No hay un putodefensor de España que no haya terminado sus días plácidamente, octogenario o nonagenario perdido. Francisco Franco, que salió a putodefender España en 1936 y la mantuvo 39 años en formol, lo hizo en la cama de un hospital a los 82. Alfonso Armada, a la sazón muy amigo de Juan Carlos de Borbón, cerró sesión a los 93.

Armada también quiso putodefender, junto a Tejero y Milans del Bosch, un país que lleva siglos rompiéndose; menos mal que está esta gente para remendarlo. Si no, a saber de qué jirón colgaríamos cada uno. A las tres mellizas del 23-F se las entendió mal entonces —en los ochenta no existía el verbo «putodefender», quizá era eso— y fueron directas al trullo. Eso sí, solo un rato y en unas condiciones, digamos, bastante alejadas de las que tuvo El Vaquilla, otro delincuente de la época.

Putodefender España ha dejado de ser una heroicidad y se ha convertido en una opción de ocio en franca decadencia. En 1936 la putodefendías subido a un avión de los de entonces, sobrevolando el territorio putodefendible y organizando una sublevación militar. Cuarenta y cinco años después, a pie y desplegando tanques, a tiro limpio en el Congreso y con una elegancia y saber estar propias de las élites. Hoy España se putodefiende bien peinadito, con una chaqueta de doscientos pavos y una bandera atada al cuello, gritando en la sede de Ferraz consignas revestidas de un constitucionalismo… raro. También existe la opción de putodefenderla más cargado que los mofletes de un hámster y agarrando el micrófono de un periodista como si fueras a cantar un cuplé en el Toni2. Distintos rangos etarios.

La derecha se rodea últimamente de referentes poco fiables. Lucas Burgueño, aquel ciudadano normal que había increpado en términos de normalidad a Óscar Puente, ha resultado salir más rana que la cúpula de la Asamblea de Madrid en tiempos de Esperanza Aguirre, la marquesa borrokilla. En este engrudo que han creado las derechas una ya no sabe distinguir quién putodefiende España desde la democracia y quién desde la dictadura, pero mientras Feijóo se piensa si lo apoya o no, su pupila dilatada ya le ha tomado la delantera.

Es lo que tienen azuzar a los exaltados: a corto plazo funciona, pero a las pocas horas te sale un macarra de Desokupa, un Alvise, una Isabel Peralta y su ristra de flipados detrás y tienes que diseccionar con bisturí para que tu mensaje constitucionalista no se lo coman los de «La Constitución destruye la nación». Se me hace extraño putodefender España con vivas a Franco, qué quieren que les diga. Menos mal que la guerra civil está superada y solo quedamos los carcas de izquierdas con lo de la fosa de no sé quién.

Total, que la cosa se ha polarizado de tal manera que solo puedes elegir amnistía sí o amnistía no, con lo que hay para debatir. Pero claro, yo, con tal de que no me relacionen con señores parando un taxi con la derecha y lanzando botes de detergente con la izquierda, amnistía sí, sí, sí. En todo caso, este punto en el que estamos ahora es el resultado de la inacción de ese ex presidente de Gobierno del que usted me habla, que viendo la que se le venía encima se encendió un puro y esperó a que llegara el turno de los jueces.

Si me piden mi opinión, de todo este proceso amnistiador solo me irrita sobremanera el pelocho conservador de Waterloo que, viendo que su papel en la política real ha sido exactamente ninguno estos últimos años, se ha conformado con el de la mosca cojonera de la legislatura, dispuesto a dar por saco solo para que no lo olvidemos. Por lo demás, lo dicho, hay dos opciones: dejar que los jueces terminen lo que empezaron o devolver a la política lo que es de la política. Pero deshacer un camino como el que se anduvo a partir de 2017 tiene muchos socavones (dejo aquí espacio para que el juego de palabras lo hagan ustedes).

A los independentistas —que no son santo de mi devoción, ya se lo digo— se los ha acusado de golpistas. No entraré en terrenos que desconozco: voy a los datos. Oriol Junqueras cumplió tres años y ocho meses de prisión de trece; Alfonso Armada, golpista convicto, cinco y medio de treinta. Al primero lo indultó Pedro Sánchez por motivos que variarán según si me preguntan a mí, a usted o a los putodefensores de España. Al segundo lo indultó Felipe González debido, dijo, a problemas de salud. Se ve que se recuperó un poco, porque aún tardó en fallecer un cuarto de siglo. Lo hizo a los 93 años, ya lo dije al principio.

Esto es un poco como los test que salían en la Bravo: según qué indulto te parezca mal, eres golpista secesionista o putodefensor de España. Entre el golpe de Estado —el real, el verdadero— y las algaradas protagonizadas por los chiflados de estos días protestando regulinchis contra la amnistía han pasado 42 años. No demasiados para un nonagenario como es Tejero o como lo fue Armada; para El Vaquilla, sin embargo, 42 años fueron su vida entera.