Hace años, bastantes, hubo un cómico (no recuerdo cuál) que explicaba una de esas broncas de pareja en las que uno de los cónyuges, buscando derrotar moralmente al otro, soltaba en el fragor de la discusión: «Pues ahora te jodes, que no ceno». A continuación, el ofendido se marchaba dando un portazo, se metía en el coche y echaba a andar con él sin rumbo fijo mientras empezaba a pensar, según se iba enfriando, que el que se había jodido era él.

Me encanta, porque lo he utilizado infinidad de veces para ilustrar situaciones absurdas con personas cercanas, y me viene al pelo para explicar a los partidos brutalmente derrotados y pisoteados en las últimas elecciones municipales y autonómicas (unos más que otros, pero el marrón se lo han comido todos). Resulta que andaban dividiéndose, en esa mitosis perpetua que es la izquierda, y cuando les llegó la hora de formar pactos para ir más fuertes, pensaron: «Te jodes, que no ceno». Y ahí los tienes, con las tripas rugiendo y sin dar su brazo a torcer.

La cuestión en la izquierda la han analizado prestigiosos todólogos del mundo entero y parte del extranjero, y es siempre la misma. Tanto el votante como el político somos solteros exigentes. En cuanto alguno se sale un poquito del guion que tú tenías en tu cabeza, te jodes y no cenas. Reside en la esencia misma del izquierdismo. Nada de un primus inter pares dando pautas al resto. Aquí todo se somete a debate.

El sistema asambleario de cierta izquierda será el más justo, pero aburre a las ovejas. Y otra cosa mucho más importante: en lo que tú te reúnes con tu círculo de poder a debatir por qué llueve gordo en vez de fino y llevar las conclusiones al círculo de al lado, el facha ha hecho pimpampún y se te ha colado en la fila del súper. Marc Giró, ese señor brillante al que prestamos menos atención que al intelectual de la verdadera izquierda simplemente porque es divertido razonando, lo explicó mucho mejor que yo.

Yo tengo un par de gafas de esas que llaman ocupacionales. Sirven para la maldita presbicia, pero alargan un poco el rango para alcanzar con solvencia la distancia que te separa de la pantalla del ordenador. Bien, estas gafas tienen un filtro antibrillo. Viene muy bien para mis interlocutores: cuando tengo una de esas reuniones por Zoom o similares, la gente ve dos ojos en vez de dos reflejos de luz. Resulta que para quitar los reflejos aplican a los cristales una capa de no sé muy bien qué, pero hace que tenga que estar limpiando las gafitas cada dos por tres, porque en diez minutos llevan más mierda que el rabo de una vaca.

¿Por qué cuento esto? Pues porque las gafas son como todo. Tuve que elegir: o me ven los ojos o llevo impolutas las gafas más tiempo. Elegí dejar mis ojos a la vista y limpiar más los cristales. Son ojos de pulga pedorra, pero ojos al fin y al cabo. Con el voto es lo mismo: hay que escoger entre llevar puesto cierto nivel de mierda… o que no te vean. Parece que en las últimas municipales elegimos la invisibilidad. Y así nos luce el pelo.

Una podría pensar que hemos aprendido la lección y que iremos a una en las generales. Ay, inocentes. Ahí siguen, en su cada vez más reducido cubículo, lanzando proclamas contra los que están más o menos en su bando, pero que son unos indeseables porque un día dijeron que los empresarios no sé qué.

Creo que fue Vargas Llosa (señor al que detesto) quien se preguntaba en uno de sus libros en qué momento se jodió el Perú. Esa pregunta anda revoloteando en mi cabeza desde hace unos días. ¿En qué momento se jodió España? ¿Cuándo decidimos que era mucho más importante hacer prevalecer nuestras diferencias en lugar de potenciar lo que nos une? ¿Cómo ha logrado la ultraderecha blanquearse entre las toneladas de bulos que siguen publicándose en presuntos medios? ¿Cómo hemos permitido que la polla del fascio nos llegue tan adentro?

Esto daría para largos debates, pero como yo no soy la analista sesuda que buscan, lo resumo: el enfurruñe no seduce. No, amigos. Vivimos en un mundo en el que todo son experiencias, y las experiencias trascienden el acto. Comer es una experiencia gastronómica. Conducir es una experiencia automovilística. Y votar es una experiencia electoral. Si el camarero te atiende mal, te jode la experiencia. Si un camión se pone a adelantar a otro en plena A-6, te jode la experiencia. Y si tu político de izquierdas te habla enfadado, te enfadas y te jode la experiencia. Y no cenas. Es decir, no votas.

El político debe seducir al votante. ¿No les gusta lo que leen? A mí tampoco. Pero en esas charlas interminables sobre Simone de Beauvoir, Marx y Byung-Chul Han se nos ha ido el sentido práctico por el fregadero. No se trata de ser los más listos de la clase. Ni siquiera se trata de parecerlo. Hay que simplificar el discurso. Y seducir. Los tiempos de los debates elevadísimos han terminado: lo que lo peta es el comentario chispeante por Tuíter. Esto es lo que nos dejan los medios de comunicación y las redes sociales: postureo. Postureen pues, queridos amigos políticos de izquierdas. Postureen, júntense, hagan alianzas aunque no puedan ni verse. ¿O creen que los de derechas se soportan? Pues tampoco. Pero ellos cenan, y ustedes y nosotros estamos jodidos y muertos de hambre.