El dilema

Adoro Friends. Hoy me ha dado por recordar un capítulo, verán. Resulta que a Monica Geller, que por entonces ya estaba saliendo con Chandler, se le antojan unas botas carísimas. Creo recordar que la economía de la pareja no pasaba por su mejor momento, pero aun así Monica termina comprándoselas porque sí, porque la vida son cuatro días y tres los pasamos sufriendo, amigos. Lo hace bajo la promesa de ponérselas muchísimo, de usarlas a diario. Ya hablaremos en otro momento de lo nocivos que son los tacones de aguja en muchos sentidos y de ese tener que dar explicaciones a tu pareja de en qué gastas tus dineros. Hoy toca poner el foco en otro sitio: en el dilema.


Granujas de medio pelo

Perdonen. Les pido perdón de antemano por si no les gusta Woody Allen, por si sí y les destripo el argumento de una película ya antigua, por si se sienten incómodos por traer aquí a un hombre quizá polémico, pero es que yo lo adoro, ¿saben? No a él, claro: me refiero a su filmografía. Podría ilustrar casi cualquier cosa con una escena de una de sus películas (que he visto casi en su totalidad no una, sino varias veces). Hoy quiero hablarles de Granujas de medio pelo.


Pinganillos o bandera

Ustedes son muy jóvenes para conocerlo, pero hubo un cantante llamado Gato Pérez que se hizo famoso por un tema que no me quito de la cabeza: Gitanitos y morenos. Ni el título se salva, pero hace 42 años éramos otros, pensábamos distinto, nos ofendían cosas diferentes. El mundo evoluciona y tenemos dos opciones: mirarlo desde fuera o subirnos a él. Dicho de otro modo, conservar los valores de toda la vida, sea lo que sea «toda la vida», o intentar progresar. La canción aporrea mi cabeza con un ligero cambio en la letra: yo la llamo Pinganillos o bandera.


Dar la talla

Dejemos dos premisas claras: la primera es que los políticos que llegan a líderes son los peores, sea cual sea el color. Los más miserables, los campeones de la mezquindad, los que no tienen escrúpulos en pisar cabezas ni en renegar de viejas amistades en el partido que ahora les impiden tocar la gloria con los dedos. La segunda es que si ese político es bajito, va a tener muy mala hostia. Dar la talla en política es difícil en muchos sentidos.


La mano de Luis Rubiales

La mano con la que Luis Rubiales se agarró los cojones en un elegante gesto de celebración, junto a una menor de edad, es la misma con la que rodeó a la madre de la susodicha. La misma mano que estrechó, antes y después, a numerosas autoridades. Es la misma con la que sujetó los muslos de Athenea del Castillo como si fuera un saco de patatas. Una de las dos manos con las que sujetó firmemente el cráneo de Jenni Hermoso antes de pegar sus morros a los de la jugadora. Fue su mano derecha, por si no se habían dado cuenta (aunque a estas alturas ya saben que mano izquierda tiene poca, la criatura).


Nuestras tetas

A ver cómo te lo explico, José Alberto. Que una cantante muestre sus tetas al público como un acto de reivindicación no tiene nada que ver con el destape. Tampoco con el topless que, aunque no lo creas, sigue ofendiendo hoy a muchos josealbertos. Ni siquiera, sorpréndete, con las revistas porno que hojeabas a escondidas en el cuarto de baño para percutirte el risketo y que gracias a los dioses ya no hay que ocultar bajo la cama porque existe Internet, jodío.


De vitrinas y grietas

Vox se ha radicalizado. Eso dicen los medios de cierto prestigio. A mí no me pregunten, porque con la radicalización del ya de por sí radical Vox me pasa como con el dinero: a partir de un millón de euros dejo de ser capaz de visualizar fajos de billetes y solo veo una masa informe de pasta sobre la que zambullirse, a lo tío Gilito.


La brújula y el norte

Una de las cosas que recuerdo de mi EGB (sí, soy así de mayor) es el norte geográfico y el norte magnético, un concepto imprescindible para entender cómo funciona una brújula. La palabra «norte» es como un cajón de sastre en el que cabe todo: el norte frente al sur en la Guerra de Secesión. El norte —de cada país, de cada continente, de todo el planeta— representa el progreso; el sur, el estancamiento o la pobreza. Pero también es el lugar hacia el que mirar cuando corremos el peligro de descentrarnos. Perder el norte es desorientarse, y dar norte de algo es justo lo contrario: reconducirnos, resituarnos.


Reclamando libertad

Una mujer de mediana edad camina por un edificio oficial. Se detiene ante una ventanilla.

—Buenos días, ¿es este el pasillo de reclamaciones del Ministerio de la Libertad?
—No, este es el de Derogación del Sanchismo. El de la Libertad es tres pasillos más allá: pasa usted el de Violencias feminazis, el de Tauromaquia, caza y cine sin Ideología y el siguiente ya es el suyo.

—Ah, pues muchas gracias y que viva el rey de España.


El tamaño del armario

Soy una fan irredenta de Futurama. Quienes me conocen lo saben. Es una serie para ver libreta en mano y anotar cada detalle, porque no da puntada sin hilo. Pues bien, en uno de los primeros capítulos, Fry, ese humano que ha viajado un milenio en el tiempo desde el año 2000, está buscando un hogar. Por fin, Bender se ofrece a compartir el suyo. Pero es un robot. Y a un robot le basta un cubículo con un tamaño poco mayor que un ataúd, oscuro y sin ventilación, donde se duerme de pie.

Tras muchas noches de angustia, Fry descubre por azar una mañana que, adosado al ataúd, hay un inmenso espacio tipo loft, con un enorme ventanal y muy soleado, que también pertenece a la vivienda de Bender. Cuando le pregunta a Bender si le importa que él duerma allí, el robot, descojonadito, le responde algo así como «si quieres…, ¡pero es el armario!».