¿Me permiten que los invite a un pequeño ejercicio? Túmbense en el sofá, si tienen la oportunidad. Cierren los ojos y viajen a marzo de 2020. Piensen en la impotencia. Piensen en aquel conocido o familiar infectado, aislado, quizá grave; en la persona mayor de su entorno de la que no pudieron despedirse. Recuerden la incertidumbre de aquellos días, el encierro, el pan casero, el papel higiénico. Piensen en el terror.
Ahora, intenten ampliar el foco. Ustedes y yo, ustedes y todos a los que conocen, o casi todos, estábamos bloqueados por el pánico, sin atrevernos a dar un paso, a salir del metro cuadrado en el que vivimos entonces, mientras un grupo de mezquinos vieron en aquel nudo de pavor una oportunidad. Les pido, por favor, que no le pongan apellidos al corrupto. Da igual que fueran Koldos o Tomases, Luceños o Medinas. Da lo mismo. Ellos vieron el terror en sus ojos y en los míos y aun así decidieron lucrarse, meter sus manos en nuestros amedrentados bolsillos y robarnos. Miraron su terror y el mío y lo ignoraron: decidieron que había que llevárselo crudo.
Esas mismas personas que encuentran plausible o razonable incrementar un 150% o un 200% el precio de material sanitario de primerísima necesidad, esas personas que ocultaron millones en paraísos fiscales, se sirvieron de su familia para dar un pelotazo o compraron pisos y los pusieron a nombre de su mujer, esas mismas personas, digo, se echan las manos a la cabeza cuando ven a gente robar en un supermercado aprovechando una algarada. «Qué vergüenza, para cuándo regularán la inmigración, menudos delincuentes», dicen, mientras se mesan los cabellos y las barbas o se ajustan la pajarita antes de salir de fiesta.
Hay una analogía que todos ustedes conocerán: el síndrome de la rana hervida. La rana muere hervida en la cacerola porque le van subiendo poco a poco la temperatura. Si salta al agua hirviendo y se escalda, huye de un salto. Pero a todos nosotros, en cuarenta y tantos años de democracia, nos han cocido a fuego lento en la olla de la corrupción. Gürtel, Gescartera, ERE, Fundescam y un larguísimo etcétera nos han insensibilizado hasta tal punto que solo nos queda aliento para señalar al corruptor del partido al que no votamos. En esto nos han convertido.
Escaldar es sumergir brevemente un alimento en agua hirviendo. Se hace mucho con los tomates, por ejemplo: así se les quita la piel mejor y están listos para hacer salsa o sofrito. A ratos, estos días, pensaba en algo parecido: en eskoldar tomases. Despellejar y triturar. Problema solucionado.
No les voy a pedir mucho más hoy. Que piensen en lo que pensaban en aquel horrible 2020, en aquel marzo y sobre todo abril de 2020, pero también en mayo y en junio, encerrados, asustados, sin un horizonte cierto, sin un futuro, perdiendo sus trabajos o sus clientes, perdiendo capacidad adquisitiva y libertad, sintiendo cómo la depresión los abrazaba lentamente cada noche, al ir a la cama, después, quizá, de haber bebido más alcohol de la cuenta, cuántos hígados destrozados aquel 2020, cuánta salud mental dilapidada. Ustedes y yo, así; ellos, metiéndose cientos de miles de euros salidos de la oportunidad del miedo y a cambio de un esfuerzo nimio. Quizá, levantar el teléfono y llamar a ese conocido que importa juguetes de China.
Pero sobre todo me gustaría recordar (a mí, cada día, cada vez que me tumbo en el sofá y cierro los ojos para pensar) que la corrupción no tiene color político; solo personas o grupos de personas que carecen de empatía, lobitos de Wall Street dispuestos a cualquier cosa con tal de pasearse en deportivo aunque con ello hayan jodido la vida de la gente. Esa gente no tiene un rostro reconocible. Somos para ellos como personajes generados por inteligencia artificial. Podemos tener tres ojos o seis filas de dientes, estar vivos o muertos, ir a la compra o jugarnos la vida sin saberlo por un kilo de harina. Da igual. No ampliarán la imagen para vernos, para conocernos.
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