No esperen de mí un sesudo y finísimo análisis de política internacional. Aunque en teoría reúno los conocimientos necesarios para saber qué pasa en el mundo —siquiera someramente—, lo cierto es que me falta mucho para entenderlo y solo puedo aportar sensaciones. Una sensación se puede resumir con aquella escena de Padre de familia que se ha convertido en un meme: Peter Griffin detiene su coche en un control policial —¿una aduana?— y el agente compara el color de su piel con los tonos que están okay y not okay. No hay más, si eres de piel oscura eres un delincuente o podrías serlo y si eres de piel clara, no; no es una cuestión de hechos, sino de hacer juego con el lado bueno de la pantonera.

En Sudáfrica, por ejemplo, el color de la piel te puede llevar a la cárcel casi 30 años (not okay) o permitirte ser un imbécil integral porque tu padre se hizo millonario comprando una mina de esmeraldas (okay). Si eres subsahariano y la vida te ha asfixiado tanto que has decidido jugártela a bordo de un cayuco, no te preocupes: un señor que ocupa cargo público te acusará en España, sin conocerte, de robar un coche (podrías hacerlo, eres negro) o de traer el tifus (podrías hacerlo, eres negro).

«Control no sé: como no le ponen una marca como a los animales que les ponen una pulserita o algo de eso, no sé hasta qué punto va a haber un control de estas criaturas que van a vagar por ahí dentro de un mes», dice la lumbrera en cuestión. Un negro podría traernos el tifus, pero miles de blancos —latinos para un yanki— nos traen la peste a diario en forma de declaraciones indignas. Madame la Présidente, sin ir más lejos, se ha puesto de uñas con el asunto de trasladar migrantes a otros puntos del país hasta llegar a su cosificación. Ni racista ni antirracista: gente de bien.

Fardos, portadores de enfermedades contagiosas, animales: que no falten los piropos. Vox, que siempre sabe ir un paso más allá de lo que considerábamos el límite de la desvergüenza, se ha descolgado con una propuesta sin complejos: discriminar al inmigrante. Para qué andarnos con rodeos.

En el mundo se libran dos guerras en este momento. Mediáticas, digo: se libran muchas más, pero sus contendientes tienen un color de piel incómodo. Ustedes quizá no se acuerden, pero la ola de empatía con el pueblo ucraniano fue de tal magnitud que algunos hosteleros lüberalles cambiaron de nombre a la ensaladilla rusa por ensaladilla ucraniana, que tiene más huevos. Ja, ja, ja. También recuerdo —ah, qué tiempos— los cromitos con modelazas cañonas que señores con pie y medio en el geriátrico se cruzaban por WhatsApp. Decían que iban a adoptarlas y haciendo, de paso, comparaciones divertidísimas ya no sé si con las feministas españolas o con cualquier colectivo que les sea antipático. Si es que todo es jolgorio en el lado clarito del mundo.

La otra guerra estalló hace nada, y ahí las simpatías han generado menos dudas. En un lado, un pueblo de piel clara, con músculo militar, pastuza gastada en juguetitos estadounidenses de matar y una religión poco sospechosa. En el otro, señores enjutos y oscuros oprimidos desde hace décadas por los primeros y, para colmo, musulmanes en más de un 90%.

No obviaré el elefante en la habitación: un atentado terrorista inició el conflicto. Un atentado terrorista que arrancó miles de vidas inocentes, salvaje y repugnante como todos los atentados terroristas que en la historia han sido. El problema, para mí, es la amalgama en la cabeza de millones de personas de bien entre terroristas y gazatís. Los terroristas son palestinos, pero no funciona a la inversa. Porque a partir de ahí, de esa mezcla, todo vale. ¿O no nos acordamos ya de cuando en ciertos círculos y en ciertas épocas todo vasco era de la ETA?

En el alquitrán intelectual que es la guerra hay que intentar hacer matices, por pocos que puedan hacerse. Estamos hablando de gente que, cuando escribo esto, no tiene luz eléctrica, no tiene agua potable, les llegan suministros con cuentagotas, bebe agua del mar. Estamos hablando de jaulas al aire libre, de gente hacinada. Para ponerlo en cifras (no lo mediré en Santiagos Bernabéus), en la Franja de Gaza viven algo más de dos millones de personas en 355 km2. La población de todo el Estado de Israel es poco más del cuádruple, pero su superficie es sesenta y dos veces mayor.

Sobre Israel, un pueblo que antes de tener un lugar donde asentarse sufrió el mayor de los genocidios conocidos, tengo opiniones encontradas y, como decía al principio, sensaciones. La peor, la más amarga, la que se posa en lo hondo del estómago y a veces roza la náusea, es la de que no hay peor acosador que el que sufrió acoso. Y no, no todos los acosados son acosadores, ni mucho menos, como no todos los palestinos son Hamás ni todos los vascos ETA.

Quizá todo esto da igual. Quizá lo único importante es que ya han tomado partido los grandes dirigentes mundiales. Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Alemania. A António Guterres lo está acorralando el bully supremo por decir obviedades. Palestina lleva décadas solicitando tener rango de Estado mientras es asediada a diario por su acosador. Pero es que no tiene nada que ofrecerle al mundo. No puede comprar armas a Estados Unidos, no puede exportar tecnología de última generación, no hay petróleo que extraer. Y sus habitantes tienen la piel oscura del predelincuente.