La mano con la que Luis Rubiales se agarró los cojones en un elegante gesto de celebración, junto a una menor de edad, es la misma con la que rodeó a la madre de la susodicha. La misma mano que estrechó, antes y después, a numerosas autoridades. Es la misma con la que sujetó los muslos de Athenea del Castillo como si fuera un saco de patatas. Una de las dos manos con las que sujetó firmemente el cráneo de Jenni Hermoso antes de pegar sus morros a los de la jugadora. Fue su mano derecha, por si no se habían dado cuenta (aunque a estas alturas ya saben que mano izquierda tiene poca, la criatura).
Imagino a miles de protozoos antropomorfos jaleando en su idioma ungaunga que su neandertal favorito (neandertal, por favor, no neardental, que suena a trocito de espinaca entre los incisivos) haya roto la cintura a todo un país que llevaba días clamando por que se fuera. Será un tío sencillo de Motril, pero tiene una capacidad de enrocarse que ni las lapas de las Cíes.
La mano con la que Luis Rubiales rodeó sus cojones en público, sujetó cabezas, muslos, el hombro de Letizia Ortiz, es también la mano que agitaba hoy mismo en el atril mientras repetía como un mantra «no voy a dimitir». Una mano que hoy han besado, metafóricamente, todos los integrantes de la famiglia, que tienen asegurados sus 150.000 euretes anuales mientras sostengan a su particular Vito Corleone. Así se entiende un poco mejor, quizá, que los integrantes del cotarro arrancasen a aplaudir como si les fuera la vida: les va la vida, de hecho. La mano oculta que mueve los hilos del fútbol es la misma todo el tiempo: la reconocerán por su olor a genitales.
Uno de los que se han dejado las manos en el paripé de hoy ha sido Jorge Vilda, gran hacedor, dicen sus acólitos, de la hazaña ejecutada por mujeres. De él se quejaron hace un año, solo un año, quince jugadoras. Se sentían espiadas, acosadas, vigiladas, infantilizadas. No podían cerrar la puerta de la habitación en las concentraciones hasta que él entraba por las noches. Vilda controlaba con quién salían, les registraba los bolsos. Tras el plante, Rubiales y Vilda (su otra mano derecha) las tildaron de niñatas caprichosas y las expusieron. Solo ellas saben cuál fue su infierno particular.
Luis Rubiales no entiende qué hay de malo porque ha actuado por impulso, dice. Por la euforia. Es decir, no entiende qué nos diferencia del resto de los animales o de los neandertales: los impulsos se modelan a través de siglos de educación. Si a un hombre de las cavernas se le colara alguien en la fila del súper, probablemente reaccionaría abriéndole la cabeza sin mediar palabra. Un hombre del medievo seguramente se liaría a hostias y a gritos. De uno del siglo XXI lo esperable es que carraspee, proteste o ruegue al señor jeta que se vaya atrás, según tenga el día.
No besar a mujeres sobre las que ejerces poder sin su consentimiento es lo que nos diferencia de los animales, diría un tuitero. Y en eso estamos: mientras algunos y algunas nos pasamos la vida deconstruyéndonos, intentando aprender y aprehender nuevas herramientas que nos sirvan para distanciarnos de los neandertales, asumiendo normas adaptativas, la mano de Rubiales sigue empuñando el garrote con el que abriría la cabeza (figuradamente) de las feministas. El feminismo es, de un tiempo a esta parte, un movimiento superguay cuando el viento sopla a favor y poco menos que un aquelarre si te pone un espejo delante.
No voy a entrar en el hecho de que un piquito de nada sí es y es mucho. Pero es que hubo mucho más. Actuó como un cocaine bear cualquiera: desatado, extático, ido. Palmeó muslos, besó bocas, agarró hombros, blandió sus testículos. Una mano muy larga. Se echó a una jugadora al hombro, bromeó sobre una boda con la agredida, se disculpó culpando a la víctima. Fue mezquino. Movió hilos, levantó teléfonos, intentó poner el foco en Jenni. Antes ninguneó a las futbolistas, las humilló poniendo por delante de sus quejas al entrenador sin que esa mano suya le temblara. Colocó familiares en la Federación, tuvo sus mamoneos económicos con Piqué, etcétera. Una larga lista de despropósitos que, para ser un tío sencillo de Motril, encuentro excesiva.
La mano de Rubiales salió de sus cojones y fue dejando ADN cromañón por diversas partes del cuerpo de cuantas mujeres desfilaron por las cámaras. Un ADN incapaz ya de mezclarse con genes de ser humano de 2023, porque la evolución, por suerte, también afecta al genoma. Hoy, esa misma mano ha señalado a la víctima. Nos ha señalado a todas. Con ella se agarra a su poltrona hasta que lo saquen los geo mientras los allí congregados usan sus manos, las dos, para envolverlo en aplausos que a nosotras nos han sonado a bofetada. La mano de Luis Rubiales, una mano de nada, una manada.
Un comentario
Marta
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