Les voy a confesar uno de esos pequeños traumas que me acompañan desde mi preadolescencia. Cuando estaba en 6º de EGB (6º de Primaria para los zetas), la profesora de Lengua Española me escogió —y cojan con pinzas lo de escoger— para salir a recitar un poema que ella misma había escrito. Se llamaba Lo pequeño. No contenta con hacérmelo pasar fatal por plantarme sola en un escenario —yo era, aunque quienes me conocen no lo crean, la niña y adolescente más tímida que nadie pueda imaginar—, al recitado le añadió numerosos aspavientos que me provocaron no desear volver a aquel lugar infernal.

Luego supe que aquella señora malhumorada y humilladora del alumnado, indigna de ejercer la profesión que hoy honra a miles de mujeres y algunos hombres, tenía complejo de bajita, lo cual, sin duda, le hizo volcar su escasa imaginación en uno de esos poemas cuajados de ripios y lugares comunes y proyectar su insatisfacción en la niña que fui. ¿A qué viene todo esto? Al eco de lo que lo pequeño evoca en nuestros cerebros: lo delicado, lo menudo, lo apenas tangible. Lo casi inexistente.

No es lo mismo un pisito de 180 metritos en Chamberí —que han resultado ser dos: un pisito y un atiquito— que un casoplón en Galapagón. La no dueña de los pisitos siempre ha vivido de alquilercito y su novio, según dicen los voceros de la emperatriz de Madriz, posee un Maseratito poco menos que de adornito, que ni pasó la iteuvita. Eso sí, lleno de multitas pendientitas.

Todo es diminuto y exquisito en el entorno de Isabel Díaz Ayuso: comisioncitas, milloncitos, empresas fantasmita, amiguitos hosteleritos que te prestan un apartamentito. Hermanitos que hacen una llamadita y se levantan cientos de miles de euritos. Así, ¿cómo te vas a enfadar? ¡Si es que es todo chiquitito! Que no les arruine a ustedes la fantasía el hecho de que su exnoviecito, el antes peluquerito Jairo Alonso, también saltara al sector sanitario —casualidades, casualidades— para multiplicar su facturación por ciento sesenta y seis. Minucias. ¡Piensen en el casoplón, eso sí que es una vergüenza!

Lo pequeño en nuestras cabezas es un gatito cuqui que nos mira desde cualquier red social, es el bebé que hace una monería a cámara, es el perrete acomplejado del meme. Dan ganas de pasarle la mano por el lomo a todo lo pequeñito, aunque lo pequeño sea dar la orden política de pagar de golpe 400 millones de euros de deuda a la empresa Quirón que, casualmente, qué caprichoso es el azar, es la principal fuente de ingresos de Alberto (¿se imaginan la locura que sería descubrir que el Alberto al que se mencionaba en la trama Koldo fuera este?).

Sigamos recordando lo pequeño. El chicle, por ejemplo, que se meneaba en la boca de Esperanza Aguirre cuando se encaró a trabajadoras del Ramón y Cajal que denunciaban la privatización de la sanidad en Madrid. Un chicle diminuto envuelto por un cuerpo de modales chuscos se convierte en un chicle insultante. Parece que aquello sucedió ayer, ¿verdad? Pues ya han pasado quince años. Y parece que fue ayer porque lo de hoy se parece bastante a entonces, no nos engañemos.

Lo que son las cosas. Junto a Aguirre se paseaba Güemes, sucesor en la consejería de Sanidad de aquel infame Manuel Lamela que le hizo la vida imposible a Luis Montes acusándolo de matar personas en situación de final de vida. Luis Montes, presidente de la asociación Derecho a Morir Dignamente, peleó en los juzgados por las injusticias cometidas contra su persona. Archivaron la querella contra Lamela —en fin—, pero ganó el juicio por injurias contra un tal Miguel Ángel Rodríguez, que lo llamó en repetidas ocasiones «nazi». Lo llamó nazi por ayudar a morir sin sufrimiento a enfermos terminales. Se ve, ahora que tenemos la fotografía completa, que lo compasivo es, por oposición, que mueran entre espasmos, asustados, agarrados a la barra de la cama, solos, sin acceso a asistencia sanitaria.

Si a la mentora de la actual presidenta le salían ranas, a Isabel Díaz Ayuso le salen diminutivos. Es una manera de engañar tan honesta como cualquier otra, si me permiten el oxímoron. Aunque debería tener cuidado con el exceso de pequeñeces: cuando uno tiende muchas trampas, corre el riesgo de que el pie se le enrede entre las cuerdas. Para muestra, la frase —en diminutivo— con la que se despachó en la Asamblea en esta horribilis septimana: «Tengo un pequeño golfito que me viene muy bien».