Desconfío en general de esas frases pronunciadas en teoría por grandes prohombres o promujeres en momentos clave de su vida cuando descubren algo que revolucionó el mundo. O en su lecho de muerte. O ante el tribunal que los va a condenar a una vida miserable, como le sucedió a Galileo Galilei. La que le atribuyen a este astrónomo italiano (Eppur si muove/Y, sin embargo, se mueve) bailotea en mi cabeza estos últimos días con más frenesí que de costumbre. Y ustedes se preguntarán por qué. O no, yo qué sé.

Resumo la archisabida anécdota en un parrafito. Galileo, el hombre que demostró empíricamente la teoría heliocentrista, fue condenado por el Tribunal de la Santa Inquisición a abjurar de su descubrimiento bajo pena de tortura. Era decir que no había visto lo que había visto o arriesgarse a que hicieran kebab con su anciano cuerpo. La historia le adjudica esa frase que, se non è vera, è ben trovata.

A la Santa Sede le venía regulinchi que le tumbaran la idea de que la Tierra era el centro de todo. Imagino que porque gran parte de su obra literaria estaba apoyada en el geocentrismo. El Sumo Hacedor, aka Dios, aka Tres en Uno, se había deslomado para crear el mundo en el que vivimos, ¿qué era eso de convertir a la Tierra en una segundona, en una actriz de reparto? La Iglesia, por aquel entonces, tenía un poder de la leche, pero no tanto como en el medievo: el calvinismo y el luteranismo ya estaban haciendo pupita en el Vaticano. «Esto es lo que hay, Galileo: o confiesas o te damos rueda dentada, doncella de hierro y horquilla del hereje. Tú verás».

Pero es que la historia es movimiento. La ciencia se mueve. Hoy, nadie en su sano juicio refutaría la evidencia de que la Tierra es redonda y gira alrededor del Sol, como nadie en su sano juicio refutaría la evidencia de que las vacunas han mejorado la pervivencia de nuestra especie. Nadie en su sano juicio, ojo, que les oigo pensar.

La humanidad se mueve. Hace unas décadas, en Occidente, un homosexual era un enfermo, y tita Glori vivía con su amiga Andrea desde hacía cuarenta años porque se habían quedado solteras y se hacían compañía. De las personas trans ni hablo, porque los piropos que les dedicaban eran, digamos, escasos.

Los idiomas se mueven. El castellano lleva siéndolo desde tiempos del Cantar de mio Cid y dudo que hoy fuéramos capaces de comunicarnos con fluidez con quienes habitaban la Península entonces. Estoy segura de que entiendo mejor a Bad Bunny de lo que entendería a Alfonso X el Sabio si me lo pusieran delante, con todo el dolor que pueda causarle a mi alma.

«Y, sin embargo, se mueve», dijo Galileo. Que viene a ser: «Yo digo lo que vosotros queráis, criaturas, porque vuestro es el poder; pero no puedo desver lo que vi. Y lo que vi os jode el chiringuito, pero ahí está, para que generaciones postreras me den la razón». Por cierto: entre quienes defendieron que era el Sol y no la Tierra el centro de nuestra galaxia estaba Copérnico, otro hombre adelantado a su tiempo. Copérnico hubo de enfrentarse al conservadurismo geocentrista del siglo XVI y, unos cientos de años más tarde, al de Álvaro Ojeda. La muerte le hizo esquivar una buena bala.

El inmovilismo no es la oposición al progreso como el machismo no lo es al feminismo. El inmovilismo solo es una reacción airada de quienes se enfurruñan porque el mundo avanza. Y eso es como oponerse a que llueva o a que se haga de noche: inútil. Eppur si muove, queridos. Las vacunas ahorran más de dos millones de muertes al año. La Tierra es redondísima, aunque un poquito achatada por los polos. Los gays, las lesbianas, los trans, los bi…, existen, están entre nosotros y entre vosotros, y los queremos y celebramos a vuestro pesar. «Solo» no se tilda por más que Pérez-Reverte se ponga hecho un basilisco, y el lenguaje inclusivo caerá algún día como fruta madura. Como si se rigiera por la ley de la gravitación universal, que también explica el movimiento de la Tierra alrededor del Sol.

Se mueve, quieran o no. Se mueve. El mundo avanza pese a las ondulaciones del inmovilismo que, curiosamente, es el que se queja de que vamos para atrás cuando más aceleramos. Imaginemos en el siglo XVI a Marius Vachericci, de nombre papal Alaskus I, escribiendo la encíclica Antiqua Libertates. «En verdad os digo, hermanos, que donde estuvieran las libertades de la Edad Media, con sus hogueras y sus potros de tortura, que se quiten los yeyés estos de Erasmo de Róterdam o Maquiavelo. El siglo XII, ¡entonces sí podíamos decir lo que nos daba la gana, no como ahora, que aplastas un par de costillas y te montan un cisma en Francia o en Sajonia!».

Yo puedo entender que el discurso del inmovilista del siglo XXI pretenda convertirnos en inmovilistas a los que miramos por el telescopio y vemos que se mueve. Lo entiendo, porque es complicado apelar al honor o a la pureza, sus verdaderos valores, en estos tiempos que corren: se te unen pocos fans. Así que ellos proyectan su personalidad en el enemigo. Nos usan de espejo o de pantalla, no lo sé muy bien, e invitan a mirar a los suyos: «¿Veis? Inmovilistas perdidos. No se les puede decir nada, por todo se ofenden».

Por cierto: la Iglesia tardó un poco, solo un poco, en reconocer que Galileo tenía razón. Fue el 31 de octubre de 1992, hace ahora 30 años. Es decir, en plena explosión de la libertad, según comentan los geocentristas actuales. A los mandos de la nave estaba Juan Pablo II, te quiere todo el mundo. Solo dos años antes, en 1990, su sucesor el cardenal Ratzinger (Be-ne-dic-to, equis, uve palito) hacía suyas las palabras de su coetáneo, el filósofo Feyerabend: «La Iglesia de la época de Galileo se atenía más estrictamente a la razón que el propio Galileo, y tomaba en consideración también las consecuencias éticas y sociales de la doctrina galileana. Su sentencia contra Galileo fue razonable y justa, y solo por motivos de oportunismo político se legitima su revisión».

No hay más preguntas, señoría.