Mujer con gafas y cara de asombrada mirando a cámara

Las Rompetechos

Como buena representante de mi generación, devoré en mi infancia y adolescencia temprana, justo hasta que te vuelves gilipollas, los cómics de Ibáñez. Entre ellos los de Rompetechos, un señor tan miope que confundía una espumadera con el auricular del teléfono, un ataúd con una bañera o una farola con la responsable del departamento de quejas. Rompetechos era, además, bajito y con cierta mala hostia, porque la vida lo hizo así. Un poco como el español arquetípico del posfranquismo que tan bien representaron Alfredo Landa, José Luis López Vázquez o, ya en el plano real, algún presidente de Gobierno.

El nombre de Rompetechos era un oxímoron que aludía a su diminuto tamaño. El pobre estaba bien lejos de romper un techo a cabezazos. Y me ha venido a la cabeza por las siempre refrescantes declaraciones de la ex ministra de Sanidad y Consumo, ex vicepresidenta primera del Congreso de los Diputados y ex alcaldesa de Málaga Celia Villalobos, que acaba de tildar a las mujeres de la formación Unidas Podemos de «tontas», «salvadoras de la patria» y «señoras jovencitas que van presumiendo de lo que no son». Vino también a decir que, para techos de cristal rotos, los de las mujeres del PP, que iban inventando el feminismo a golpe de mitin.

Ese tono displicente con que se refiere a las ministras y secretarias de la formación de izquierda («chicas», «jovencitas») ya anticipa cómo ve Celia en particular y el PP en general a las mujeres, sobre todo a las que no comulgan con sus ruedas de molino: atontolinadas, criajas, mocosas. «Chicas» en oposición a «mujeres» y, sobre todo, a «hombres». Chicas como a medio hacer, como cogiendo moscas.

Aprovecho esa autocalificación de rompetechos que se ha adjudicado la señora Villalobos junto a otras mujeres (mujeres, no chicas ni jovencitas) para recordarle su propia miopía. Los gobiernos de Aznar llegaron a tener diecisiete carteras y nunca hubo más (sí menos) de cuatro mujeres ocupando ministerios. Durante los de Rajoy, la cuota de poder femenino en los sucesivos gabinetes, que había llegado a concentrar el 50% bajo el mandato de Zapatero, siguió siendo manifiestamente inferior a la masculina. La cartera de Igualdad nunca fue tal: se diluyó en otras que incluían Sanidad y Consumo. De esta época me gusta evocar a nuestra ministra de Igualdad de la primera legislatura de aquel PP, Alfonso Alonso; después pasó a ocupar este cargo Dolors Montserrat, quien dijo en entrevista que ella no se consideraba feminista porque no le gustaban las etiquetas. Aquel día no alcanzaba (yo) a recogerme la mandíbula.

De algo más tarde recuerdo aquel otro techo roto por su partido, el del feminismo liderado por un hombre. Ocurrió cuando Pablo Casado apareció encabezando lo que denominaba por entonces feminismo liberal (sea esto lo que sea) con decenas de mujeres del PP detrás-de-él para reconciliarse con el, por otra parte, demonizadísimo 8 de marzo desde sus filas en 2020. Les quedó la postalita pintiparada, señora Villalobos. A usted, no obstante, hay que agradecerle el haber roto el techo de cristal de jugar con la tablet del Congreso en un pleno. O el de gritar en público a un conductor. A lo Rosa Parks, pero distinto.

Lo malo de ser una rompetechos de cristal es que en una de estas te abalanzas con más fuerza de la necesaria, te va una esquirla a la córnea y pierdes la vista. Y también la perspectiva.


Caricatura muy simplona de Ayuso con la camiseta del Atleti

Española, libertaria, tabernaria y del Atleti

Puede que muchos no lo recordéis, pero Torrente fue concebido como una caricatura del español casposo, de esos que ya no existían o al menos se escondían, avergonzados de exhibir su verdadero yo al público. La primera película de este abyecto personaje parido por Santiago Segura pretendía mofarse de un tipo de hombre que, por fortuna, ya había quedado atrás. Qué equivocados estábamos, qué inocentes fuimos.

Torrente era «español, fascista, machista, alcohólico y del Atleti». Así se publicitaba la caricatura hiperbólica del facha de toda la vida. Hoy echas la vista atrás y parece una ensoñación que aquello nos resultara divertido por excesivo. Las secuelas de Torrente se fueron sucediendo y el espíritu primigenio de la ridiculización de aquel personaje corrupto e indeseable se fue deslavazando. Las películas se convirtieron en un desfile de famosos periféricos y caídos en desgracia, que aprovechaban el tirón mediático para disfrutar de un último soplido de gloria.

Exprimido el limón, y quizá con ánimo de mostrar un rostro alejado del baboso que solo buscaba manosear cuerpos femeninos (hablo de Torrente, por dios, no se confundan), Santiago Segura adoptó un perfil más bajo haciendo remakes de comedias familiares que funcionan por cuestiones que se me escapan. Pero a mí se me escapan demasiadas cosas, no pretendo yo sentar dogma de nada y muchísimo menos de éxitos de taquilla.

El último Torrente se estrenó en 2014, diez meses después de que un partido ultra irrumpiera en el panorama español. Si alguien nos hubiera dicho en 1998 que hoy íbamos a tener cincuenta y dos diputados de una formación política a la ultraderecha del PP, nos habríamos tronchado de risa. Porque era, sencillamente, imposible que aquello ocurriera. Tampoco podíamos concebir que Torrente se hiciera carne y ocupara escaños. Pero, sobre todo, no imaginamos (no yo, al menos) la torrentización del PP, con los ultras ya fuera de su formación. Esto, lo juro, no lo vi venir.

El espíritu fascista, racista y hasta alcohólico («nena, ¿qué te pongo? ¿Vermú, cañita, un vino de Madrí, güisqui, te estofo el hígado con vodka, te empapo en absenta?») de Torrente se ha apoderado del PP, que va con la lengua fuera intentando dar caza al hijo pródigo que es Vox. Solo Madrid ha logrado engullirlo con un truco simple, pero eficaz: torrentizarse más si cabe.

En 2021, Díaz Ayuso arrasó en unas elecciones autonómicas agitando una sola palabra: libertad. Es tal la devoción que le tiene que todo lo empana en ella. La simpleza de sus animaladas da hasta miedo, pero lo cierto es que funciona. Lo último: convertir el concepto de ideología en anatema, no vaya a ser que a sus votantes les dé un día por pensar. O hacer propia la frase chusca con la que ha irritado, y con razón, a las víctimas del terrorismo de ETA. No ha necesitado gestionar para lograrlo: solo soltar un volquete de eslóganes huecos como una tubería. Soy libertaria y tabernaria, dice. «Y del Atleti», completo yo mentalmente. Porque me podrás quitar la ilusión de ver algún día un Madrid gobernado por la izquierda, pero no me quitarás jamás el sentido de la métrica ni la cinefilia.


Todo es carne

Hace algunos meses alguien que quiere publicar mi novela en otro país me dijo que el chuletón de la portada era demasiado agresivo para sus conciudadanos, que con esta cosa del vegetarianismo y el veganismo ese trozo de carne cruda en portada podría lastrar las ventas. No digo ni que sí ni que no, porque soy española (mal que les pese a algunos) y no tengo la capacidad de empatizar tanto con una cultura que no es la mía. Por otra parte, además de frívola, como decíamos ayer, tengo la costumbre de querer ganar dinero con mi trabajo, así que no me quejé y di mi visto bueno a una alternativa previo visto bueno de la autora, que soy yo.

Pero es que (permítanme la autopromoción que, de paso, me da un par de enlaces externos estupendos para el SEO) Perros, mi novela, merece esa portada que, por cierto, no es idea mía, sino de un queridísimo amigo y diseñador gráfico. Perros habla de muchas cosas y resulta que todas son carne. De sexo, que es carne. De este tipo de televisión que cabalga a lomos del morbo, que es carne o carnaza más bien. Del ansia de poder en política que, por supuesto, es carne. Y, cómo no, de todos nosotros, que acudimos hambrientos a los grandes titulares como mamífero a la carnada. Es lo que tiene lo atávico: solo cambian las formas, pero nuestro instinto animal permanece.

Feijóo ha logrado la cuadratura del círculo: pasar de puntillas por el delicado equilibrio de poderes en Castilla y León en plena sarta de soplapolleces proembrionarias, a lo Rajoy, sin mancharse ni el dobladillo de los pantalones, y tapar la inacción con su última ocurrencia: quiere pactar con Pedro Sánchez que gobierne la lista más votada.

A mí, cuando leo estas cosas, el cuerpo me pide que las urnas hagan su magia, pero como por desgracia eso no tiene pinta de ocurrir, prefiero recordarle en cuántas circunscripciones gobierna o ha gobernado el PP perdiendo las elecciones. Madrid (autonomía y ayuntamiento) 2019. Andalucía 2019. Castilla y León 2019. Menudo año el 2019 prepandémico, ¿eh? Pero claro, lo que tiene el político promedio es que le pone cachondo el corto plazo, y ahora estamos en 2023, un año en el que el PP parece que puede arrasar con todo. Aunque yo no me fiaría de las encuestas, Alberto: ya hemos tenido unos cuantos microinfartos a cuenta de las que vaticinaban una cosa y devinieron otra.

No hay nada peor, y hablo de mí, que ver el cartón a las propuestas de cualquier político. Y a Feijóo se le transparenta demasiadas veces. Pedir que te dejen gobernar en minoría para no depender de Vox es como cuando me tiran la caña a mi edad, que sabes que no habla el encoñamiento puro y sincero, sino la desesperación por follar cuanto antes. Y eso es muy triste, porque te quita las ganas las más de las veces.

A Feijóo se le transparenta la desesperación por tocar pelo, como a la mayoría de los que intentan ligar con más de media vida a las espaldas. Carne también: de Tinder. Claro que los votantes (los de Feijóo o los de cualquier otro, no los míos) suelen comprar el discurso al peso, sin mirar si el filete tiene nervio, aunque apenas se lo echan a la boca tengan que escupirlo. No se entretienen, como yo, en darle doscientas vueltas a todo. Los envidio, en serio.

El penúltimo golpe de ingenio del gallego ha sido el de apoyar unas medidas anticrisis a cambio de bajarle el IVA a la carne y al pescado. En ese juego constante del ex presidente de la Xunta de que parezca que sí, pero no, está el de ensanchar o torcer las propuestas del rival ideológico bajo promesas que todos sabemos que no se ejecutarán. Si el Gobierno dijera que sí, pediría que se lo rebajaran al caviar. Y si también aceptasen, explicaría que se niega porque qué pasa con el huevo hilado o el chocolate a la taza. Y lo aderezaría con la ETA o Venezuela, que son muy de fondo de armario.

Esto pretende tener cierto tono humorístico, así que voy a saltar sin pisar el charco a cuenta de la última y triste declaración del gallego sobre las religiones que matan y las que no. Entiendo, claro que sí, su deseo de pisar la Moncloa como inquilino y no como invitado. La carne es débil y todos tenemos nuestras flaquezas. Claro que las mías consisten en comprarme una blusa cuando tengo que ahorrar o en comer carbohidratos simples cuando estoy a dieta, no en recorrer medio mundo con un narcotraficante pagando la fiesta, por decir algo.


Esto es Madrid, nena

Había oído hablar de Sexo en Nueva York, pero nunca había sentido el impulso de verla. La frivolidad mal entendida nunca me ha llamado la atención (siendo yo, en muchos aspectos de mi vida, una frívola de manual). Y ver a cuatro treintañeras trasegando Cosmopolitan mientras se iban de compras y chafardeaban sobre su último polvo o su mejor comida de coño me resultaba muy acartonado. Las protagonistas de Sexo en Nueva York contenían esa materia aspiracional a la que yo no he aspirado nunca. Con mis amigos gays actúo igual que mis amigos no gays. Hacemos las mismas cosas, no me los llevo a que me elijan la ropa o me digan lo monísima que voy. No son atrezo, como no lo son los novios o amantes que han desfilado por mi vida, a los que llamo por su nombre o, como mucho, «el gilipollas aquel» y no Mr. Big, pongamos por caso.

Alguien que pasó por mi vida un tiempo considerable me animó a verla con él, no sé si por ejercer de aliado, si por dejar caer que él también cultivaba su lado femenino (aquella España metrosexual, caris) o por exhibir su casi infinita lista de canales televisivos, que en algún tiempo también fue la polla virtual de muchos como lo son los deportivos o los Rolex. No logró engancharme jamás (me refiero a la serie). Me parecía un videoclip demasiado largo en el que las experiencias insólitas eran lo cotidiano. Quizá es que, como yo soy periodista, al igual que Carrie, no paraba de flipar con el nivel de vida que tenía una tía cuyo único oficio conocido era escribir una columna en un diario. No seré yo quien diga a cómo pagan la pieza, pero no da para unos manolos cada semana; como mucho, para unas alpargatas al semestre en Los Guerrilleros*.

Al ver el vídeo que ha preparado la Comunidad de Madrid para Fitur no pude por menos que recordar aquel Nueva York de Sarah Jessica Parker y compañía. Vino, mucho vino, que Madrid no está hecho para los abstemios. Campos de golf que, como madrileña, lamento confesar que no sé ni dónde están. Tiendas de lujo. Una ejecutiva embustera que no da palo al agua (y que debe de sacar el dinero, como Carrie, de algún negocio oscuro o que no paga alquiler por mor de la generosidad de algún amigo empresario). Un camarero madrileño (alguno queda, la verdad) empeñado en vender una idea inexistente de la ciudad y que luego, para justificar que lo que se vende es la provincia, recita una ristra de municipios como quien recita la lista de los reyes godos. El mejor cielo, según le hacen decir al chulapo Mario Vaquerizo, solo comparable, quizá, al de ciudades indias o pakistanís. Y, sobre todo, esa manera de vivir a la madrileña que nuestra presidenta se empeña en defender mientras los de aquí la vemos, pero no la catamos, como el perro que da vueltas sobre sí mismo intentando alcanzarse el rabo.

Ayuso te vende Madrid como Sexo en Nueva York te vende Nueva York: alfombrando la miseria con terciopelo y escaparates de esos que nunca deberían apagarse para mantener viva nuestra ilusión de ser ricos algún día. Y en una feria turística hay que vender fantasía, como hace Íker Jiménez con las nubes lenticulares, que te las vende como ovnis. En este delirio ultracapitalista en el que nos han obligado a vivir, el verdadero Madrid se parece más a Girls, aquel Sexo en Nueva York parido por la magnífica Lena Dunham en plena crisis mundial, en el que las cuatro amigas carecen de glamour, trabajan por cuatro perras, tienen graves problemas psicológicos, arrastran las consecuencias de sus relaciones tóxicas, follan triste y viven en cuchitriles porque mantenerse en Nueva York como escritora, que es lo que intentaba Hannah (Dunham) sin éxito, es una puta fantasía en el más estricto de los sentidos.

Mi Madrid es mucho más Hannah que Carrie. Paseo mi cuerpo no normativo por las calles de una ciudad a la que amo a pesar de sus gestores, que vende brillo y devuelve hollín, y pienso en que mi frivolidad está a un paso de la circunspección teresiana si la comparo con el estilo vacuo de una presidenta cuyos videoclips madrileñistas tienen la misma sustancia que su programa electoral.

*Los Guerrilleros, para los foráneos, es una cadena de zapaterías que jamás saldría en una docuficción de Ayuso.