara vacía. Como la muda de un insecto, como la envuelta de una semilla, como el Zendal.