La clave es la pirámide. Yo me entiendo y pronto ustedes también. Verán, hubo una serie hace muchísimos años que los más veteranos del lugar recordarán con tanto cariño como yo. Se llamaba Arriba y abajo. Para los más jóvenes: allí residía todo el encanto y mucho más que hoy destila Downton Abbey, la inconfesa parásita argumental de aquella maravilla de los setenta. El tema de la serie era sencillo: el día a día en una gran mansión británica de comienzos del siglo XX, tanto en su planta noble, donde vivían los pudientes propietarios, como en la que se ocultaba a ojos de la gente, donde todo ocurría y todo se gestionaba.

Arriba, espacios amplios y lujosos, donde sus cuatro habitadores se desplazaban con primoroso encanto y agasajaban a sus también ilustres invitados. Hablaban de política, oh, la política, ese asunto importantísimo solo reservado a mentes preclaras y eruditas. ¿Ganarán los liberales? ¿Ganarán los conservadores? Ay, cuánta congoja. Abajo no había muebles de caoba traídos de exóticas tierras ni cortinas de terciopelo ni delicados encajes: el servicio se apelotonaba en espacios húmedos de techos bajos, escasos de luz y de mobiliario.

Los de abajo eran los que, día a día, limpiaban la mierda despreocupada de la aristocracia que caminaba sobre sus cabezas. Eran los que les llevaban la agenda y despejaban el camino para que tan ilustre élite pudiera pensar en política, oh, sí, los señores sí que saben, nosotros no estamos para eso, no tenemos tiempo, no nos queda, ni dormir podemos a veces, todo sea por el bien de los Bellamy.

Yo creo que ya van viendo por dónde van hoy los tiros. Para que lo de arriba funcione hace falta una base muy amplia abajo. Imagínense un castell al revés, donde l’enxaneta soportara toda la masa de carne humana que se alza sobre él. Cap possibilitat, oi? Pues así con todo. Los menos necesitan de los más para subsistir. Para que cuatro pedorros puedan hablar de política con otros pedorros mientras acarician sus cortinas impolutas y brindan con sherry tiene que haber detrás una legión de personas organizándoles el cotarro, plumero en mano y sin rechistar.

Y aquí viene la segunda parte: sin rechistar. Digo más: loando los logros del señor. Porque el gran éxito de los de arriba es el síndrome de Estocolmo de los de abajo. Oh, el señor. Es tan bueno. Nos deja medio día de asueto para ir al parque a pelar la pava con el lacayo de los Bodington. Ya, no, no nos podemos casar. Perdería mi salario y aquí se vive tan bien… Bueno, sí, huele a moho y a humedad y a vómito podrido algunas veces, la cama hace tiempo que tiene una pata quebrada y mi espalda comienza a acusarlo, pero ¿ha visto lo guapo que va el señorito Bellamy al desfile? ¡Algo habrán tenido que ver los caldos de gallina que le hacía de madrugada cuando volvía borracho a casa y me despertaba para que lo reconfortara!

Los de abajo de la pirámide no solo tenemos por fuerza que ser más: también tenemos que ser buenos súbditos. O subordinados. O sub- lo que ustedes quieran. No se confundan: lo único que cambia es que hoy ya no nos obligan a vestir cofia ni mandil. Nos han dejado llevar traje y corbata para que crean que somos ellos o que podemos llegar a serlo. En realidad, nosotros nos atildamos frente al espejo de Ikea creyéndonos clase media cuando ellos andan piojos perdidos por las mejores calas de Ibiza, en un yate, descalzos y despeinados como hippies. No importa cuánto terreno parezca que nos están cediendo: siempre están planeta y medio más allá que nosotros.

Los de arriba de la pirámide nos ponen a los de abajo médicos que nos diagnostican detrás de un plasma mientras el suyo, a tiempo completo, los examina a domicilio y de punta a punta. Su nutricionista particular les pauta la dieta semanal a la vez que ellos se hacen fotos en Tuíter o en su red social de confianza rodeados de donetes y chuches. Se echan las manos a la cabeza por si a los hijos de los de abajo les enseñan educación sexual mientras aprueban leyes que faciliten que esos mismos hijos, no los suyos, puedan trabajar de noche o servir alcohol antes de la mayoría de edad. Te embarazan para que les traigas hijos sanos que ellos no engendran; a veces, por una simple cuestión estética.

La gente de arriba está arriba porque se esfuerza de veras. Tú les das, qué te digo yo, unas minas de esmeraldas de nada o un banco enano y te montan un imperio. A ti te dan un pico y una pala y no llegas ni a oficial de primera. Oh, el señor, qué bueno es, qué bien lo hace. Ojalá pudiera yo tener la inteligencia del señor.

Mientras los de arriba refuerzan su burbuja y excluyen de ella todo lo que no es bonito de ver, los de abajo apoyamos enceguecidamente su clasismo. Oh, sí, qué razón tiene el señor. ¿Las fuentes? Las fuentes solo traen miseria. ¡Vienen los pobres a beber! ¡Mira ese pobre durmiendo en la Gran Vía!, ¿será cretino? ¡Con lo bonito que estaría el escaparate sin él debajo! ¡Ooooh, el cohete ha volado cuatro minutos antes de explotar! ¡Aplaudamos el éxito sin precedentes, plas, plas, plas!

La clave es la pirámide: los de abajo sostenemos la cúpula y lo peor es que lo hacemos creyendo que estamos en lo alto. Los de abajo arrastramos la piedra para que el faraón tenga un lugar en el que hallar descanso eterno. Habría que despegar los ojos del móvil y mirar hacia fuera: la punta de la pirámide está muy lejos, apenas alcanzamos a verla, y los que buscan agua en una fuente solo están un par de filas de bloques más abajo que nosotros. Convendría ir pensando en sacudir un poco la base para ver qué cae.