Adoro Friends. Hoy me ha dado por recordar un capítulo, verán. Resulta que a Monica Geller, que por entonces ya estaba saliendo con Chandler, se le antojan unas botas carísimas. Creo recordar que la economía de la pareja no pasaba por su mejor momento, pero aun así Monica termina comprándoselas porque sí, porque la vida son cuatro días y tres los pasamos sufriendo, amigos. Lo hace bajo la promesa de ponérselas muchísimo, de usarlas a diario. Ya hablaremos en otro momento de lo nocivos que son los tacones de aguja en muchos sentidos y de ese tener que dar explicaciones a tu pareja de en qué gastas tus dineros. Hoy toca poner el foco en otro sitio: en el dilema.

Resulta que esas botas le destrozan los pies (quién lo iba a imaginar), con lo que tenemos un problema enorme: ¿qué hacer con algo que nada más comprar sabes que no vas a usar, con un capricho carísimo que prometiste que se iba a convertir poco menos que en el centro de tu vida y por lo que has empeñado tu palabra? Monica se pasa el episodio intentando disimular lo indisimulable: que las botas, además de caras, son inútiles y le hacen pupa. Finalmente se las pone una última vez y, al constatar que no puede dar dos pasos, Chandler termina llevándosela a caballito de vuelta a casa.

Y dirán ustedes que qué hago hablando de Friends, esa serie que ya se nos antoja hasta un poquito rancia. Sí, es un placer culpable. No me escondo. Pues eso. Pensaba en el dilema de gastar en lo innecesario y que, para colmo, ese algo innecesario termine estorbándonos. Es decir: ya no solo es gastar dinero en lo superfluo, sino que el objeto de gasto queda arrinconado para siempre.

A todos nos ha pasado. ¿Quién no ha tenido una debilidad material en uno de esos momentos en los que la economía te sonríe? Los zapatos son mi ruina, y acumulo más de un par (y más de dos) de taconazos que sé que no me voy a poner jamás porque me destrozan los pies si camino más de quinientos metros con ellos. Vamos, lo normal.

Algo que hago con frecuencia es ofrecerles a otras personas el objeto de mi impulso, de mi despilfarro injustificable. Pero claro, tengo que adornarlo. No voy a decir: «Oye, ¿podrías quedarte estos zapatos que solo me he puesto media vez porque cada vez que meto el pie dentro puedo escucharlo aullar? Total, tú quizá tampoco te los pongas en cuanto lo intentes, pero yo me quito de en medio un enorme complejo de culpa entregándoselos a otra persona en lugar de echándolos a un contenedor de ropa».

Lo que suelo hacer es algo más parecido a «uy, qué estilazo me llevas. ¿Sabes que tengo un par de zapatos que te irían genial con esa ropa? Me encantan, pero es que creo que tú les vas a dar más uso que yo. Bah, espera, que te los traigo». He visto episodios del Correcaminos jamando menos que yo en esos momentos.

Si justificar ante uno mismo un gasto inútil es duro, imagínate si lo tienes que hacer ante siete millones de ciudadanos. Ahí el dilema se amplifica. Isabel Díaz Ayuso lleva las botas del Zendal en la mano desde prácticamente su inauguración. Se lo vendió a los madrileños como el hospital de pandemias más flipante de la galaxia. No se lo iba a quitar ni para ducharse. Luego, al ver que el hospital que iba a asombrar al mundo se quedó en hangar, pensó que igual para pandemias-pandemias no, que mejor para vacunar. Pero se acabaron las vacunas masivas y llegó su uso como centralita del 112. Ah, ¿que para eso no hace falta medicalizar un espacio físico? Miren que son tiquismiquis. Los empleados se pelaban de frío, ¿será mejor si te da una neumonía que te atiendan en el momento en lugar de desplazarte? Si es que no piensan.

Así que empezó a ofrecerlo a todo el que se acercara, que es lo que hago yo con mis zapatos. Lo intentó con Pedro Sánchez. Que si para ayuda a Ucrania. Que si para otras pandemias o catástrofes. Vamos, que me imagino yo a Pedro: «Qué pandemias, Isabel, qué catástrofes». Y a ella contestando: «Pues yo qué sé, Pedro. Pandemias. Pandemias nuevas, otras. Las de la revolución del vapor, las del susurro genital, catástrofes ni machistas ni feministas, a mí no me preguntes, yo no soy medicóloga».

Isabel convenció al centrismo exacerbado de que el hospital de la libertad era lo que necesitábamos. Aún hoy, después de millones y millones despilfarrados entre sobrecostes y contratos a dedo, de derivar a pacientes graves a otros hospitales porque aquello es un cascarón —siempre lo es un sitio en el que falta el capital humano—, de ofrecerlo como si de un saldillo se tratara, sigue sin pasar nada.

La última jugada es convertirlo en un centro de neurorrehabilitación: yuju. Cincuenta milloncetes nos va a costar la enésima remodelación sin sumar sobrecostes. Algo que estaría bien si realmente diera servicio: pero es que, de nuevo, no dice si va o no a contratar médicos para el Isabel Zendal capítulo MCCXXII (spoiler: eso es que no). O sea, una nueva filfa para engordar los bolsillos del ladrillo y empobrecer las arcas públicas. No busquen: no hay más que rascar.

Isabel Díaz Ayuso se ha comprado otras botas que le hacen daño y los madrileños somos la chepa complaciente que la llevará de nuevo a caballito hasta la Puerta del Sol en 2027, cuando se las haya quitado. Nada nuevo bajo el sol.