Se cumple en estos días un año desde que Isabel Díaz Ayuso, gente de bien donde las haya, asestó un mandoble letal a Pablo Casado y se trajo a Alberto Núñez Feijóo por la corbata desde Santiago de Compostela hasta España dentro de España. Una cosa he de agradecerle a Madame la Présidente y no es la mejora en la atención primaria: gracias a su particular juego de tronos, el Senado, casi tan soporífero como la reposición de un culebrón venezolano de los ochenta, se ha convertido en el mentidero más apasionante del hábitat político.

Le sienta bien el Senado a Feijóo. La Cámara Alta es un aparcacarrozas de lujo. Un cementerio de elefantes al que la gente va a ganar pasta por hacer lo más parecido a la nada que hay en política, y mira que hay donde elegir. Pero no, no le pega por eso, sino porque el Senado tiene un aroma viejuno, como de habano y Agua Brava. El aspirante a ocupar La Moncloa nació en 1961, pero si cierras los ojos y lo escuchas es como si estuvieras de extra en el primer acto de Agua, azucarillos y aguardiente.

Su «gente de bien» del martes senatorial me descoloca sobremanera; es una de esas expresiones que dejan varios hilos de los que tirar. El primero y más evidente, que por fuerza hay gente de mal. Cuando alguien dice «gente de bien» en pleno siglo XXI me huele como a antipolillas. Me pasa lo mismo con «ramera», «invertido», «ligera de cascos», «esta es la casa de tócame, Roque» y tantas otras. Aprovecho mi ramalazo de obsesión con la gramática para recordar que el DRAE no recoge «gente de bien». Sí «hombría de bien» (ellas, ligeras de cascos; ellos, hombres de bien) o «gente bien». Fíjate tú qué cosas: es quitarle la preposición y la frase de Feijóo cobra un sentido rotundo.

«Deje ya de molestar a la gente de bien», dijo. ¿Qué es la gente de bien en el feijoonario? Si atendemos a la cronología popular (tanto Partido como Alianza), la formación representante de la gente de bien se posicionó contra la ley del divorcio en 1981, de la memoria histórica en 2007, del aborto en 1985 y en 2009 (esta última avalada ahora por el TC y reconocida tímidamente por Feijóo en medio de un mejunje de definiciones) o del matrimonio LGTB en 2005, por citar solo algunas. Ahora también les molestan la ley trans y la ley del solo sí es sí. Por cierto, qué manifestaciones aquellas contra el aborto o el frutícola matrimonio igualitario. ¡Esas eran las manis buenas, no como las de ahora, que nos han salido políticas!

Cabe deducir que a la gente de bien le han ido molestando los divorcios (de otros), los abortos (de otras) y los matrimonios gays (salvo el de Maroto). Ahora se molesta por partida doble. O triple: el partido ultraderechista desgajado del PP, lleno a reventar de gente de bien, le sacó zoofílica punta a la ley del bienestar animal. Bueno, en realidad a la gente de bien se la molesta mucho últimamente. Esa gente tuerce el morrete hojeando la actualidad en su periódico de referencia mientras el limpiabotas le lustra el calzado. Vitupera al actual Gobierno cada vez que aprueba una ley dándole cuerda al reloj para madrugar el domingo, que hay cacería. Se queja con consternación de la deriva del país y rebusca entretanto en su monedero el jornal de la chica de la limpieza.

La gente de bien no alza la voz. Salvo en manifestaciones apolíticas, en caceroladas (donde la ira les hace empuñar objetos tan exóticos como una escoba) o de borrachera en Ponzano. Pero los ves en misa y da gloria escuchar su silencio. Mientras, esa gente de bien espera a que los suyos, los buenos, recuperen un poder del que nunca debieron ser despojados porque les corresponde por la Gracia de Dios.

Cada nuevo derecho conquistado por la gente de mal es un privilegio perdido por la gente de bien. Y así no avanzamos. No podemos permitir que las ligeritas de cascos aborten en la sanidad pública, que las rameras puedan denunciar una violación como si fueran señoras o que los invertidos se casen. Que España, cada vez que gobiernan los ilegítimos, parece la casa de tócame, Roque.