Hay tres palabras que me llevan sacando de quicio desde lo del covid: ‘plandemia’, ‘kakuna’ y ‘libertad’. Las dos primeras las creó ese grupo de iluminados que se sale del rebaño para tirarse de cabeza por el barranco de la estupidez. Me interesa la otra, la que sí existe pero cuyo significado se ha perdido: ‘libertad’.

La que les escribe pertenece a esa generación cuyos padres, cuando los reclamabas muchas veces seguidas, te decían: «Me vas a borrar el nombre». Y así me imagino yo a la Libertad cuando Madame la Présidente la escupe por enésima vez: brazos en jarras, piececito izquierdo haciendo «tap, tap, tap» en el suelo y mirada atravesada: «Isabel, chica, me vas a borrar el nombre. ¿No te enseñaron tus padres, Esperanza Aguirre o Miguel Ángel Rodríguez otra palabra?».

Según la RAE de don Arturo Pérez-Reverte y resto de académicos menos necesitados de atención, «libertad», en su quinta acepción (que es, creo, la que nos interesa), dice: «En los sistemas democráticos, derecho de valor superior que asegura la libre determinación de las personas». Libertad viene del sustantivo latín libertas, libertatis, que viene a significar lo mismo, y su adjetivo «libre», de liber, libera, liberum. Fíjense en que en la Antigua Roma, esa a cuya gloria y honor apela tanto el extremocentrismo, sí había género neutro. También allí se inventó el concepto de república. Qué cosas.

¿Cuál es, pues, la libertad a la que hace referencia Ayuso? Comenzó a usarla sin freno cuando decidió abrir las terrazas de los bares mientras el resto de España no salía más que lo imprescindible. Aludiendo de nuevo al Imperio Romano, Madrid se convirtió en algo así como la aldea gala de Astérix y Obélix, pero covid-friendly. El resto de España, mientras, seguía bajo el yugo del emperador, incluyendo circunscripciones gobernadas por el PP.

Sorprendentemente, tras esa oda al alcoholismo que dio en llamar libertad, no le dio por abrir los centros de atención primaria que cerró cuando el covid se llevaba por delante a miles de personas. Por lo que sea, ser libre en el idioma ayúser significa poder cocerte a güisquis hoy y morir al día siguiente si se te cruzaba una neumonía.

Podría entender el éxito del manoseo al que ha sido sometida la palabra hasta que terminaron las restricciones, pero no hoy. De hecho, funcionó tan bien que se sacó de la manga unas mid-terms cañís (de cañas) con las que, en medio de la pandemia, se erigió en la reina absoluta de la libertad alcohólica. Santa Ayuso de los Bares la llamaban. No sé: la cogorza funciona en el corto plazo, pero la resaca viene después: récord de muertes en las residencias. Sanidad pública desmantelándose de a poco. Reducción de plantilla en institutos y escuelas públicos. Recorte de impuestos que al señor que cobra una miseria no afecta en nada, pero que pone a las élites a dar palmas con las orejas.

«Libertad» se ha convertido en una coletilla que ya no significa nada. No evoca nada. Es un reclamo machacón al que Isabel se agarra como a su flequillo para taparse la oreja. A quienes no le compran el mantra les da risa escucharla, y quienes sí tampoco saben muy bien qué hay dentro de ella. La grosera libertad del gobierno regional de Madrid huele a vino y al serrín con el que se alfombraban los bares cuando beber a todas horas se veía como un simpático hábito compartido y no como una enfermedad.

A la libertad mal entendida de la derecha se le ha desvaído el color y luce como esas banderas en los balcones ya más austriacas que españolas. Nadie sabe ya qué dice cuando grita «España» o «libertad»: lo importante es hacerlo, porque te sitúa en el bando ganador de la historia. La libertad en boca de los que hoy se autoproclaman libertarios no es sino su atajo para conspirar desde la ignorancia contra quienes intentan, cada vez con menos éxito, aportar veracidad (o datos, o ciencia) al mundo que nos ha tocado vivir.

Pero, siendo hoy la palabra «libertad» un mamarracho, el uso que le da Ayuso o su subordinado Feijóo cuando reclama la libertad de desecar un ecosistema de alto valor ecológico, puede no ser ni la peor. Ahora resulta que, según Juan García-Gallardo, dudar de que el CO2 sea el principal responsable del efecto invernadero o de que la II República fuera un sistema democrático nos hace libres. En este momento de exaltación preelectoral, al vice se le ha calentado el boquino y ya anda diciendo que hoy hay millones de personas atemorizadas por ETA. ¡Me parecen pocos, Juan! ¡Sixtillones de quintillones de españoles andan cagados de miedo con una banda terrorista que ya no existe!

Resulta que «libertad», en boca del bocazas mayor de Vox, es exhibir tu necedad en público. Demostrar que, sin tener ni idea de nada, se puede discutir de tú a tú con alguien que lleva años estudiando lo que le rebates. Demostrar que, sin tener ni idea de nada, se puede llegar a vicepresidente de una comunidad autónoma. Pienso ahora en que «libro», en latín, también es liber, y que libellus, «libelo» en castellano, es su diminutivo. Voy a dejar la etimología porque empieza a causarme el mismo efecto que a los libertarios las cañitas.

Observo con estupor cómo se alude a la libertad de expresión para permitir el acoso racista en foros de Internet. O a la difusión de bulos mientras hay estados en los libérrimos EE. UU. que censuran contenidos LGTB o que controlan que no se hable de algo tan peligroso como la menstruación.

De pocos años a esta parte, la ya entonces manoseada libertad ha sido arrastrada por el lodo hasta convertirse en otro germen de los que habitan en él. Eso sí, si quieren saber dónde acaba esa libertad en concreto, hagan un chiste con una talla de madera. No falla.