No es la primera vez que lo digo, y seguro que tampoco ustedes: hay alguna oscura conexión entre el pelo y la ultraderecha. Ustedes ven a un fascista de nuevo cuño y todos tienen un cabello que llama la atención por algún motivo. Lo empecé notando en la confluencia temporal de Donald Trump y Boris Johnson, dueños ambos de un cabello rebelde que les ha dado más de un disgusto en comparecencias en el exterior. Boris era más amigo de dejarlo a su libre albedrío, como el mercado, mientras que a Donald parecía molestarle más que la intrincada arquitectura de su peinado de algodón de azúcar se descompusiera al menor cambio de dirección del viento, quizá por la pasta que se ha dejado en injertos de nuevo rico, tal como pudimos ver en The Apprentice (una película de terror recomendabilísima, muy por encima de La sustancia).
El cabello es el nuevo distintivo de la derecha a la derecha de la derecha. Fíjense si no en Putin, un personaje al que se le congeló la alopecia hace más de dos décadas: yo lo recuerdo con la misma cantidad de pelo ahora que cuando agarró el poder con los dientes para no soltarlo. No les digo ya si la naturaleza dota al susodicho con una buena mata, como a cierto presidente del cono sur que difunde, no promociona, y que se dio a conocer al mundo con el revoltijo capilar de un Justin Bieber preadolescente y las patillas de Curro Jiménez.
El hombre que posee un cabello abundante o, como mínimo, peculiar, ya tiene media polla dentro del poder. Ahora que estamos regresando a las cavernas, que en países del primer mundo como Hungría las mujeres volvemos a ser humanos de segunda, como los libertos o como las mismas mujeres durante básicamente toda la historia conocida, hay que llevar pelo en la cabeza, quizá nuestra única ventaja competitiva fisiológica. La maternidad no cuenta: a la mujer se la puede someter vía embarazo. Lo sabe Musk, antiguo calvorota que se plantó una buena moqueta por donde el bosque clareaba, y lo sabe su amigo, admirador, esclavo y siervo Santiago Abascal: ha sido reforestarse y volver a agarrar las bridas con fuerza. Fíjense, fíjense en cómo Santi ha hecho desaparecer de su círculo de confianza a las mejores cabelleras de la derechita inane, como Espinete de las Monsergas, para privilegiar al deslumbrante cráneo de Buxadé, que poca sombra puede hacerle.
El pelo es machoalfismo como antes lo fue poseer un deportivo. No hay más que mirar a Alberto Chichón, que la primera vez que dio la cara ante un juez lo hizo rapado, como el más triste de los sansones, y tuvo que jugar al pilla-pilla con los periodistas disfrazado con una peluca. Y la peluca, bien lo sabemos, es la metadona del poder capilar, un quiero y no puedo falto de cocoroto en el que prender.
Tú posees una buena pelambrera, mejor aún si tiene sus canas, y muy mal se te tiene que dar para que no estés firmando comisiones millonarias, estafas con intermediarios malasios o protocolos de la vergüenza. Ahí tienen a Carlos Mur de Viu, poseedor de tremenda mata capilar que salió impune de toda la movida madrileña. Entiéndanme: de la movida de ahora, no de aquella en la que se coló Nacho Cano, otro al que las mechas y las rayas a ambos lados han respetado, capilarmente hablando. Es lo que tienen las conexiones capilares: los dos han tenido algo que ver con cierta presidenta que se peina solita.
Me gusta cómo suena Mur de Viu, a quien descubrí viendo el documental 7.291. Tiene una combinación de apellidos de lo más distinguida, pese a su brevedad. Los apellidos de gente bien suelen dejar a quien los manuscribe con el síndrome del túnel carpiano. Sin embargo, no es este el caso: Mur de Viu es pequeño, un apellido delicatessen, el macaron de los apellidos, que parece hecho a propósito para ser pronunciado por Trump cuando pone esa boquita de ano a juego con sus deditos haciendo la o.
Carlos Mur de Viu viajó con su melenaza de Madrid a Andorra, donde hoy es el Cap del Servei de Salut Mental. Le presupongo un buen nivel de catalán para acceder al cargo, pero sobre todo le presupongo paciencia, porque en los últimos años presumo una amplia clientela. Me imagino a Carlos tratando a andorranos de nuevo cuño del estilo de Roma Gallardo, otro poseedor de pelo no sé si denso, pero sí largo, y descubriendo que tremenda estulticia tenía su origen en un coágulo, como le ocurría a Lukas Haas en Todos dicen I love you. Sería un broche perfecto a esta historia de pelos, pelitos y pelazos, no me digan. No, un broche no: un coletero.
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