
Bienaventurados sean los puros de espíritu
En mi brevísima carrera como católica pasaron pocas cosas. Qué le podía pasar verdaderamente reseñable a una niña cuyo mayor pecado fue, quizá, pelearse con su hermana. Sin embargo, a los siete años, quizá ocho, me hicieron pasar por un confesionario previa primera comunión. Y me inventé pecados. No recuerdo qué le conté al sacerdote, pero sí que, como no tenía, habría de imaginarlos.
Recuerdo el catecismo (ah, aquella egebé posfranquista) y algunos rezos. El Yo, pecador, que mi compañero pelirrojo Jaime Espallargas, qué habrá sido de él, leía a sus mal contados siete años como Yo, pescador, provocando las risas, voluntarias o no, del resto de la clase. También las Bienaventuranzas, que eran algo así como la final del Grand Prix celestial, donde se clasificaban solo los católicos de categoría. Bienaventurados sean los que sufren persecución por causa de la justicia, porque de ellos será el reino de los cielos. Al menos, Cerdán tiene con qué consolarse.
He releído aquella oración y no hay una buenaventura para los puros de espíritu. Pero a mí me suena bien. La pureza de espíritu cotiza hoy más al alza que nunca. La política, y más en el lado zurdo, huele a puros de espíritu. Puros de personas puras, no de habanos, que les oigo pensar. Estalla un caso de corrupción y cada cual regresa a su trinchera. En cuanto hay algo que puede salpicar, todo el arco parlamentario en general y la izquierda en particular saltan hacia atrás para que no les roce la mierda, entre grandes aspavientos y mayores declaraciones.
Al otro lado, los votantes asistimos con desamparo al escenario al que nos conduce este inesperado giro de guion, que se parece más a una novela de Paul Auster que a la vida real. El mismo partido que sacó al anterior por corrupción sistémica tenía montado un chiringuito cojonudo en la cúpula. Ahora, unos intentan diseccionar el cáncer intentando no dejarse una célula enferma dentro y otros bailan, brincan, saltan y eructan celebrando un triunfo que, a pesar de los esfuerzos continuos, finalmente les ha servido el enemigo en plato de porcelana con pan de oro. Sea como fuere, nos toca arar con estos bueyes, y uno se está muriendo y el otro, a punto.
Los votantes, digo, miramos con la boca abierta, bloqueados, como un conejo cuando cruza la carretera y lo va a alcanzar un camión. Muchos exigen, exigimos, ay, esa unión de las izquierdas que las izquierdas no quieren. Siento que ya viví esto y que me está tocando repetir plato. Pero para qué lamentarse. Ahora es tarde, señora.
Ahí está la micronesia izquierdista, haciéndose la tiquismiquis, tensando las narinas como si alguien se hubiera tirado un pedo. Y nosotros, pidiéndoles por enésima vez lo imposible. «Cómo se atreven, nos dejan a los pies de los caballos», suspiramos indignados. Los mismos nosotros que cada vez más exigen a sus iguales un pensamiento único, que nadie se salga del guion que vive en sus cabezas, más parecido a Aldous Huxley que a Tarta de Fresa.
Somos, pues, como ellos: mantenemos una hipervigilancia punitivista hacia los otros. En la calle, en la plaza pública social y virtual, no contentos con seleccionar nuestras interacciones, queremos que las de otros sean asimismo puras de espíritu (de nuestro espíritu, vamos). No queremos que sean de izquierdas: queremos que sean exactamente de la misma subsubsubdivisión de izquierdas que lo somos cada uno, y ay del que no vigile a su vez con quién habla, a quién saluda, con quién se codea. Nadie se preguntará si esa relación que no nos incumbe pero miramos mal es ultrapersonal, si trasciende lo que se ve o tiene a su vez un contexto, un porqué, un él, ella me salvó la vida cuando lo necesité. Para qué hacerlo, con lo gustosito que es tirar a matar. Tanto quejarnos de la histórica crueldad del enemigo y nos están quedando unas deshumanizaciones de radio corto cuquísimas, cuidadosamente seleccionadas. Un día, tanta paz y tanto buen rollo acabarán con nosotros.
Todos nosotros, los mismos que exigimos pureza de espíritu a nuestros interlocutores, queremos que nuestros representantes arrastren los pies y se amolden a los pecados de otros. Somos una maravillosa contradicción. Bienaventurados sean, pues, los puros de espíritu, porque de ellos será el reino de los cielos. A mí no me esperen: prefiero seguir en el limbo.