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Madrid D. C. (date cuenta)

No podría ser política. Primero, por mis tuits. Si (Thor no lo quiera) un día se me cruzaran los cables y terminara siendo candidata a algo, duraría tres minutos en un partido. Lo que tarde cualquier prospector de Tuíter en entrar en mi cuenta. Pero aun sin significarme tanto, no podría. No soportaría la idea de tener que defender agónicamente las proclamas de un partido. O los jirones de una formación que se ha ido al retrete.

Begoña Villacís, sí. Ella es capaz no solo de eso, sino de haber representado a unas siglas durante años, ofrecerse al enemigo públicamente, ser escupida en la cara por el enemigo (públicamente también) y regresar al nido. Sin despeinarse. De hecho, acaba de sacar una campaña diré que curiosa (me guardo el adjetivo más adecuado) con un sugerente y misterioso encabezado: Madrid D. C.

Reconozco que, antes de conocer el verdadero significado de las siglas, he pensado en qué podría querer decir. ¿Después de Cristo? ¿De Cospedal? ¿Desokupando Chabolas? Begoña se agarra al poder con lo que le queda de uñas y promete lo que sabe que no podrá cumplir ni aunque viviera en Todo a la vez en todas partes: atraer inversores a la capital (sí, las siglas D. C. corresponden a «Distrito Capital», sea lo que sea esto) y convertir Madrid en la metrópoli de moda.

Y a ver. Tenemos a un alcalde que acumula un déficit de más de 350 millones sin sumar el superávit de Carmena. Que cambia árboles por cemento. Que ofrece devolver refugiados a Kiev para luchar contra Rusia. Tenemos una presidenta regional que se va de rositas porque lo de su hermano no es ilegal, aunque sea feísimo. Una presidenta que no rindió cuentas por su gestión de la pandemia. Que protege la sanidad y la educación (privadas). Que gasta millones en un hangar infrautilizado. Con un número dos de partido y un número dos de Asamblea recibiendo ayudas para familias vulnerables. Al ver «Madrid D. C.», leí para mis adentros: «Madrid, date cuenta».

Yo nunca entendí al votante de Ciudadanos. Lo confieso y pido perdón de antemano por si alguno se ofende (ja, ja, ja, no). No es que tenga yo el monopolio de la razón (de hecho, puede que sea la que peor la defienda cuando la tiene de verdad), pero es un partido del que nunca he sabido a qué jugaba. Primero sacaron a su líder en bolas en Cataluña, un poco como diciendo «aquí estoy, puro, sin adulterar, como la nieve». Cuando saltaron a la arena nacional, se definieron como socialdemócratas flojitos. Luego, como liberales.

Por último, se desataron y se fueron a la Plaza de Colón a vender bandera. Otra confesión: «lüberalles», ese palabro con el que saludo en Tuíter cada mañana, tiene en mi cabeza la forma del simpatizante de este partido. Por fuera habla de impuestos excesivos, de criptomonedas o de libremercado, pero por dentro va rellenito de patria y golpes de pecho.

Begoña ha sacado una lona con la que se podría tapar la vergüenza colectiva que nos ha producido lo de los políticos acogiéndose al bono energético, con un D. C. que nada tiene que ver con Batman y un número de móvil para guasapear. Un poco a medio camino entre película de tarde de Antena 3 y western de los noventa. Salía yo el otro día de una de las piscinas municipales de Madrid Distrito Capital cuando me encontré con la réplica en formato marquesina del cartel godzillesco. Y tuve la tentación de escribirle unas líneas: «Begoña, tía, chat ya, tía. Que tenéis menos futuro que Ortega Smith yendo al peñón a por tabaco. Guarda los dineros para empezar un nuevo proyecto; ¿qué tal una gira de monólogos de tirarte por el suelo de la risa como los de tu excompañero, el filólogo?».

Luego me contuve, porque desde que me he enterado de que no tenemos libertad de expresión temo decir cualquier cosa que me enfrente a los poderes fácticos. A ver, yo doy más el perfil de apoyar la dictadura de Pedro Sánchez y Yolanda Díaz, pero los tiranos es lo que tienen, que nunca sabes por dónde te van a salir. Y mira, ya no tengo edad de ir a la cárcel, qué pereza. Hay que aprender de los represaliados: yo miro de reojillo a Girauta o a Marcos de Quinto, incluso al propio Cantó, y están tan calladitos, tan sin dar su humilde opinión sobre nada por temor a las consecuencias, tan ausentes, que me retraigo y me autocensuro.

Bueno, mejor así. Mejor no haber hablado con ella, porque a Begoña la veo ilusionada con su Distrito Capital. Tanto como aquel eufórico Albert Rivera aspirando con fruición el aroma de Lucas y pronunciando su profético «snif, huele a leche». Lucas, sí, ¿recuerdan? Fue aquel perrete de campaña, como lo fue Pecas en la de Esperanza Aguirre. Pecas, sin embargo, supo hacer carrera: ya hablaba, en su momento de gloria, de comunismo o libertad. A Pecas le ha ido la cosa mejor que a Lucas, las cosas como son. Pecas. Lucas. El de Vox debería llamarse Rocas. Y que lo pasee Ortega Smith. Y que sea un dóberman. Ay, ya paro, que no dejo de diseñarle la estrategia al centrismo extremo.

Aquella leche se olió. Ya lo creo que se olió. Sonó y todo. Y de aquellas leches, estas lonas. La futura ex segunda de a bordo del Ayuntamiento de Madrid ha hecho numerosos méritos para conservar su puesto, pero su jefe ha perdido el poder que ostentó en favor de Madame la Présidente. Espero con ansia que el último bastión en pie de Ciudadanos publique algún día sus memorias de vicepresi. Yo le dejo el título en bandeja: Madrid, Date Cuenta.


Dos pares de pies con zapatillas, un par rosa y otro azul, ante una señal pintada en el asfalto que indica una flecha a la izquierda y otra a la derecha y, junto a la punta de flecha de una y otra, el símbolo de la mujer y del hombre respectivamente.

Ni de izquierdas ni de derechas: de derechas

Odio tener que decir esto, pero ni una sola vez a lo largo de mi ya dilatada existencia he conocido a un presunto apolítico que lo fuera de verdad. Lo comento en medio de los ecos que nos deja este 8M, una vez más dividido, una vez más mirando al dedo en lugar de a la Luna.

Me guardo la amarga reflexión para otro momento o para el final de esta columna, porque el cuerpo me pide chiste, como casi siempre. Verán: ayer, entre otras salidas de pata de banco, hubo una particularmente divertida: la de la savia nueva del PP intentando reventar una de las manifestaciones en Madrid. «Que te vote tito Berni» rezaba la pancartita de marras.

La chispa de las juventudes peperianas, siempre a la vanguardia del humor. Todo comenzó con aquel «que te vote Txapote» y la cosa se ha salido de madre. Cualquier día salgo yo en un canutazo gritándole a Feijóo «que te vote el chapapote», que rima mejor y deja un encantador aroma a hilitos como de plastilina en estiramiento vertical. No podemos atribuirle responsabilidad ninguna a Alberto de aquel desastre. Entonces era presidente de Correos por obra y dedo de José María Aznar. Pero oye, puestos a hacer ripios malos, no está de más recordar aquel capítulo medioambiental que tantas risas evoca, sobre todo a los gallegos.

Pero centrémonos, con perdón, que me escoro. Los alegres muchachotes que este 8 de marzo tuvieron la ocurrencia de salir a reventar la manifestación estaban liderados por Ignacio Dancausa. Quizá no todos sepan quién es Ignacio Dancausa. Yo se lo explico. De los Dancausa* de toda la vida, que diría Gomaespuma, este chico es el rostro visible, desde el pasado otoño, de las Nuevas Generaciones del Partido Popular. Es curioso, porque Dancausa júnior no era ni de izquierdas ni de derechas cuando presidió Libertad Sin Ira, una organización estudiantil que busca, dice, despolitizar la universidad. Quizá ayer quiso hacer el bien despolitizando la manifestación. Una es mayor ya y desconoce las novedosísimas estrategias de las nuevas generaciones.

Una entra al Instagram de Libertad Sin Ira y despolitización no es la primera palabra que le viene a la cabeza. Veamos: el mismo 8 de marzo en que el despolitizado líder de Nuevas Generaciones del PP salía a la calle con una pancarta, la asociación apolítica tenía programado un encuentro en la universidad con la apolítica Rocío Monasterio. No pudo celebrarse, eso sí, por pequeños detalles como no estar autorizado. Minucias.

Poco antes, esta asociación despolitizadora promocionaba un acto del ni de izquierdas ni de derechas Daniel Lacalle en la Francisco de Vitoria. Y otro más con Alfonso Serrano y Francisco Utrera sobre la degradación de las instituciones. Estos dos últimos señores tampoco son de izquierdas ni de derechas: solo son del PP, pero es casualidad. (Alfonso Serrano, por si no lo recuerdan, es este diputado de la Asamblea de Madrid que siempre encuentra cita en el día en atención primaria).

El espíritu del mantra «no soy de izquierdas ni de derechas» empasta muy bien con ese otro de «no soy ni machista ni feminista». Como si el feminismo y el machismo fueran términos enfrentables. Uno puede no haber vivido el Holocausto nazi y así y todo situarse rápidamente del lado de las víctimas, ¿verdad? Nadie (no al menos con dos dedos de frente) osaría decir: «Ni nazi ni judío: ciudadano del mundo». Pues bien, esa falsa equidistancia entre machismo y feminismo es la que practica una buena parte del apoliticismo.

Ayer, para constatar lo lejos que se encuentran del feminismo, los cachorros peperos decidieron meterse con una pancarta a disfrutar del espectáculo desde dentro. Es una pena que no se encontraran con una manifestación machista para demostrar que machistas tampoco son, que están en el medio. Estorbando, vamos.

Resulta curioso que, después de darnos la turra con la cantinela de que el 8M de 2020 fue el origen de todos nuestros males pandémicos, Dancausa y sus dancausitos eligieran este mismo evento para promocionar su equidistancia ideológica, pudiendo haberlo hecho en un estadio de fútbol, mucho más acorde a su manera de ver el mundo. O en un acto de Vox, como aquel celebrado, también ese famoso 8M, por un Ortega Smith infestadito de coronavirus en Vistalegre. Es lo que tiene no ser de izquierdas ni de derechas, ni machista ni feminista: que te lo juegas todo a cara o cruz y siempre emerge la cruz, por lo que sea.

En paralelo, la despolitizadora Libertad Sin Ira publicaba un post hablando de una empleada de la limpieza que ayer tuvo que quitar pintadas feministas. Porque se ve que la pintura morada es la única indeleble y que otras muchas las quitan con alegría, claro que sí. Está muy bien que un partido al que le ha costado años reconocer los derechos de las limpiadoras de repente se erija en su defensor. Ay, perdón, que esto es de la asociación despolitizadora, no del PP. ¿Ven cómo me lío enseguida?

A Dancausa y sus acólitos le dan igual los problemas de la limpiadora de la universidad. Como le dan igual los de cualquiera de las mujeres que ayer salieron a defender sus derechos. Los de todas. Porque, y ahora me voy a poner seria, el problema no son las diferencias entre los feminismos, que son muchas y necesitamos resolverlas. El problema está fuera, en la gente ni de izquierdas ni de derechas, ni machista ni feminista, que se ha colado en esa brecha abierta y la está agrandando. Llevamos demasiado tiempo subrayando lo que nos separa y ellos lo saben. Que hayamos caído en la trampa más simple, la del divide y vencerás, me deja un poso muy amargo. Ojalá no volvamos a permitirlo.

*Ignoro si Ignacio Dancausa pertenece a la familia de Concepción Dancausa, una apolítica del ala dura del PP hija a su vez del ni de izquierdas ni de derechas fundador de la Fundación Francisco Franco, el falangista Fernando Dancausa. Espero que ustedes me iluminen en este nuevo sinvivir.


Varios billetes de 50 euros enrollados sobre sí mismos para conceptualizar la idea de corrupción que hay en el artículo 'De titos y tatos'

De titos y tatos

No hay mejor combustible para el rival político que un apodo a tiempo. De repente, ya tienes el eslogan de campaña. «Tito Berni» (el mote con el que, al parecer, se conocía al exdiputado socialista Juan Bernardo Fuentes en la tan vodevilesca como repugnante trama de corrupción investigada del caso Mediador) ya circula por todos los medios. Isabel Díaz Ayuso lleva tantas veces dicho «tito Berni» en un par de días que la palabra «libertad» se retuerce de envidia entre las páginas del DRAE.

Hemos escuchado, leído y seguramente hasta dirigido sobrenombres a algún servidor público con afán notorio de mofa. Yo misma me paso la vida inventándomelos. Pablo Iglesias es el más acaparador: tiene uno capilar, otro roedor y uno más alusivo a su costumbre de no caminar erguido (eso se paga con la edad, Pablo, pero tú sabrás); a José Luis Martínez-Almeida Navasqüés le ha caído en desgracia uno más fálico, y al presidente de Gobierno un mote cánido, en un chusco ejercicio de paronimia, que es como un pan sin sal en el universo de la burla.

Pedro, por cierto, se puede dar con un canto en los dientes, porque el apodo feo feo le ha tocado a su pareja, Begoña Gómez. Begoña, harta de que ciertos «medios» le den voz, ha dicho que hasta aquí hemos llegado y que en los tribunales se verá las caras con los responsables. Bien, chica. Olé tus ovarios. Prosigo con tito Berni.

Voy a chapotear un ratito en este charco, voy avisando. Porque hay que honrar a Berlanga, que estaría encantado de recibir dicho informe convertido en guion. Visualicemos: un diputado del PSOE y un general retirado de la Guardia Civil montan una infecta trama de corrupción. Empresarios untando. Extorsión. Prostitutas. Drogas. Un chocho volador (penoso apodo que ha trascendido y con el que se conocía a la presunta amante del general). Sexo con un churumbel (no, no es pederastia; sí un eufemismo infame) en venganza por unos cuernos. Ah, y señores descamisados saludando prostitutas. Descamisados no al estilo de aquel Alfonso Guerra de los primeros ochenta. Más bien al estilo del Alfonso Guerra new version director’s cut.

No falta de nada en este vodevil que huele peor que una cueva de quesos de Cabrales. No abundaré en detalles porque esto va de afilar la punta cómica, pero invito a quien pase por aquí a informarse debidamente y a conmocionarse no solo ante la trama de corrupción, sino también ante el trato despreciable que se les da a las mujeres. Ya está hecho el paréntesis: volvemos a los loles.

Los mejores apodos no salen de las redes sociales. Esos otros se crean normalmente en un calentón o en un golpe de ingenio, y terminan por hacerse virales. «Tito Berni» es un apodo mágico porque ha salido de un informe policial que ha hecho aflorar las intimidades de los que son pillados en falta.

Todo es precioso mientras solo lo saben los necesarios. Una fotopene solicitada puede ser tremendamente erótica, pero si el receptor decide hacerla pública, el otrora inmortalizado órgano sexual adquiere la condición de meme y a su portador se le encoge para siempre hasta alcanzar el tamaño de una legumbre en seco. Això és així.

Lo de «tito Berni» viene a ser el pene fotografiado para una sola persona (o eso cree quien la recibe) y luego expuesto al mundo. Ha dejado de ser un mote usado en la intimidad, como el catalán que hablaba Aznar, para convertirse en la bandera que va a agitar de aquí a final de año el partido de los que se codeaban con el Bigotes, el Polla o Luis el Cabrón. Pero bah. Son detallitos que no importan.

Ante el grave caso de corrupción, en el PSOE se ha puesto la alarma de depurar responsabilidades. Con tito Berni ya fuera del Congreso y expulsado del partido, podrían rodar más cabezas. Para Sánchez no es que sea importante hacerlo, es que le va todo su prestigio en ello: no debemos olvidar cómo llegó a la Moncloa por primera vez. Y Ayuso, a quien le bastaría con que Pedro se tirase un pedo en la ONU, no va a desaprovechar el momento. Lo dicho: vamos a escuchar «tito Berni» más que «libertad». Puede que hasta más que «contratar sanitarios», por sorprendente que parezca. Porque a Madame la Présidente la gestión regional no mucho, pero rebozarse en el barro de la política nacional le gusta más que a Eme Rajoy un plasma.

«Tito» es la forma coloquial de dirigirse a un tío. Hablo de parentescos, claro. Por eso hace tanta gracia «tito Berni»: porque nos lleva a esos otros titos que no lo eran. Como cuando el cura del pueblo te presentaba a su nueva sobrina. O como la nueva pareja de mamá en tiempos pretéritos (actuales si es en casa de Isabel Preysler).

«Tato» también lo recoge el diccionario. Es igualmente coloquial y alude a los hermanos. No sorprenderá a los lectores de esta humilde columnita que Díaz Ayuso se acuerde tanto de titos ajenos y tan poco de tatos propios, si a parentescos vamos. Otra mordida, esta en territorio peninsular y bajo su mandato, acabó no con quienes la permitieron, sino con quienes la denunciaron. Nunca más se supo del tato Tomás, gran hermano y mejor comisionista, de quien, por no haber, casi no hay ni fotos.

Se destapó el escándalo de Tomás, su tata salió de mártir a hacer una emotiva declaración a los medios y, con la mano que no se veía, guillotinó a su exjefe. Y ese tato del que usted me habla quedó fuera de la luz pública. Eso sí, con casi trescientos mil euros de beneficio por hacer algo muy parecido a nada. La teoría de la meritocracia solo funciona cuando eres pobre. Cuando tus cuentas están aseadas, basta con tener contactos. Como tito Berni. O como tato Ayuso.

Por cierto, Isabel: me he enterado de que tito Berni y los suyos llamaban a las mordidas «bocatas de calamares». Y me ha venido un aroma a Ifema, pandemia y sanidad pública que te cagas.


Un árbitro muestra la tarjeta roja. Delante de él, una urna para votar. Concepto de fútbol y política.

Fútbol y política

Hace tiempo que no me interesa el fútbol. Hay gente que se desencanta de la política y yo me he desencantado de eso que han dado en llamar el deporte rey. Podría decir que tiene que ver con los recientes casos de corrupción que acechan a la Liga, pero entonces debería haberme apeado de la política mucho antes que del fútbol. O quizá es que fútbol y política se parecen tanto que al final tienes que optar por el que más te guste.

En fútbol, como en política, hay dos grandes equipos. Bueno, los de siempre, en realidad. Pueden surgir, temporalmente, algunos que les hacen sombra un ratito, que amenazan con dar el sorpasso en Liga o en Champions, pero al final todo vuelve al orden previsto, como ya predijo Lampedusa.

No me interesa el fútbol, pero es imposible no estar informada sobre lo que va sucediendo. Por ejemplo, este año, importantísimo para los hinchas, esos dos equipos lideran en sus respectivos territorios. Uno lo hace en casa, en La Liga. Empezó con dudas, con un presidente saliente cuya pésima gestión se vio agravada por las consecuencias de la pandemia, y ahora lo abandera otro que limpio, lo que se dice limpio, tampoco parece.

Todo apunta a que arrasará en esta competición: los medios aclaman la remontada de este equipo tras unos meses de incertidumbre, y se sienten fuertes para terminar en el primer puesto cuando termine la temporada. Sin embargo, no es como otras veces: bajo los laureles se entrehuele una pestecilla de esas que no sabes muy bien de dónde viene, de las que llegan a ráfagas. No parece que la podredumbre de la corrupción deje al equipo fuera del podio, eso sí.

El otro equipo no tiene muchas opciones a hacerse con el trofeo nacional, pero su leyenda crece en Champions. Es apabullante el grado de reconocimiento que ha logrado en Europa: por donde pasa, la gente lo aplaude y alaba sus logros. Sin embargo, aunque fuera de nuestras fronteras arranca loas, en España no sabemos si termina de cuajar. Sus rivales lo tildan de casi cualquier cosa, y sus fans se agarran al éxito internacional para rebatir a los odiadores profesionales.

Pero para poder pasearse por Europa con autoridad hay que ganar la Liga. Cuando ganas la Liga te conviertes automáticamente en el primer aspirante a codearte con lo más granado de fuera de nuestras fronteras. Los hinchas del equipo que hoy arrasa en la Champions tiemblan ante la posibilidad de que sea el eterno rival el que lo haga, porque sus apariciones en Europa se cuentan últimamente de ridículo en ridículo.

Así pues, tenemos dos formaciones en liza. Una, con pinta de conquistarlo todo en los albores del verano; la otra triunfa fuera de una España que, al menos aparentemente, se le resiste. Pero no seamos derrotistas: hay partido. Nada está dicho aún, y la sorpresa puede saltar en Las Gaunas. Tenemos una primera entrega de esta eterna competición en las últimas semanas de la primavera. Pero al terminar el año, ¿quién será el campeón de invierno?


Plano detalle del cuello de una chaqueta de caballero en el que se ve el nudo de la corbata, la empuñadura de un bastón y un reloj de bolsillo.

Gente de bien

Se cumple en estos días un año desde que Isabel Díaz Ayuso, gente de bien donde las haya, asestó un mandoble letal a Pablo Casado y se trajo a Alberto Núñez Feijóo por la corbata desde Santiago de Compostela hasta España dentro de España. Una cosa he de agradecerle a Madame la Présidente y no es la mejora en la atención primaria: gracias a su particular juego de tronos, el Senado, casi tan soporífero como la reposición de un culebrón venezolano de los ochenta, se ha convertido en el mentidero más apasionante del hábitat político.

Le sienta bien el Senado a Feijóo. La Cámara Alta es un aparcacarrozas de lujo. Un cementerio de elefantes al que la gente va a ganar pasta por hacer lo más parecido a la nada que hay en política, y mira que hay donde elegir. Pero no, no le pega por eso, sino porque el Senado tiene un aroma viejuno, como de habano y Agua Brava. El aspirante a ocupar La Moncloa nació en 1961, pero si cierras los ojos y lo escuchas es como si estuvieras de extra en el primer acto de Agua, azucarillos y aguardiente.

Su «gente de bien» del martes senatorial me descoloca sobremanera; es una de esas expresiones que dejan varios hilos de los que tirar. El primero y más evidente, que por fuerza hay gente de mal. Cuando alguien dice «gente de bien» en pleno siglo XXI me huele como a antipolillas. Me pasa lo mismo con «ramera», «invertido», «ligera de cascos», «esta es la casa de tócame, Roque» y tantas otras. Aprovecho mi ramalazo de obsesión con la gramática para recordar que el DRAE no recoge «gente de bien». Sí «hombría de bien» (ellas, ligeras de cascos; ellos, hombres de bien) o «gente bien». Fíjate tú qué cosas: es quitarle la preposición y la frase de Feijóo cobra un sentido rotundo.

«Deje ya de molestar a la gente de bien», dijo. ¿Qué es la gente de bien en el feijoonario? Si atendemos a la cronología popular (tanto Partido como Alianza), la formación representante de la gente de bien se posicionó contra la ley del divorcio en 1981, de la memoria histórica en 2007, del aborto en 1985 y en 2009 (esta última avalada ahora por el TC y reconocida tímidamente por Feijóo en medio de un mejunje de definiciones) o del matrimonio LGTB en 2005, por citar solo algunas. Ahora también les molestan la ley trans y la ley del solo sí es sí. Por cierto, qué manifestaciones aquellas contra el aborto o el frutícola matrimonio igualitario. ¡Esas eran las manis buenas, no como las de ahora, que nos han salido políticas!

Cabe deducir que a la gente de bien le han ido molestando los divorcios (de otros), los abortos (de otras) y los matrimonios gays (salvo el de Maroto). Ahora se molesta por partida doble. O triple: el partido ultraderechista desgajado del PP, lleno a reventar de gente de bien, le sacó zoofílica punta a la ley del bienestar animal. Bueno, en realidad a la gente de bien se la molesta mucho últimamente. Esa gente tuerce el morrete hojeando la actualidad en su periódico de referencia mientras el limpiabotas le lustra el calzado. Vitupera al actual Gobierno cada vez que aprueba una ley dándole cuerda al reloj para madrugar el domingo, que hay cacería. Se queja con consternación de la deriva del país y rebusca entretanto en su monedero el jornal de la chica de la limpieza.

La gente de bien no alza la voz. Salvo en manifestaciones apolíticas, en caceroladas (donde la ira les hace empuñar objetos tan exóticos como una escoba) o de borrachera en Ponzano. Pero los ves en misa y da gloria escuchar su silencio. Mientras, esa gente de bien espera a que los suyos, los buenos, recuperen un poder del que nunca debieron ser despojados porque les corresponde por la Gracia de Dios.

Cada nuevo derecho conquistado por la gente de mal es un privilegio perdido por la gente de bien. Y así no avanzamos. No podemos permitir que las ligeritas de cascos aborten en la sanidad pública, que las rameras puedan denunciar una violación como si fueran señoras o que los invertidos se casen. Que España, cada vez que gobiernan los ilegítimos, parece la casa de tócame, Roque.


Imagen con varias gráficas de datos.

Con los datos en la mano

Cincuenta y dos diputados son muchos diputados para aprenderme los nombres de los socios del PP (es decir, Vox) en el Congreso. Sé de la existencia de su líder, Santiago Abascal; de Javier Ortega Smith-Molina, que nos alegró el Día de los Enamorados lanzando un bumerán que le dio en todos los morros; de Carla Toscano, a quien el partido al que representa ha apartado un ratito para que se olvide su comentario sobre Irene Montero. Ayer descubrí a María Ruiz Solás, del sector apellidos no compuestos (es decir, plebeyo) del partido y encargada de subir a la tribuna ayer a constatar, «con los datos en la mano», el alarmante aumento de homosexuales y transexuales tras el adoctrinamiento del Gobierno en estas nuevas materias que, supongo, pronto pasarán a formar parte del temario en las educaciones Infantil, Primaria y Secundaria.

«Con los datos en la mano» es una de esas expresiones que han pasado al fondo de armario (con perdón) ultraderechista. Luego les preguntas por cualquier cosita cuantificable en una entrevista y se pierden, como hemos podido comprobar en el pasado. Pero viste muchísimo soltar esa barbaridad y bajar las escaleras con la satisfacción de haber hecho lo que te pide el verdadero patriota: mentir. Con los datos en la mano.

Los datos son como un pegote de plastilina: los puedes moldear a tu antojo. Los descontextualizas, los cocinas, los relativizas. Todos los políticos sin excepción lo hacen. Puedes comparar el número de casos de violencia de género con cuánta gente ha hecho el descenso del Sella. O modificar las gráficas para que un aumento del 0,001% en intención de voto se vea representado como un bolardo del tamaño de los que te plantan en la Puerta del Sol. Y, por último, también puedes inventártelos.

Habría que preguntarle a María Ruiz Solás de dónde saca esos alarmantes datos de aumento de homosexuales y transexuales. Yo estoy inquietísima y confieso que un poquito exultante también; ahora, cuando me pregunten por qué no tengo pareja, bajaré la voz, me acercaré a la oreja del inquiridor y le susurraré: «Querer, quiero. Pero debido al alarmante aumento de homosexuales me está costando muchísimo. Te lo digo con los datos en la mano. En esta no, en la otra».

Se rumorea que cinco fornidos legionarios devinieron drag queens después de ver un discurso de Irene Montero. El pecholobo se les fue cubriendo de purpurina mientras el vello caía flácido sobre sus pies; las botas se tornaron plataformas y los chapiris, frondosas pelucas pelirrojas. Estaban cantando El novio de la muerte y el último verso mutó en «it’s raining men, hallelujah! It’s raining men, amen», para sorpresa de los españoles allí presentes. Todo, en un abrir y cerrar de ojos. Lo digo con los datos en la mano: yo no miento, me lo invento.

El gobierno de coalición es la nueva picadura de la cobra gay. No lo digo yo. Ni siquiera lo dice Ruiz Solás. Lo dicen los datos en la mano. Los mismos que agitaba el azorado Ortega Smith-Molina cuando, intentando zafarse del espejo que le puso delante Gabriel Rufián, rompió la orden de detención que hay contra él y soltó aquello de que Gibraltar es español.

Me gustaría recordarle, con los datos en la mano, que Gibraltar pertenece a Gran Bretaña, el país de los Smith por antonomasia. Les fue entregado para que pudiera reinar el primer Borbón en España. El mismo Borbón que, con sus Decretos de Nueva Planta, recentralizaba la administración en Castilla en venganza contra el reino de Aragón por apoyar al pretendiente alemán al trono. Dicho de otro modo: se le regalaba a Reino Unido ese trocito de roca-paraíso fiscal a cambio de que reinase un francés y se inauguraban, en el mismo acto, más de trescientos años de deseos de independencia catalana.

Tómate tu tiempo, Javier, para interpretar los datos. No los llevo en la mano: están en los libros de Historia.


Los tíos de los contratitos

Me gustaría contar con una estadística en la que poder ver qué porcentaje de la gente que vota a las derechas defiende que la hostelería tenga sin contratar a sus camareros. Sí, ese colectivo de empresarios hosteleros que jalea a Lady Cañitas por haberles dejado barra libre, nunca mejor dicho, cuando lo gordo de la pandemia.

Lo comento por la elasticidad de su concepto de contratos. Sospecho que muchos de ellos, hace unos meses, cuando la aprobación de la llamada ley del «solo sí es sí» era inminente, eran los mismos que sacaban modelos de contrato del bolsillo de la camisa con los que pretendían salir a ligar, y lo colgaban ufanos en sus perfiles sociales. Tras la eclosión de esa boutade del papelito, los tíos de los contratitos están ahora preocupadísimos de que las mismas mujeres a las que ayer despreciaban contrato mediante puedan hoy sufrir las consecuencias de la salida de prisión de un agresor sexual. Es decir, que la misma ley que el otro día era severa en exceso hoy, por arte de birlibirloque, ha resultado ser laxa.

Soy de la opinión de que más tiempo de cárcel no hace mejores ciudadanos y de que educar es mejor que reprender. Además, me faltan conocimientos jurídicos para saber cómo de mal o de bien está hecha la ley. Pero me sobran para detectar el oportunismo repugnante de quienes dicen una cosa y la contraria con tal de apuntar al mismo fin: hundir a un Gobierno que, casualidades de la vida, les está dando sopas con honda en lo económico. Todo vale para lograrlo.

Es que tú fíjate cómo van perdiendo derechos. Primero no se le puede palmear el culo a una desconocida. Luego no se les puede llamar cositas por la calle. Después no te las puedes follar no ya drogadas, que no se enteran de nada, ¡ni dormidas! ¡Que hay que hablar con ellas para que te den su consentimiento! ¡Que si te pica el nardo tienes que aguantarte porque ni ser despertadas quieren en mitad de la noche, las muy señoritingas! ¡Adónde vamos a ir a parar! ¿Qué será lo próximo? ¿Equiparar sus salarios con los nuestros? ¿Repartirse los cuidados de los hijos?

Lo magnífico de estos señores es que disimulan un ratito, porque enseguida se les suelta la lengua y sacan a pasear su verdadero yo. Esa bipolaridad de follar con contratito y aliarse con las mismas mujeres a las que tenías que enseñárselo (el contratito) no cuela. Y finalmente la verdadera cara de esta gente flota como un zurullo en el mar en forma de, por ejemplo, declaraciones del alcalde de Villar de Cañas, que con sus comentarios de llagas y felaciones no solo demuestra tener la boca más sucia que nadie, que también, sino que paradójicamente refuerza mi convicción (la nuestra, la de muchas y también muchos) de que necesitamos el ministerio que hoy gestiona Montero.

Pero lo necesitamos entero, no compartido con carteras como la de Consumo (menuda asociación de ideas) y con todas las energías puestas en que haya menos alcaldes de Villar de Cañas y más mujeres empoderadas. Mostrando pezón bajo el jersey si hace falta, por más que les escueza a los zangolotinos de la derecha y la ultraderecha, que en todo ven sexo: en la falta de sujetador, en la lactancia pública o en la educación escolar. Y si nos ponemos, hasta en el queso de tetilla, que cubrirían con un púdico velo si de ellos dependiera.


Mujer con gafas y cara de asombrada mirando a cámara

Las Rompetechos

Como buena representante de mi generación, devoré en mi infancia y adolescencia temprana, justo hasta que te vuelves gilipollas, los cómics de Ibáñez. Entre ellos los de Rompetechos, un señor tan miope que confundía una espumadera con el auricular del teléfono, un ataúd con una bañera o una farola con la responsable del departamento de quejas. Rompetechos era, además, bajito y con cierta mala hostia, porque la vida lo hizo así. Un poco como el español arquetípico del posfranquismo que tan bien representaron Alfredo Landa, José Luis López Vázquez o, ya en el plano real, algún presidente de Gobierno.

El nombre de Rompetechos era un oxímoron que aludía a su diminuto tamaño. El pobre estaba bien lejos de romper un techo a cabezazos. Y me ha venido a la cabeza por las siempre refrescantes declaraciones de la ex ministra de Sanidad y Consumo, ex vicepresidenta primera del Congreso de los Diputados y ex alcaldesa de Málaga Celia Villalobos, que acaba de tildar a las mujeres de la formación Unidas Podemos de «tontas», «salvadoras de la patria» y «señoras jovencitas que van presumiendo de lo que no son». Vino también a decir que, para techos de cristal rotos, los de las mujeres del PP, que iban inventando el feminismo a golpe de mitin.

Ese tono displicente con que se refiere a las ministras y secretarias de la formación de izquierda («chicas», «jovencitas») ya anticipa cómo ve Celia en particular y el PP en general a las mujeres, sobre todo a las que no comulgan con sus ruedas de molino: atontolinadas, criajas, mocosas. «Chicas» en oposición a «mujeres» y, sobre todo, a «hombres». Chicas como a medio hacer, como cogiendo moscas.

Aprovecho esa autocalificación de rompetechos que se ha adjudicado la señora Villalobos junto a otras mujeres (mujeres, no chicas ni jovencitas) para recordarle su propia miopía. Los gobiernos de Aznar llegaron a tener diecisiete carteras y nunca hubo más (sí menos) de cuatro mujeres ocupando ministerios. Durante los de Rajoy, la cuota de poder femenino en los sucesivos gabinetes, que había llegado a concentrar el 50% bajo el mandato de Zapatero, siguió siendo manifiestamente inferior a la masculina. La cartera de Igualdad nunca fue tal: se diluyó en otras que incluían Sanidad y Consumo. De esta época me gusta evocar a nuestra ministra de Igualdad de la primera legislatura de aquel PP, Alfonso Alonso; después pasó a ocupar este cargo Dolors Montserrat, quien dijo en entrevista que ella no se consideraba feminista porque no le gustaban las etiquetas. Aquel día no alcanzaba (yo) a recogerme la mandíbula.

De algo más tarde recuerdo aquel otro techo roto por su partido, el del feminismo liderado por un hombre. Ocurrió cuando Pablo Casado apareció encabezando lo que denominaba por entonces feminismo liberal (sea esto lo que sea) con decenas de mujeres del PP detrás-de-él para reconciliarse con el, por otra parte, demonizadísimo 8 de marzo desde sus filas en 2020. Les quedó la postalita pintiparada, señora Villalobos. A usted, no obstante, hay que agradecerle el haber roto el techo de cristal de jugar con la tablet del Congreso en un pleno. O el de gritar en público a un conductor. A lo Rosa Parks, pero distinto.

Lo malo de ser una rompetechos de cristal es que en una de estas te abalanzas con más fuerza de la necesaria, te va una esquirla a la córnea y pierdes la vista. Y también la perspectiva.


Caricatura muy simplona de Ayuso con la camiseta del Atleti

Española, libertaria, tabernaria y del Atleti

Puede que muchos no lo recordéis, pero Torrente fue concebido como una caricatura del español casposo, de esos que ya no existían o al menos se escondían, avergonzados de exhibir su verdadero yo al público. La primera película de este abyecto personaje parido por Santiago Segura pretendía mofarse de un tipo de hombre que, por fortuna, ya había quedado atrás. Qué equivocados estábamos, qué inocentes fuimos.

Torrente era «español, fascista, machista, alcohólico y del Atleti». Así se publicitaba la caricatura hiperbólica del facha de toda la vida. Hoy echas la vista atrás y parece una ensoñación que aquello nos resultara divertido por excesivo. Las secuelas de Torrente se fueron sucediendo y el espíritu primigenio de la ridiculización de aquel personaje corrupto e indeseable se fue deslavazando. Las películas se convirtieron en un desfile de famosos periféricos y caídos en desgracia, que aprovechaban el tirón mediático para disfrutar de un último soplido de gloria.

Exprimido el limón, y quizá con ánimo de mostrar un rostro alejado del baboso que solo buscaba manosear cuerpos femeninos (hablo de Torrente, por dios, no se confundan), Santiago Segura adoptó un perfil más bajo haciendo remakes de comedias familiares que funcionan por cuestiones que se me escapan. Pero a mí se me escapan demasiadas cosas, no pretendo yo sentar dogma de nada y muchísimo menos de éxitos de taquilla.

El último Torrente se estrenó en 2014, diez meses después de que un partido ultra irrumpiera en el panorama español. Si alguien nos hubiera dicho en 1998 que hoy íbamos a tener cincuenta y dos diputados de una formación política a la ultraderecha del PP, nos habríamos tronchado de risa. Porque era, sencillamente, imposible que aquello ocurriera. Tampoco podíamos concebir que Torrente se hiciera carne y ocupara escaños. Pero, sobre todo, no imaginamos (no yo, al menos) la torrentización del PP, con los ultras ya fuera de su formación. Esto, lo juro, no lo vi venir.

El espíritu fascista, racista y hasta alcohólico («nena, ¿qué te pongo? ¿Vermú, cañita, un vino de Madrí, güisqui, te estofo el hígado con vodka, te empapo en absenta?») de Torrente se ha apoderado del PP, que va con la lengua fuera intentando dar caza al hijo pródigo que es Vox. Solo Madrid ha logrado engullirlo con un truco simple, pero eficaz: torrentizarse más si cabe.

En 2021, Díaz Ayuso arrasó en unas elecciones autonómicas agitando una sola palabra: libertad. Es tal la devoción que le tiene que todo lo empana en ella. La simpleza de sus animaladas da hasta miedo, pero lo cierto es que funciona. Lo último: convertir el concepto de ideología en anatema, no vaya a ser que a sus votantes les dé un día por pensar. O hacer propia la frase chusca con la que ha irritado, y con razón, a las víctimas del terrorismo de ETA. No ha necesitado gestionar para lograrlo: solo soltar un volquete de eslóganes huecos como una tubería. Soy libertaria y tabernaria, dice. «Y del Atleti», completo yo mentalmente. Porque me podrás quitar la ilusión de ver algún día un Madrid gobernado por la izquierda, pero no me quitarás jamás el sentido de la métrica ni la cinefilia.


Todo es carne

Hace algunos meses alguien que quiere publicar mi novela en otro país me dijo que el chuletón de la portada era demasiado agresivo para sus conciudadanos, que con esta cosa del vegetarianismo y el veganismo ese trozo de carne cruda en portada podría lastrar las ventas. No digo ni que sí ni que no, porque soy española (mal que les pese a algunos) y no tengo la capacidad de empatizar tanto con una cultura que no es la mía. Por otra parte, además de frívola, como decíamos ayer, tengo la costumbre de querer ganar dinero con mi trabajo, así que no me quejé y di mi visto bueno a una alternativa previo visto bueno de la autora, que soy yo.

Pero es que (permítanme la autopromoción que, de paso, me da un par de enlaces externos estupendos para el SEO) Perros, mi novela, merece esa portada que, por cierto, no es idea mía, sino de un queridísimo amigo y diseñador gráfico. Perros habla de muchas cosas y resulta que todas son carne. De sexo, que es carne. De este tipo de televisión que cabalga a lomos del morbo, que es carne o carnaza más bien. Del ansia de poder en política que, por supuesto, es carne. Y, cómo no, de todos nosotros, que acudimos hambrientos a los grandes titulares como mamífero a la carnada. Es lo que tiene lo atávico: solo cambian las formas, pero nuestro instinto animal permanece.

Feijóo ha logrado la cuadratura del círculo: pasar de puntillas por el delicado equilibrio de poderes en Castilla y León en plena sarta de soplapolleces proembrionarias, a lo Rajoy, sin mancharse ni el dobladillo de los pantalones, y tapar la inacción con su última ocurrencia: quiere pactar con Pedro Sánchez que gobierne la lista más votada.

A mí, cuando leo estas cosas, el cuerpo me pide que las urnas hagan su magia, pero como por desgracia eso no tiene pinta de ocurrir, prefiero recordarle en cuántas circunscripciones gobierna o ha gobernado el PP perdiendo las elecciones. Madrid (autonomía y ayuntamiento) 2019. Andalucía 2019. Castilla y León 2019. Menudo año el 2019 prepandémico, ¿eh? Pero claro, lo que tiene el político promedio es que le pone cachondo el corto plazo, y ahora estamos en 2023, un año en el que el PP parece que puede arrasar con todo. Aunque yo no me fiaría de las encuestas, Alberto: ya hemos tenido unos cuantos microinfartos a cuenta de las que vaticinaban una cosa y devinieron otra.

No hay nada peor, y hablo de mí, que ver el cartón a las propuestas de cualquier político. Y a Feijóo se le transparenta demasiadas veces. Pedir que te dejen gobernar en minoría para no depender de Vox es como cuando me tiran la caña a mi edad, que sabes que no habla el encoñamiento puro y sincero, sino la desesperación por follar cuanto antes. Y eso es muy triste, porque te quita las ganas las más de las veces.

A Feijóo se le transparenta la desesperación por tocar pelo, como a la mayoría de los que intentan ligar con más de media vida a las espaldas. Carne también: de Tinder. Claro que los votantes (los de Feijóo o los de cualquier otro, no los míos) suelen comprar el discurso al peso, sin mirar si el filete tiene nervio, aunque apenas se lo echan a la boca tengan que escupirlo. No se entretienen, como yo, en darle doscientas vueltas a todo. Los envidio, en serio.

El penúltimo golpe de ingenio del gallego ha sido el de apoyar unas medidas anticrisis a cambio de bajarle el IVA a la carne y al pescado. En ese juego constante del ex presidente de la Xunta de que parezca que sí, pero no, está el de ensanchar o torcer las propuestas del rival ideológico bajo promesas que todos sabemos que no se ejecutarán. Si el Gobierno dijera que sí, pediría que se lo rebajaran al caviar. Y si también aceptasen, explicaría que se niega porque qué pasa con el huevo hilado o el chocolate a la taza. Y lo aderezaría con la ETA o Venezuela, que son muy de fondo de armario.

Esto pretende tener cierto tono humorístico, así que voy a saltar sin pisar el charco a cuenta de la última y triste declaración del gallego sobre las religiones que matan y las que no. Entiendo, claro que sí, su deseo de pisar la Moncloa como inquilino y no como invitado. La carne es débil y todos tenemos nuestras flaquezas. Claro que las mías consisten en comprarme una blusa cuando tengo que ahorrar o en comer carbohidratos simples cuando estoy a dieta, no en recorrer medio mundo con un narcotraficante pagando la fiesta, por decir algo.