Ustedes son muy jóvenes para conocerlo, pero hubo un cantante llamado Gato Pérez que se hizo famoso por un tema que no me quito de la cabeza: Gitanitos y morenos. Ni el título se salva, pero hace 42 años éramos otros, pensábamos distinto, nos ofendían cosas diferentes. El mundo evoluciona y tenemos dos opciones: mirarlo desde fuera o subirnos a él. Dicho de otro modo, conservar los valores de toda la vida, sea lo que sea «toda la vida», o intentar progresar. La canción aporrea mi cabeza con un ligero cambio en la letra: yo la llamo Pinganillos o bandera.

No traten de establecer paralelismos, porque no los hay. Gato Pérez homenajeaba a quienes, para él, son los reyes del ritmo, con su mijita de racialización porque, oye, para eso eran los años ochenta. Unos ochenta libérrimos, no como la dictadura de ahora. Lo dice el insigne historiador Ignacio Cano y también lo dice Mario Vaquerizo, ese camarero de palo que aterrizó en su década favorita a los 6 añazos, así que quién soy yo para contradecirle.

Los ochenta españoles. Oh, qué época. Entonces todos respirábamos libertad, follábamos por ahí, en cualquier rincón, con Franco aún calentito y sin importarnos el qué dirán. ¿Sida? ¿Qué sida? Eso son bulos. Los gays casi no recibían palizas por el mero hecho de serlo, nunca se hacían chistes con su orientación sexual y mucho menos con la de las lesbianas, que no existían. Solo había amigas que se querían mucho y se iban a vivir juntas porque les cundían mucho las labores domésticas. Ni que decir tiene que discapacitados, racializados o mujeres fueron jamás vilipendiados en los ochenta, una década para bordar en punto de cruz de maravillosa que fue.

Apenas había jeringuillas impregnadas de heroína o con el VIH recorriendo la aguja diseminadas por los parques en los que los libérrimos chiquillos bajaban a jugar. No existía la violencia de género, esa cosa ideológica que se han inventado las feministas —todas feas y lesbianas en los ochenta porque era verdad, aunque el lesbianismo no existiera—: como mucho, a algún honrado trabajador que venía hartito de jefes y de cubatas se le iba un poco la mano porque qué es eso de que la parienta no tuviera la cena hecha, joder, es que a veces había que recordarles quién llevaba los pantalones en casa.

Fue en aquellos ochenta prácticamente idílicos, sin paro ni mariconadas, con algún que otro crimencillo pasional, en el que arrasaron Felipe González y Alfonso Guerra elección tras elección. Ambos han reaparecido esta semana con la excusa de presentar un libro y ganas renovadas de arrearle fuerte a Pedro Sánchez, y han arrancado los aplausos fervorosos de quien jamás tocaría al PSOE ni con un palo.

Voy a hacer una brevísima compilación de algún aspecto de estos dos enemigos obligados a juntarse que ahora cargan contra el actual líder del partido al que presuntamente votan, sobre todo para los más jóvenes, esos que se creen de verdad la canción de que España en los ochenta era un parque de atracciones con todo incluido.

Alfonso Guerra y Felipe González, vice y presi respectivamente, rompieron su amistad al alborear los noventa. El caso Juan Guerra, hermano del socialistísimo Alfonso, salpicó y mucho a todos los estratos del poder. No se volvieron a dejar ver en público hasta 2007, precisamente en la presentación de un libro. Lo escribió Rafael Vera, Director para la Seguridad del Estado, enviado a prisión por su relación con los GAL, aquella banda de asesinos y secuestradores que brotaron así, como de la nada, ni González ni Guerra saben de qué iba aquello, fue una desgracia sin explicación, Rafael —por cierto— era muy buen chico.

González y Guerra, esa guturalidad hecha política que cobijó a otra G, la de los GAL, son de los que miran el mundo pasar con el morro torcido. Su España ya fue, ya pasó. Desaprueban la de los pinganillos y azuzan la de la bandera. La de todas las banderas, en realidad: la española, la estelada, la ikurriña, la del pollo, la tricolor y hasta la de la paz. G y G huelen a otra época, a puro gordo, a tertuliano de 13TV, a Joaquín Leguina. Son los escombros de un socialismo que ya no es, porque hace mucho que se mudó de edificio. La cuestión territorial siempre ha sido el elefante en la habitación, y desde 2017 es imposible apartarle la mirada.

Tuve un jefe que ponía pegas a cualquier solución que su equipo le ofrecía ante una crisis. Un día, envalentonada, le pregunté que qué proponía él. Nada. Siguió echándonos la bronca por tener soluciones pésimas. Siempre que pienso en cómo afrontan los ultracentristas el problema de territorialidad de este país —siempre país mejor que patria— me acuerdo de aquel jefe. El ceño fruncido, la incapacidad de solucionar y la disponibilidad permanente para tirar por tierra el trabajo ajeno.

Así que estamos ante esta encrucijada: pinganillos o bandera. No soy tan naíf como para pensar solo en la española. Todas me dan grima porque se agitan cuando algo está sin solucionar. Se exhiben como reacción al rival político o ideológico. Frente a las grietas abiertas por las banderas, prefiero los puentes que tienden los pinganillos. Hoy, al parecer, se está a banderas o se está a pinganillos: hay que elegir.

Salvo que seas Isabel Díaz Ayuso.