Vox se ha radicalizado. Eso dicen los medios de cierto prestigio. A mí no me pregunten, porque con la radicalización del ya de por sí radical Vox me pasa como con el dinero: a partir de un millón de euros dejo de ser capaz de visualizar fajos de billetes y solo veo una masa informe de pasta sobre la que zambullirse, a lo tío Gilito.

El pura raza de Vox (de nuevo no me pregunten a mí, que así se denominan ellos) se sumerge en el lodazal que le pongan. El gorrino que hace la croqueta en una charca de la granja no se pregunta si se ha restregado con mierda de burro o de gallina: es su medio natural y todas las heces le vienen bien. Lo mismo pasa con estos votantes: van para adelante con lo que sea. Repiten consignas sin interiorizarlas porque sus representantes hacen exactamente lo mismo. Sin embargo, algo se está rompiendo por dentro porque, sorpréndanse, dentro de ese partido sí hay quien es capaz de discernir, billete por billete, cuánto activo de Vox se está despilfarrando.

Para que se hagan una idea de cómo percibo yo esta nueva subdivisión entre radicalísimos y radicalérrimos, es como si los ultrasur o los boixos nois expulsan de sus filas a uno por macarra. Que luego te plantas la bata de taxidermista y seguro que hay diferencias y puede que hasta de calado, pero a mí me pones sin contexto a Buxadé y a Espinosa de los Monteros en una rueda de reconocimiento para que distinga al extremista y sudo más que un guiri en la Plaza Mayor hincándose un cocido con sangría al sol de julio.

El runrún ya estaba en las calles desde hace meses. Abascal, que no parece hoy por hoy el lápiz más afilado de la caja —aunque aspira a ser el más horizontal—, ha decidido que, en plena caída en picado de su formación política por radical, lo suyo es radicalizarse. Dicho de otra manera: como gran parte de su electorado ha virado a la izquierda (entiendan como izquierda relativa el PP, no se me desmelenen), van a pegar tremendo volantazo al lado contrario. O sea, se están saliendo de la calzada y van directos a estamparse contra una de esas cunetas de las que tanta miseria moral han heredado. No sé, pero tengo la sensación de que precisamente ahí, en las cunetas, muchos votos no van a encontrar.

Uno de los últimos en avisar del volantazo ha sido el ex vicepresidente del partido radicalérrimo, Juan Jara, en una reveladora entrevista con la que finalmente he podido concluir que sí, que hay grados de radicalidad dentro de ese partido, que habla para sus seguidores como el cura para su parroquia: no es cuestión de creer o no lo que dicen, todo es un acto de fe. Ahí tienen a Jorge Buxadé, el Pitufo Gruñón, explicando que la ley natural y la tradición están por encima de la democracia. Con dos cojones.

No sé ustedes, pero un señor que asegura que la tradición está por encima de la democracia me pone los vellos de punta. Me da escalofríos, por más que parezca haber aspirado una bombona de helio antes de decirlo. Buxadé, por lo que dicen los que entienden, está más a la ultraderecha que el tal Iván, si me permiten el juego de palabras. Es como si acumulase un odio casi físico hacia todo aquel cuyo pensamiento no se alinee con el de los Austrias, que dios tenga en su gloria y El Escorial en su cripta.

En esta huida hacia la cima de Cuelgamuros que ha emprendido Vox me siguen sorprendiendo los gruesos errores de planificación del partido; es decir, cuanto más poder acaparan, más caen en popularidad. Vox es un poco como aquellos ceniceros de barro que hacíamos en manualidades para el Día del Padre: en la vitrina, tras el cristal, podían dar el pego, pero si a tu progenitor se le ocurría utilizarlo y estampar la colilla del Ducados contra el fondo, la primera grieta no tardaba en aparecer.

Y hablando de grietas, la más reciente —bastante hilarante, dicho sea de paso— la ha protagonizado Camino Limia, esa presunta ganadera que no sabe que la Agenda 2030 y los Objetivos de Desarrollo Sostenible vienen a ser la misma cosa. A cualquier persona con un mínimo de ética, a cualquiera que respete su propia inteligencia, la enésima cagadita del partido que acaba de salir de la vitrina para follar para apoyar al PP les hará esconderse tras un cojín. Sucede que los devoxtos no votan a un partido: se arrodillan ante un santo. Eso, sin olvidar que algunos tienen una dudosa capacidad de apoyo a sus dioses: casi un 10% de los votantes de Vox apoyaba, hace un año y medio, ilegalizar a Vox.

¿Ven lo que yo veo? Quizá sea una estupidez, pero es como si al llegar en masa a las instituciones se les borrara el escaso barniz programático que le habían procurado a la formación. Tras la vitrina, Vox parece un partido. Tiene forma de partido, estructura de partido y hasta, a veces, maneras de partido. Pero si lo sacas de detrás del cristal y lo usas en las instituciones, se te desmenuza en las manos. De ahí, creo yo, el interés por convertirlo en algo que trasciende a los partidos: Vox no quiere ser un partido político, quiere ser una reliquia adorada por los fieles.

Cada cual elige su destino, y ninguno de nosotros estamos libres de que nos apedreen dialécticamente por algo. Pero la elección de los actuales dirigentes por convertirse en mártires de la democracia mientras se empeñan en pegarle fuego me tiene fascinada. Vox elige libremente ser uno de esos santos despedazados que se reparten por los templos de Occidente; aquellos santos a los que les brotaban por el cuerpo estigmas à la manière de Jesucristo. A la ultraderechita agrietada le ha salido un steegman, que personifica la penúltima escisión y deja la puerta franca a Carla Toscano, lo siguiente. Yo, a pesar del calor infernal que todavía nos abrasa por dentro, no me quejaré de ver arder los restos de una formación que nunca debió tener vida propia.