Ah, puede que los más jóvenes no lo recuerden, pero el martes arrancó una micción de censura. Perdón, quería decir moción. Me pasé el día sufriendo por la vejiga del expresidenciable, ¿saben? A partir de cierta edad, las ganas de pipí son irreprimibles. Sobre todo en los señores, a los que la próstata les crece a un ritmo desenfrenado. Por eso entiendo tantísimo al señor Tamames quejándose amargamente del mitin político que se marcó Pedro Sánchez. Una hora cuarenta minutos, por-fa-vor. ¡Cien minutos más de los que pasó Santiago Abascal chupando guardias en el cuartel! Vergonzoso.

Por si eso no fuera poco, tras el receso, la segunda parte de la poción de censura se inauguró con sesenta y cinco minutazos de cháchara de Yolanda Díaz. Para que me entiendan los que aplaudieron esta semana al caballero quejumbroso, esto equivale a dos orgasmos de Sánchez Dragó. El hombre estaba más incómodo que Rocío Monasterio en el Colegio de Arquitectos.

Hay tanto que destacar de la loción que no sé ni por dónde empezar, así que voy a dejar que me guíe la inspiración. Un poco como a don Ramón, que se fue comiendo trozos del discurso porque intuía que se le iba a retrasar la hora del almuerzo y necesitaba algo de picoteo. No me pidan estructura como no se la pidieron a él: aujourd’hui, je suis Tamames.

Pasaré de puntillas por la frase de oro del miércoles: «Mi mujer es la que manda en casa» (Santiago Abascal, 2023). Una frase perfecta, nada manoseada, impecable, a la altura solo de grandes éxitos como «pero qué voy a ser yo homófobo, si tengo un amigo gay». Verán, este año estoy repasando Historia por mor de la EvAU. No, no me la voy a sacar yo (la EvAU, cochinos, que les oigo pensar), sino mi hija. Esto me ha venido muy bien para recordar algo que cualquier historiador sabe, incluido Pío Moa: que la historia es una sucesión de hechos. Con causas que los preceden y consecuencias que los suceden.

Dijo el ilustre expresidenciable que en la guerra civil no hubo un bando bueno y uno malo. Mira que se saltó párrafos y fue a dejar la perogrullada. Esto parece evidente, no en la guerra civil, sino en cualquier guerra que en el mundo fue. Otra cosa será quién quiso esa guerra. Y ahí sí los hay, como poco, mejores y peores.

Las guerras también tienen consecuencias y causas. Y sucesos previos. A la guerra la precedió la II República, «una situación no tan angelical como pretenden demostrar actualmente», insistió el otrora comunista y encarcelado por Paquito Paco. No me consta a mí que los políticos que defienden este sistema hayan hablado de paz, felicidad o seres de luz, sino más bien de logros y avances. Pero qué sabré yo, que no he sido aupada a una punción de censura por partido político alguno. Yo solo soy una señora intentando recordar y desbordada por querer decirlo todo, como Tamames. En cualquier caso (párenme, que me voy por las ramas), a la II República la precedió un reinado, el de Alfonso XIII. Si ponemos las cartas de lo angelical boca arriba, pongámoslas todas.

Este señor, que nació rey por nacer huérfano de padre, continuó promoviendo el curioso sistema de urnas inaugurado por su progenitor: era un quítate tú pa ponerme yo de dos partidos moderaditos al que daban cariz democrático montando unas elecciones de pegote. Por entonces ya existía el sufragio universal. Masculino, chicas, no os vengáis arriba, que el universal de verdad de la buena llegó con la diabólica II República. Sigo. No contento con las elecciones fake, a Alfonso XIII en cuanto se le desmelenaba un poquito el obrero o el nacionalista sacaba a los militares a las calles y chimpún.

Y es que el abuelo del Emérito era un señor al que le gustaban mucho la caza y las mujeres, y que no le hizo ascos a un golpe de Estado (caramba, qué coinsidensia, que diría el rey enamorado). Tanto, que no dudó en sofocar una revuelta en Barcelona contra la movilización de reservistas con más de cien muertos. ¿Por qué se rebotaron los catalanes? Pues porque, por lo que fuera, solo movilizaron a los reservistas pobres. Más: desastre de Annual. Casi diez mil españoles muertos. Enumero a los muertos de Alfonso XIII porque los impulsores de la succión de censura tienden a contar los de la República. O los del comunismo, que deben ir ya por seiscientos mil trillones.

Como Alf the Thirteenth le tenía querencia a lo militar, al antisemitismo (sí, nenitos) y era un filofascista de pro, cuando se le puso la cosa muy cuesta arriba promovió un golpe de Estado militar. El elegido se llamaba Miguel Primo de Rivera y sí, era el papi de José Antonio, el ideólogo del franquismo. Era cariñosamente apodado por Alf como «mi Mussolini»: así lo presentó ante el rey italiano en 1923, recién inaugurada esta etapa de extraordinaria placidez. Los dos reyes, español e italiano, tenían su militarcito al mando para darle al pueblo lo que quería: represión.

Cuento todo esto porque la II República ni fue un paraíso ni una especie de burbuja en la que se concentra todo el mal del país aislada del resto de la historia. A la II República nos llevó un rey al que adornaban todos los defectos. Y vuelvo ya a la nación de censura. Al Tamames de hoy no le gusta el feminismo, al que culpa del aumento de las violaciones. Que es un poco como si yo culpo a mis gafas de que hay más mierda en todas partes simplemente porque ahora puedo verla.

Tampoco le gusta el actual Gobierno, pero lejos de proponer un programa, que es para lo que están las sanciones de censura, soltó una perorata sin pies ni cabeza que celebraron sus impulsores: a carcajada limpia y muy en blanco y negro. Habría que hacerles un festival al aire libre y a medida: el Solisombra. Cabeza de cartel: Bertín Osborne. Y que no falte José Manuel Soto. Ni Pitingo.

Frente al discurso de micción de censura de Tamames, en la que a falta de propuestas no faltaron ni los bengalís, la chapa de Sánchez dejó no pocas pistas sobre las diferencias entre Vox y la actual coalición. Habló, cómo no, del reto de la transformación digital. En ese momento, mi mente voló hacia aquella foto de Abascal en su despacho: en la mesa, una bandera, un mapa, un Cristo. Hasta un bote de pimentón de La Vera. Pero ni rastro de ordenador. No hay una imagen en el mundo que ilustre mejor la involución.