Una mujer de mediana edad camina por un edificio oficial. Se detiene ante una ventanilla.

—Buenos días, ¿es este el pasillo de reclamaciones del Ministerio de la Libertad?
—No, este es el de Derogación del Sanchismo. El de la Libertad es tres pasillos más allá: pasa usted el de Violencias feminazis, el de Tauromaquia, caza y cine sin Ideología y el siguiente ya es el suyo.

—Ah, pues muchas gracias y que viva el rey de España.

Ya en el destino correcto:

—¿Quién da la vez para el Ministerio de la Libertad?

—Saque usted ahí en el turnomatic —le contesta una mujer algo más joven—. Pero tiene que elegir entre Libertad hostelera, Libertad de expresión, Libertad de elección de centro escolar, Libertad para pagar impuestos y Otras libertades.

—Uy, pues tengo varias preguntas. Cojo para todas.

—Va usted a echar la mañana aquí.

—No tengo prisa, me he quedado en el paro.

—Ay, lo siento muchísimo. ¿Razón?

—La oficial es escándalo público, pero —susurra a su interlocutora acercándose— es que me vieron con mi novia en un bar.

—Ah, que es usted antinatura de esas.

—¡El 867B!

—Soy yo, soy yo. Disculpe, me encantaría quedarme aquí con usted a departir sobre bolleras depravadas, pero es que voy con prisa.

—Usted dirá.

—Tengo varias consultas.

—Pufff, pues rapidito, que mire lo que viene por ahí.

—A… ¿aquel de allí a lo lejos es Almodóvar?

—Ahí está la criatura, volviendo a presentar su guion por cuarta vez en lo que va de semestre. Lo acusan de fomentar la ideología LGTBI. Hace un mes aceptó meter en el elenco a Santiago Segura y a Leo Harlem, pero ni por esas. Se lo ha ganado, por rojo globalista. Bueno, a lo que íbamos. Dígame usted.

—Pues a ver, quería saber por qué he recibido esta multa.

—Hum, a ver. Pues… aquí lo dice bien clarito: «Proferir blasfemias en vía pública».

—Le juro que no recuerdo.

—Deje que mire su número de expediente. —Teclea en su ordenador—. Ajá, aquí está. Dijo usted, exactamente, «eme e ce a ge o e ene de i o ese».

—¿Dije «me cago en dios»?

—¡Chst, oiga! ¡Que la mando a la capilla a confesarse!

—Perdón, es que deletreando usted me pierdo. Ha sido todo tan… tan Urdaci…

—¿Qué?

—Nada, nada. ¿Y no puedo recurrirla en la subsecretaría de Libertad de Expresión?

Al funcionario se le escapa una carcajada.

—Uy, no, ni lo intente. Eso es por si usted dijo «que te vote Txapote», «Lorca, te mandaremos a la horca», «la ecología me deja la polla fría» y cosas así. Pero esto de usted es punible completamente y está regulado por el Ministerio de las Religiones.

—Ah, ¿hay varias?

—Meh. No. En esencia, todo es catolicismo. Pero vamos, a un evangélico no le hacemos ascos, no sé si usted me entiende. Lo que pasa es que el plural viste más, ¿sabe?

—Entonces, la libertad de expresión…

—Pues eso, libertad para expresarnos. Pero dentro de unos límites, que confunden ustedes libertad con libertinaje. ¿Ha visto aquí, en este magno edificio, en este egregio pasillo, algún cartelito en el que ponga «Ministerio del Libertinaje»? No, ¿verdad? —Rápidamente, al darse cuenta de que está perdiendo el tiempo—: Más cosas.

—Sí, verá. A mi hija le han concedido para el próximo curso un centro escolar católico y quería saber cómo puedo cambiarla a uno laico.

—¿Y por qué querría hacer usted eso? ¡No estará a favor de la enseñanza pagana y pública! ¡Pero si ahí solo van los desechos de la sociedad!

—Bueno, verá. Es que no me puedo permitir pagar un colegio. Y luego es que creyentes, lo que se dice creyentes, tampoco somos.

—Pues muy mal, ¿eh? Veré qué puedo hacer, pero debería usted abrazar la fe. Con fe todo se ve de otro color.

—Se lo agradezco. Tengo aún otra preguntita.

—Adelante. Pero ya es la última, que tengo mucha plancha.

—Me han regalado unas entradas para ir a Las Ventas, a una corrida benéfica, y no las voy a usar. Querría saber dónde debo devolverlas para que no se me multe por —Lee la letra pequeña de la entrada—… falta de asistencia a un evento cultural.

El funcionario escribe en una libretita, fuera del ángulo de visión de la consultante: «Bollera. Atea. Antitaurina».

—Perdone, ¿decía?

—Las entradas. Que donde las devuelvo.

—Sí, mire. Vuelva sobre sus pasos y busque el pasillo de Tauromaquia, caza y cine. Y suerte.

—Suerte, ¿por qué?

—No sé. Yo siempre deseo suerte. Por si acaso.

Cuando la mujer se ha alejado, el funcionario levanta el auricular del teléfono.

—Guzmán, os mando a una perita en dulce. Metedle el miedo en el cuerpo.

Por fin encuentra el pasillo. Se dirige al turnomatic. Junto a él, con la derrota dibujada en el rostro y un fajo de folios que parece querer caérsele de las manos, se sienta Pedro Almodóvar.

—Me encantan todas tus películas, Pedro. Me ayudaste a divorciarme y a salir del armario. Solo eso, no te molesto más.

—No molestas, qué vas a molestar. ¿Tienes tiempo para tomar algo cuando terminemos en este sitio horrible? Te invito.