La libertad era esto también: tomar de las arcas públicas cuarenta y seis mil euretes de nada para viajar de Madrid al cielo subidos a un petardo. Qué son, al fin y al cabo, cuarenta y seis mil euros: calderilla. El salario bruto anual de un médico de atención primaria. Que nos sobran aquí, oiga. Médicos, digo. Y euros, qué cojones.

Con todo mi respeto a los valencianos y a sus tradiciones, en torno a una mascletá solo se concentran ruido y humo, dos cosas que al PP le vienen muy bien para que nos despistemos de lo importante. Tiene su gracia que el día en que se juega su solvencia en Galicia esté ese mismo PP celebrando a petardazo limpio que unos meses atrás recuperó Valencia, la Valencia de las mordidas, los bolsos de Loewe, los trajes y los hijodeputatequieroungüevos. Es decir, el futuro esposo de una Borbón celebra, con dinero de todos los madrileños, que —con un extra de ultraderechismo— Rita Barberá vive y la lucha sigue.

Mientras los AVE venían llenos a ver el penúltimo espectáculo de cartón y brilli brilli, las aves del Manzanares han salido pitando. Las gallinas que entran por las que salen. Hasta para esto han estado finos, hay que reconocerlo. Tantos meses talando árboles para pasarse al cemento y al final eligen para llenar de pólvora uno de los pocos espacios en los que hay algo —algo— de fauna y flora.

No parece que le haya supuesto problema alguno al regidor tirar al Manzanares cinco mil y pico euros por minuto, aunque no se le haya visto el hocico por allí. Tiene que ver con personas mayores muertas en residencias, pero no se me asusten: no es que se haya arrepentido de proteger el luctuoso legado de su partenaire de facto en las cosas de la Villa y Corte, no. Es que, por desgracia, han fallecido dos mujeres a causa de un incendio.

Entre los protocolos de la vergüenza, la falta de médicos en atención primaria y urgencias, la comida podrida y la falta de medicalización de las residencias están los mayores en Madrid planteándose el exilio. Ahora mismo, la ciudad se ha convertido en un decorado de El Show de Truman, lleno de escenarios de cartón piedra que tapan toda la miseria moral tras los focos. Casi nadie lo recordará ya salvo sus allegados, pero solo han pasado dieciséis días desde que un hombre falleció de un infarto en un centro de salud sin médico. Como con los siete mil doscientos noventa y un ancianos que se llevó la parca por delante, nunca sabremos si habría salvado la vida con un médico o si se habría muerto igual, que diría Madame la Présidente.

Y, hombre, igual, lo que se dice igual, no murieron, Isabel. No es lo mismo irse entre estertores y punzadas de dolor agudo, agarrado al barrote de tu cama mientras luchas por una bocanada más de oxígeno, que con una bomba de morfina quitándote la mayor parte del dolor. Igual lo de la inquina a la morfina es cosa de Miguel Ángel Rodríguez, que ya hizo gala de su estilo macarrónico y kamikaze dejándose ver por los programas más pestilentes de las cadenas amigas para llamar nazi a Luis Montes, un buen doctor que intentó, al contrario que hoy, que ayer, que siempre con el PP, suavizar el tránsito final a los enfermos terminales. Aquella iniquidad de entonces y la de ahora en la Asamblea son ramas del mismo tronco: el de aniquilar lo público, porque Madrid ya no es más que un cascarón sin alma que solo ofrece espectáculo.

Detrás de las meninas horrorosas tuneadas por artistas de renombre como Pablo Motos o la Guardia Civil, los espectáculos de pirotecnia para celebrar victorias del PP —hago mucho hincapié en la tremenda desfachatez de esto—, de las plazas taladas y cementadas, detrás de cualquiera de los fastos de papier maché que componen la recién creada identidad madrileña, siguen muriendo ancianos, desahuciando a gente de casas que compran los fondos buitre, arrinconando a ciudadanos que llevan años malviviendo fuera de sus casas, bien por obras mal planificadas, bien por haber sido condenados a subsistir sin luz o calefacción.

Pero pasen, pasen. Tenemos mascletás, la mejor agua, los mejores pueblos (aunque estén en Toledo: Toledo es casi Madrid, ¿no?). Tenemos hasta las mejores paellas. Es cuestión de tiempo que todo lo mejor se concentre aquí porque nuestra ciudad, poco a poco, es un Imaginarium para adultos sin demasiado espíritu crítico. Hace pocos días, a cuenta de la mejor mascletá de España, la alcaldesa de Valencia nos llamó catetos a una parte de los madrileños, y teniendo en cuenta que hemos merecido ese apelativo no pocas veces, me jode que nos lo planten justo para defender la mayor catetada de las perpetradas hasta la fecha, y no ha habido pocas. Pero bueno, no deja de ser un acto de partido, y hay que defenderlo con uñas y dientes para obviar esto, que hemos pagado un acto del PP con dinero del erario público.

¿Se puede añorar la antiidentidad? Yo sí. Yo echo de menos aquel Madrid de hace mucho tiempo en el que, al menos donde yo vivía —el Madrid olvidado, el de la clase obrera, el de las colmenas de ladrillo visto—, todos teníamos un poco de extremeños, un poco de manchegos, un poco de cubanos, un poco de guineanos. Pienso en gente con la que jugué en mi barrio. Nadie miró nunca a nadie por encima del hombro y sí, hicimos nuestras vacaciones en un apartamento de Valencia cuando no existía Airbnb, que era la playa más cercana para familias numerosas que recorríamos el trayecto en algún modelo de Seat igual al de tantos millones de obreros, a ochenta por hora, con el famoso atasco a la altura de La Roda, vamos a comprar miguelitos ya que estamos.

Echo de menos aquel Madrid que de verdad no era de ninguna parte porque se componía de todo. Hoy, la derecha política y mediática ha hecho una masa amorfa con ese sustento fundacional. Madrid es una forma de vivir, pero también emula todo lo que traiga turismo. ¿Valencia? Pues Valencia. Nos ha quedado un Madrid fofo, instagrameable y fofo, como un muffin. A un muffin le quitas esas capas de azúcar coloreada incomestible que son las exposiciones menínicas callejeras, los bares canallitas en manos de fondos de inversión con nombres que desprecian a la mujer o los musicales mestizos en una explanada del Ifema y te queda algo parecido a una magdalena.

A mí quítenme el azúcar, las estrellitas de colores y los pegotes de grasa dulce. Yo quiero mi magdalena.