Dejemos dos premisas claras: la primera es que los políticos que llegan a líderes son los peores, sea cual sea el color. Los más miserables, los campeones de la mezquindad, los que no tienen escrúpulos en pisar cabezas ni en renegar de viejas amistades en el partido que ahora les impiden tocar la gloria con los dedos. La segunda es que si ese político es bajito, va a tener muy mala hostia. Dar la talla en política es difícil en muchos sentidos.

He salido con bajitos, con medianos y con altos. Todos tienen su aquel, pero he aprendido algo: los bajitos siempre miden metro setenta. Siempre. Aunque yo, que en un día bueno llego al metro sesenta y siete o sesenta y ocho, les saque diez centímetros. Lo he comprobado montones de veces. La estatura oficial de Aznar es de uno setenta (fuck yeah, baby). Pero si abren cualquier publicación en la que aparece junto a Sarkozy, que oficialmente mide un metro sesenta y seis —otro líder bajito e insufrible, por cierto— diría que se llevan milímetros. Si se llevan, que igual tampoco. Y sí, puede que Sarkozy lleve alzas. Aznar también, ojo. Es un secreto a voces que aquel socialista de los buenos llamado Felipe González se encargó de desvelar.

¿A dónde quiero ir a parar? A que no hay un líder bajito bueno que yo recuerde. Es como si la mala leche se densificara en los cuerpos pequeños. Miren Franco, miren Hitler. O miren Berlusconi. O Pablo Mot… Perdón, estaba hablando de políticos.

Aquel presidente de Gobierno que oficialmente mide un metro setenta cuenta entre sus hitos el haber puesto los pinreles en la mesa de despacho de otro presidente que lo fue en Estados Unidos por sabe dios qué oscuras razones; meter a España en una guerra tras la cual, no diré que como consecuencia, pero en fin, sucedió aquel funesto atentado de un terrorismo que también golpeó, qué casualidad, a los países de los otros dos mandatarios del famoso trío de las Azores.

Sigo enumerando méritos: tensionar al máximo la burbuja inmobiliaria que nos hizo sufrir con mayor dolor la crisis mundial de 2008; fomentar con ello que saliera de las aulas un número ingobernable de jóvenes bajo la promesa de un dinero rápido para construir todas aquellas viviendas de las que tanto presumió —jóvenes que años más tarde, sin formación alguna, fueron los grandes damnificados de la mencionada crisis global—; crear un milagro económico así, como de la nada, cuyo ministro pasó recientemente por el trullo a causa de su honorabilidad sin tacha; controlar una trama de mordidas desde el partido con réplicas en todas las comunidades autónomas en las que se dio; recibir sobres en b; privatizar empresas públicas estratégicas como esa Telefónica a la que ahora han hincado el diente los democratiquísimos saudíes.

Ese Aznar fue también el que, desde su altura política y moral, sea la que sea, introdujo un bolígrafo en el escote de la periodista Marta Nebot. Porque sí, porque a él nadie le dice cuánto vino tiene que beber cuando va a conducir ni qué tetas puede tocar. Aznar, con sus ciento setenta centímetros oficiales, se ha convertido por derecho propio en el paladín del tradicionalismo borde. Olvídense de Abascal, que no es más que un gallo que cacarea fuerte y al que el sueño se le va a terminar más pronto que tarde. Aznar es como Mourinho: sobreviven a cualquier catástrofe y encarnan al señor malencarado que gana simpatías desde la antipatía en la caverna de la moral más putrefacta. Es como si el pitufo gruñón se hubiera hecho con el poder en la Aldea Pitufa y decidiera resolverlo todo a ladrido limpio.

Aznar, su puñado de centímetros y su moral pringosa han vuelto a salir a dar la talla. Esta vez, para promover una movilización contra una amnistía que aún no sabemos si se dará o no, porque la otra opción de Gobierno, sencillamente, no existe, no está en la agenda y solo ocupa titulares por parte de quienes saben que hay poco que rascar. Con esta nueva ocurrencia de político bajito equipara al independentismo —que más allá de lo sucedido en 2017 es un sentimiento tan legítimo como su ya olvidado falangismo— con el terrorismo de ETA, otro asunto felizmente desaparecido que él parece extrañar tanto. Con el discurso de Aznar, pero también de Feijóo, se habilita un curioso caso de bilocación: Junts ha negociado con el PP para que la derecha gobierne mientras ese mismo Junts siembra el terror en el país al arrancarle un pedazo de cuajo.

Aznar y su caterva de gregarios amargados quiere una España unida a martillazos porque su idea de país no existe. Pero España, creo yo, se parece mucho más a una colcha de patchwork: aunque cada pedacito es completamente diferente al de al lado, juntos crean una extraña armonía y forman un todo amable y acogedor. La historia habría sido mucho más sencilla si nos hubiéramos empeñado en coser el país en lugar de acribillarlo a golpes. Quizá sea demasiado tarde, pero yo soy optimista.

Y más alta.