Isabel Coixet dirigió hace 20 años una maravilla de película llamada Mi vida sin mí. Una mujer joven, magníficamente interpretada por Sarah Polley, descubre que va a morir tras un reconocimiento médico, y decide organizar la vida que deja después de que ella no esté; de paso, se permitirá disfrutar de pequeños placeres que ha reprimido, de cosas que no pudo hacer.
Esa mujer se llama Ann. Se hincha a fregar suelos por la noche en una universidad a la que soñaba con ir algún día, está casada con un hombre permanentemente en paro y tiene demasiada descendencia para sus 23 años. La relación con su madre es venenito puro y con su padre ni les cuento, porque lleva mil años en la cárcel. Pero Ann, en ese lapso de tiempo desde que sabe que su miserable vida va a dejar de ser hasta que termine, podrá al fin ser joven. Qué tía, qué suerte. No como Leonor.
Leonor de Borbón no podrá ser joven. Yo tampoco podré; cosas que pasan. También es verdad que a la hija de los reyes y futura queen le ha ocurrido antes que a mí, que me sucedió más o menos a los 40 palos. Estaba la muchacha queriendo, qué sé yo, fumarse un porro, montar un grupo de rock o despelotarse en una playa tropical, descubrir su cuerpo, ser rebelde o saltarse las normas, y va a tener que sacrificarse por los españoles.
No lo digo yo: lo dice el enésimo cortesano que ha salido en los medios a explicar cómo hacer el monarquismo, que no se hace solo, hay que hacerlo. Y no sé ustedes, pero a mí con estos sacrificios de chichinabo me pasa un poco como cuando hice la Primera Comunión: el cura venga a darnos la turra con que Jesucristo se sacrificó por todos nosotros, y yo pensando: «Pero quién te ha pedido na, criatura». Es un poco el meme de My job here is done.
La retahíla de renuncias de Leonor a la que alude el subyugado editorial de El Mundo resulta doblemente simpático (ja, ja: no) si lo aterrizamos, si comparamos su situación con la de los jóvenes que son más iguales que ella ante la ley. En un país que roza el 30% de paro juvenil (llegamos a doblar, en los peores años, este porcentaje), donde estudiar en la universidad pública te sale a razón de mil y pico euros al año solo en matrícula y deja fuera a miles de chicas y chicos, donde se potencia el ocio de alcohol porque es mucho más barato cocerse a cervezas que ir a un concierto, donde un 32% está en situación de pobreza y/o exclusión social y les comen la depresión y la ansiedad, el problema es que una chica de 18 años no podrá fumar porros para ser reina.
Me encantan los monárquicos cuando, para justificar la existencia de un rey —una reina mañana—, les sale un argumento involuntariamente republicano. Señor redactor del editorial de El Mundo: evitémosle todas esas privaciones sometiendo a referéndum si España prefiere reyes o primeros ministros. No hay una manera más sencilla de permitirle a Leonor hacer todas esas cosas que tanto le gustan, según uvedé.
Otro momento inquietante fue cuando el monárquico más monárquico de entre los monárquicos, el diputado Santiago Abascal, que debería mantener una actitud rayana en la sumisión, no vio otro momento mejor que el del juramento de su futura soberana para comentar que Perro Sanxe pisotea la Constitución. No como él y su partido, que al fin y al cabo solo quieren ventilarse el título VIII, capítulo tercero.
Por lo que a mí respecta, cumplí 18 años y jamás quise formar un grupo de rock; la playa más tropical en la que me he despelotado es la de Maro (Málaga) y no fui especialmente rebelde ni me salté las normas, en parte por mi connatural prudencia y en parte porque cagarla en mi primera juventud podía suponer quedarme sin beca —la única manera de estudiar en la universidad que tenía—.
Eso sí, mis padres no me hicieron jurar la Constitución ante millones de personas. Buf, nunca les estaré lo bastante agradecida por ahorrarme tamaño sacrificio.
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