Habrán visto ustedes más de una vez ese jacarandoso juego de palabras con «votar» y «botar», «votad» y «botad», «votemos» y «botemos», del tipo: «No vamos a votar a Fulanito de la Calzada, vamos a botarlo, con b». Lo de «con b» es importante porque, como sabrán, en castellano b y v son dos grafías de un mismo fonema. Que sí, que a ustedes sus profesores en los dictados les decían «Me enfenenaron en Falencia con bombones», pero seguramente era su manera de meternos las reglas ortográficas en la cabeza, yo qué sé, no me líen. Decía que la dualidad votar/botar se utiliza con propósitos hilarantes, casi tanto como «dimitir no es un nombre ruso», ja, ja, ja, qué risa las seiscientas primeras veces, ya me va haciendo menos gracia.

Nos enfrentamos, cada uno en su municipio y en su autonomía, a esa dualidad: ¿votar o botar? Pues será lo que el pueblo soberano decida en cada lugar. Todos «sabemos» lo que va a ocurrir, por ejemplo, en la región de Madrid. Pero yo no pierdo la esperanza ni aun después del 99% del escrutinio. Permítanme que les cuente una anécdota que ejemplifica muy bien mi connatural felicianismo.

Cuando era pequeña, algo que sucedió unos meses después de la entrada en la Península Ibérica de suevos, vándalos y alanos, mi padre nos llevó al circo. Era algo que él adoraba y que yo, personalmente, aborrecía con todas mis fuerzas. No soportaba ver a perretes disfrazados caminando de pie, a elefantes, tigres o leones con la mirada más triste que recuerdo. Había algo muy sórdido en todo aquello que me hacía salir abatida en lugar de contenta. Pero era niña obediente e iba donde se me pedía. Tampoco tenía alternativa.

Pues bien, en una de esas soirées se repartían o se vendían, ya no lo recuerdo, unos boletos para una rifa que se sorteaba al finalizar la función. Los payasos, aquel clásico dúo tonto-listo, ejercían de maestros de ceremonias y cantaron el número ganador. Era igual que el nuestro salvo por un dígito, el 3, que resultó ser un 5, o viceversa. Rompí a llorar y exigí a mi padre que fuera a hablar con el payaso: «Papá, ¿no ves que es el payaso tonto? Seguro que ha confundido el 3 con el 5». Era demasiado pequeña como para saber que interpretaban un papel. Pero no me di por vencida mientras me fue posible. Mi cansinismo de aquella tarde-noche fue, sin duda, el predecesor de mis audios de WhatsApp.

Comento esto para ilustrar mi capacidad de ilusionarme aun cuando no tengo motivos. Pero sobre todo porque sé que las situaciones que no nos gustan se cambian votando. Y botando. Soy consciente de lo difícil que es echar a ciertos cantamañanas del lugar que ocupan. Pero ¿no se han descubierto a sí mismos en estos días de campaña con un «¿y si…?» en la cabeza? Porque yo sí. Quizá es que la niña que quería reclamar a los payasos que su boleto era el premiado sigue viva dentro de mí. Pero votar es la única puerta abierta para botar. La única. No hay otra ni quiero que haya otra.

Esta humilde columna tiene el alcance que tiene. Me leerán mis amigos, unos pocos conocidos y quién sabe si hasta algún viejo amante. No se hará viral, pero a todos ellos les digo: «Votad, botad, malditos». Me da igual si ya no quedamos con la frecuencia de antes, si nos dejamos de hablar, si follabas regulinchis. Quiero que vayas a votar con la convicción de que podrás cambiar el mundo y que sea el mundo el que te dé la sorpresa o confirme tus predicciones. Pero no te quedes en casa. Hazlo por mí, por quienes fuimos algún día o seguimos siendo. Si finalmente nada cambia, nadie podrá decirte que tuviste algo que ver. Pero ¿y si sí cambia? ¿Y si…?