Todas las entradas de Puri Ruiz

Cantamañanas

Todos tenemos en nuestras respectivas familias a ese cuñado, hermano, sobrino o tío abuelo que se empeña en contar una y otra vez la misma anécdota cada vez que os veis. Da igual que sea en una cena de Nochebuena, en una comunión o en el tanatorio: la repite entre risas estentóreas, como si fuera la primera vez que la refiere, como si hubiera ocurrido ayer. Desde que sucedió hasta hoy tú te has casado y divorciado dos veces, has tenido hijos y el mayor está a punto de hacerte abuela, pero el familiar, llamémosle cantamañanas, no mira a la audiencia, solo a sí mismo.


Ventriloquía y ayusismo

Hubo un tiempo en el que los ventrílocuos fueron lo más en este país. Era una forma de hacer humor ciertamente chusca, como lo fueron, después o quizá a la vez, los imitadores de famosos. Unos y otros me han resultado siempre demasiado cargantes, y quiero pensar que su tiempo de gloria ya pasó.

A los segundos solo les concedo el talento de saber copiar voces, gestos o circunloquios del imitado en cuestión, pero la gracia no se la encuentro. Al supuesto cómico se le nota el movimiento de su aparato fonador: ¿quién no se pasaba todo el sketch mirando fijamente al ventrílocuo en lugar de al muñeco? En aquel tipo de humor ciertamente desfasado, el cómico en cuestión decía a través de un muñeco lo que bien por decoro, bien por censura, prefería callar.


imagen de un ojo con la pupila dilatada

La pupila dilatada

Ayer volví a escuchar a Feijóo en su versión más Rajoy y es que no me canso, se lo juro. Ese Feijóo que se muestra tal cual es, sin filtros, no será el mejor gestor, como ya ha demostrado durante años en su región de origen, pero como caricato no tiene precio.

Fue en Cádiz, el punto sur de la comunidad más al sur de la península, esa de la que tantas veces se han mofado los propios integrantes del PP, desde Ana Mato hasta Isabel García Tejerina. Mi hija, que es andaluza, no sé si podrá o no compararse con los niños castellanoleoneses en competencias educativas, pero ya les voy diciendo yo que de analfabeta tiene bien poco. Pero como esta columna no la creé para glosar las virtudes de mi descendencia, vuelvo a lo que me ocupa.


Mujer tapándose la cara por sentido del ridículo pero dejando los ojos parcialmente descubiertos

El ridículo

Queda un mes para las elecciones municipales y autonómicas y medio para que comience la campaña electoral, y ya llevo vistos dos bailes: el de un niño rubio a ritmo de rumbita por el Parlament y la versión unplugged de Ayuso y su «ganas de morir con ganas». ¿O era «de Madrid»? Estos últimos cuatro años, capital y verbo se han solapado tantas veces que me confundo. A lo que voy, que me voy: apenas se ha abierto la veda y ya exudo vergüenza ajena por todos los poros de la piel.


Pirámide con distintos estratos, de abajo arriba y en inglés: sobrevivir, vivir, amar, obtener respeto, ser un ser humano

Agitar la pirámide

La clave es la pirámide. Yo me entiendo y pronto ustedes también. Verán, hubo una serie hace muchísimos años que los más veteranos del lugar recordarán con tanto cariño como yo. Se llamaba Arriba y abajo. Para los más jóvenes: allí residía todo el encanto y mucho más que hoy destila Downton Abbey, la inconfesa parásita argumental de aquella maravilla de los setenta. El tema de la serie era sencillo: el día a día en una gran mansión británica de comienzos del siglo XX, tanto en su planta noble, donde vivían los pudientes propietarios, como en la que se ocultaba a ojos de la gente, donde todo ocurría y todo se gestionaba.


Tres jarras de cerveza sujetas por otras tantas manos brindando para ilustrar el concepto de libertad

Tres tazas de libertad

Hay tres palabras que me llevan sacando de quicio desde lo del covid: ‘plandemia’, ‘kakuna’ y ‘libertad’. Las dos primeras las creó ese grupo de iluminados que se sale del rebaño para tirarse de cabeza por el barranco de la estupidez. Me interesa la otra, la que sí existe pero cuyo significado se ha perdido: ‘libertad’.


Foto de unas manos sobre el pubis de un hombre vestido, ilustrando las ganas de orinar para referirnos a la micción de censura como juego de palabras de moción de censura

Micción de censura

Ah, puede que los más jóvenes no lo recuerden, pero el martes arrancó una micción de censura. Perdón, quería decir moción. Me pasé el día sufriendo por la vejiga del expresidenciable, ¿saben? A partir de cierta edad, las ganas de pipí son irreprimibles. Sobre todo en los señores, a los que la próstata les crece a un ritmo desenfrenado. Por eso entiendo tantísimo al señor Tamames quejándose amargamente del mitin político que se marcó Pedro Sánchez. Una hora cuarenta minutos, por-fa-vor. ¡Cien minutos más de los que pasó Santiago Abascal chupando guardias en el cuartel! Vergonzoso.

Por si eso no fuera poco, tras el receso, la segunda parte de la poción de censura se inauguró con sesenta y cinco minutazos de cháchara de Yolanda Díaz. Para que me entiendan los que aplaudieron esta semana al caballero quejumbroso, esto equivale a dos orgasmos de Sánchez Dragó. El hombre estaba más incómodo que Rocío Monasterio en el Colegio de Arquitectos.

Hay tanto que destacar de la loción que no sé ni por dónde empezar, así que voy a dejar que me guíe la inspiración. Un poco como a don Ramón, que se fue comiendo trozos del discurso porque intuía que se le iba a retrasar la hora del almuerzo y necesitaba algo de picoteo. No me pidan estructura como no se la pidieron a él: aujourd’hui, je suis Tamames.

Pasaré de puntillas por la frase de oro del miércoles: «Mi mujer es la que manda en casa» (Santiago Abascal, 2023). Una frase perfecta, nada manoseada, impecable, a la altura solo de grandes éxitos como «pero qué voy a ser yo homófobo, si tengo un amigo gay». Verán, este año estoy repasando Historia por mor de la EvAU. No, no me la voy a sacar yo (la EvAU, cochinos, que les oigo pensar), sino mi hija. Esto me ha venido muy bien para recordar algo que cualquier historiador sabe, incluido Pío Moa: que la historia es una sucesión de hechos. Con causas que los preceden y consecuencias que los suceden.

Dijo el ilustre expresidenciable que en la guerra civil no hubo un bando bueno y uno malo. Mira que se saltó párrafos y fue a dejar la perogrullada. Esto parece evidente, no en la guerra civil, sino en cualquier guerra que en el mundo fue. Otra cosa será quién quiso esa guerra. Y ahí sí los hay, como poco, mejores y peores.

Las guerras también tienen consecuencias y causas. Y sucesos previos. A la guerra la precedió la II República, «una situación no tan angelical como pretenden demostrar actualmente», insistió el otrora comunista y encarcelado por Paquito Paco. No me consta a mí que los políticos que defienden este sistema hayan hablado de paz, felicidad o seres de luz, sino más bien de logros y avances. Pero qué sabré yo, que no he sido aupada a una punción de censura por partido político alguno. Yo solo soy una señora intentando recordar y desbordada por querer decirlo todo, como Tamames. En cualquier caso (párenme, que me voy por las ramas), a la II República la precedió un reinado, el de Alfonso XIII. Si ponemos las cartas de lo angelical boca arriba, pongámoslas todas.

Este señor, que nació rey por nacer huérfano de padre, continuó promoviendo el curioso sistema de urnas inaugurado por su progenitor: era un quítate tú pa ponerme yo de dos partidos moderaditos al que daban cariz democrático montando unas elecciones de pegote. Por entonces ya existía el sufragio universal. Masculino, chicas, no os vengáis arriba, que el universal de verdad de la buena llegó con la diabólica II República. Sigo. No contento con las elecciones fake, a Alfonso XIII en cuanto se le desmelenaba un poquito el obrero o el nacionalista sacaba a los militares a las calles y chimpún.

Y es que el abuelo del Emérito era un señor al que le gustaban mucho la caza y las mujeres, y que no le hizo ascos a un golpe de Estado (caramba, qué coinsidensia, que diría el rey enamorado). Tanto, que no dudó en sofocar una revuelta en Barcelona contra la movilización de reservistas con más de cien muertos. ¿Por qué se rebotaron los catalanes? Pues porque, por lo que fuera, solo movilizaron a los reservistas pobres. Más: desastre de Annual. Casi diez mil españoles muertos. Enumero a los muertos de Alfonso XIII porque los impulsores de la succión de censura tienden a contar los de la República. O los del comunismo, que deben ir ya por seiscientos mil trillones.

Como Alf the Thirteenth le tenía querencia a lo militar, al antisemitismo (sí, nenitos) y era un filofascista de pro, cuando se le puso la cosa muy cuesta arriba promovió un golpe de Estado militar. El elegido se llamaba Miguel Primo de Rivera y sí, era el papi de José Antonio, el ideólogo del franquismo. Era cariñosamente apodado por Alf como «mi Mussolini»: así lo presentó ante el rey italiano en 1923, recién inaugurada esta etapa de extraordinaria placidez. Los dos reyes, español e italiano, tenían su militarcito al mando para darle al pueblo lo que quería: represión.

Cuento todo esto porque la II República ni fue un paraíso ni una especie de burbuja en la que se concentra todo el mal del país aislada del resto de la historia. A la II República nos llevó un rey al que adornaban todos los defectos. Y vuelvo ya a la nación de censura. Al Tamames de hoy no le gusta el feminismo, al que culpa del aumento de las violaciones. Que es un poco como si yo culpo a mis gafas de que hay más mierda en todas partes simplemente porque ahora puedo verla.

Tampoco le gusta el actual Gobierno, pero lejos de proponer un programa, que es para lo que están las sanciones de censura, soltó una perorata sin pies ni cabeza que celebraron sus impulsores: a carcajada limpia y muy en blanco y negro. Habría que hacerles un festival al aire libre y a medida: el Solisombra. Cabeza de cartel: Bertín Osborne. Y que no falte José Manuel Soto. Ni Pitingo.

Frente al discurso de micción de censura de Tamames, en la que a falta de propuestas no faltaron ni los bengalís, la chapa de Sánchez dejó no pocas pistas sobre las diferencias entre Vox y la actual coalición. Habló, cómo no, del reto de la transformación digital. En ese momento, mi mente voló hacia aquella foto de Abascal en su despacho: en la mesa, una bandera, un mapa, un Cristo. Hasta un bote de pimentón de La Vera. Pero ni rastro de ordenador. No hay una imagen en el mundo que ilustre mejor la involución.


Grabado que muestra el rostro de Galileo Galilei para representar la frase que teóricamente pronunció: Y, sin embargo, se mueve

Y, sin embargo, se mueve

Desconfío en general de esas frases pronunciadas en teoría por grandes prohombres o promujeres en momentos clave de su vida cuando descubren algo que revolucionó el mundo. O en su lecho de muerte. O ante el tribunal que los va a condenar a una vida miserable, como le sucedió a Galileo Galilei. La que le atribuyen a este astrónomo italiano (Eppur si muove/Y, sin embargo, se mueve) bailotea en mi cabeza estos últimos días con más frenesí que de costumbre. Y ustedes se preguntarán por qué. O no, yo qué sé.

Resumo la archisabida anécdota en un parrafito. Galileo, el hombre que demostró empíricamente la teoría heliocentrista, fue condenado por el Tribunal de la Santa Inquisición a abjurar de su descubrimiento bajo pena de tortura. Era decir que no había visto lo que había visto o arriesgarse a que hicieran kebab con su anciano cuerpo. La historia le adjudica esa frase que, se non è vera, è ben trovata.

A la Santa Sede le venía regulinchi que le tumbaran la idea de que la Tierra era el centro de todo. Imagino que porque gran parte de su obra literaria estaba apoyada en el geocentrismo. El Sumo Hacedor, aka Dios, aka Tres en Uno, se había deslomado para crear el mundo en el que vivimos, ¿qué era eso de convertir a la Tierra en una segundona, en una actriz de reparto? La Iglesia, por aquel entonces, tenía un poder de la leche, pero no tanto como en el medievo: el calvinismo y el luteranismo ya estaban haciendo pupita en el Vaticano. «Esto es lo que hay, Galileo: o confiesas o te damos rueda dentada, doncella de hierro y horquilla del hereje. Tú verás».

Pero es que la historia es movimiento. La ciencia se mueve. Hoy, nadie en su sano juicio refutaría la evidencia de que la Tierra es redonda y gira alrededor del Sol, como nadie en su sano juicio refutaría la evidencia de que las vacunas han mejorado la pervivencia de nuestra especie. Nadie en su sano juicio, ojo, que les oigo pensar.

La humanidad se mueve. Hace unas décadas, en Occidente, un homosexual era un enfermo, y tita Glori vivía con su amiga Andrea desde hacía cuarenta años porque se habían quedado solteras y se hacían compañía. De las personas trans ni hablo, porque los piropos que les dedicaban eran, digamos, escasos.

Los idiomas se mueven. El castellano lleva siéndolo desde tiempos del Cantar de mio Cid y dudo que hoy fuéramos capaces de comunicarnos con fluidez con quienes habitaban la Península entonces. Estoy segura de que entiendo mejor a Bad Bunny de lo que entendería a Alfonso X el Sabio si me lo pusieran delante, con todo el dolor que pueda causarle a mi alma.

«Y, sin embargo, se mueve», dijo Galileo. Que viene a ser: «Yo digo lo que vosotros queráis, criaturas, porque vuestro es el poder; pero no puedo desver lo que vi. Y lo que vi os jode el chiringuito, pero ahí está, para que generaciones postreras me den la razón». Por cierto: entre quienes defendieron que era el Sol y no la Tierra el centro de nuestra galaxia estaba Copérnico, otro hombre adelantado a su tiempo. Copérnico hubo de enfrentarse al conservadurismo geocentrista del siglo XVI y, unos cientos de años más tarde, al de Álvaro Ojeda. La muerte le hizo esquivar una buena bala.

El inmovilismo no es la oposición al progreso como el machismo no lo es al feminismo. El inmovilismo solo es una reacción airada de quienes se enfurruñan porque el mundo avanza. Y eso es como oponerse a que llueva o a que se haga de noche: inútil. Eppur si muove, queridos. Las vacunas ahorran más de dos millones de muertes al año. La Tierra es redondísima, aunque un poquito achatada por los polos. Los gays, las lesbianas, los trans, los bi…, existen, están entre nosotros y entre vosotros, y los queremos y celebramos a vuestro pesar. «Solo» no se tilda por más que Pérez-Reverte se ponga hecho un basilisco, y el lenguaje inclusivo caerá algún día como fruta madura. Como si se rigiera por la ley de la gravitación universal, que también explica el movimiento de la Tierra alrededor del Sol.

Se mueve, quieran o no. Se mueve. El mundo avanza pese a las ondulaciones del inmovilismo que, curiosamente, es el que se queja de que vamos para atrás cuando más aceleramos. Imaginemos en el siglo XVI a Marius Vachericci, de nombre papal Alaskus I, escribiendo la encíclica Antiqua Libertates. «En verdad os digo, hermanos, que donde estuvieran las libertades de la Edad Media, con sus hogueras y sus potros de tortura, que se quiten los yeyés estos de Erasmo de Róterdam o Maquiavelo. El siglo XII, ¡entonces sí podíamos decir lo que nos daba la gana, no como ahora, que aplastas un par de costillas y te montan un cisma en Francia o en Sajonia!».

Yo puedo entender que el discurso del inmovilista del siglo XXI pretenda convertirnos en inmovilistas a los que miramos por el telescopio y vemos que se mueve. Lo entiendo, porque es complicado apelar al honor o a la pureza, sus verdaderos valores, en estos tiempos que corren: se te unen pocos fans. Así que ellos proyectan su personalidad en el enemigo. Nos usan de espejo o de pantalla, no lo sé muy bien, e invitan a mirar a los suyos: «¿Veis? Inmovilistas perdidos. No se les puede decir nada, por todo se ofenden».

Por cierto: la Iglesia tardó un poco, solo un poco, en reconocer que Galileo tenía razón. Fue el 31 de octubre de 1992, hace ahora 30 años. Es decir, en plena explosión de la libertad, según comentan los geocentristas actuales. A los mandos de la nave estaba Juan Pablo II, te quiere todo el mundo. Solo dos años antes, en 1990, su sucesor el cardenal Ratzinger (Be-ne-dic-to, equis, uve palito) hacía suyas las palabras de su coetáneo, el filósofo Feyerabend: «La Iglesia de la época de Galileo se atenía más estrictamente a la razón que el propio Galileo, y tomaba en consideración también las consecuencias éticas y sociales de la doctrina galileana. Su sentencia contra Galileo fue razonable y justa, y solo por motivos de oportunismo político se legitima su revisión».

No hay más preguntas, señoría.