Llueve y llueve
Permítanme que comience con una anécdota familiar muy vieja. Me pongo en modo Sofía Petrillo y digo: «Móstoles, 1985». Dos de mis hermanos, el segundo y el cuarto, hacen los deberes en su habitación. El menor (10 años) le pregunta al mayor (15): «¿Puedes ayudarme a hacer un poema sobre el otoño? No se me ocurre nada». El mayor se queda pensativo y, al cabo de unos segundos, comienzan a brotar palabras de su garganta: «Llueve. Detrás de los cristales llueve y llueve. Sobre los chopos medio deshojados, sobre los pardos tejados, sobre los campos, llueve». Mi hermano menor no da abasto a escribir mientras le pregunta cómo se le ha podido ocurrir eso así, tan de pronto. El mayor, entre carcajadas, le confiesa que no es suyo. Es la Balada de otoño, de Serrat.
Aquella canción de un autor que bañaba todas nuestras mañanas de sábados y domingos, que giraba en el tocadiscos, que mi madre imponía pero que nos terminó enseñando a amar, pertenecía al primer álbum en castellano que escribió Joan Manuel Serrat. Siempre me fascinó esa hibridación de nombres: ni Juan Manuel ni Joan Manel; supongo que estará explicado y no sé si quiero saberlo. En mi corazón late la idea de que sonaba bien y de que no renunciaba a ninguna de sus raíces. Joan Manuel Serrat es catalán y es de todos. Y me reconforta.
Los más cafeteros saben que estoy estudiando catalán. Entre otros motivos, por Serrat. Cuando cantaba Paraules d’amor, que suena infinitamente mejor en el idioma en que fue compuesta que en castellano, repetía como un loro la entonación y el acento de Joan Manuel (imitar acentos de otros idiomas no es lo que peor se me da del mundo, modestia aparte), pero no entendía por qué se escribía «aprendre» y se pronunciaba «apendre». Fue uno de los primeros y felices hallazgos al iniciarme en un idioma dulce y líquido, como el francés o el portugués, como el italiano también. Son idiomas delicados, que relajan y abrazan.
Mientras escribo se celebra a pocos kilómetros de mi casa la Fiesta Nacional de España, también llamada Día de la Hispanidad, esa cosa que busca separar mientras se anuncia hermanadora. Es difícil tenerle cariño a una festividad que la Ley 18/1987 definía en estos términos: «España, a punto de concluir un proceso de construcción del Estado a partir de nuestra pluralidad cultural y política, y la integración de los reinos de España en una misma monarquía, inicia un periodo de proyección lingüística y cultural más allá de los límites europeos». Les explico por qué.
Fíjense ustedes: reinos de España, pluralidad cultural y política. Esto lo sancionó Juan Carlos de Bribón, por entonces Muy Campechano Rey de Todas las Españas. Si un votante de Vox o del PP te leen la exposición de motivos que llevó a las Cortes a proclamar esta fiesta como fiesta de todo el Estado se les caerían los bóxeres con iniciales bordadas al suelo. En realidad, se les caería con prácticamente lectura histórica seria.
Tuve la oportunidad de escuchar (a ratos: me entenderán quienes lo hayan escuchado) la ondulante voz de Enric Juliana, catalán en Madrid, en directo el pasado miércoles. Explicó dos cosas que para mí definen muy bien una parte de lo que yo intento sugerir en estas torpes líneas. Una era su propia autopercepción de español. Explicaba la idea de españolidad como el Sistema Solar: hay varios planetas girando en torno al Sol (España) y los hay de Mercurio y también de Plutón según su sentimiento de cercanía; es decir, españolísimos de los de besar la bandera cubierta de mierda de paloma y de los que son españoles porque lo pone en su DNI. ¿En qué planeta se encuentran ustedes? Yo ya les anuncio que en el cinturón de asteroides, millón de kilómetros arriba, millón de kilómetros abajo.
La otra cosa que explicó Juliana fue cuando el general Prim, tras la gloriosa revolución de 1868 que expulsó a Isabel II del trono (si no me equivoco, tataratatarabuela del preparao), pronunció aquel discurso en las Cortes gritando aquel «¡Jamás, jamás, jamás!» ante la idea de regresar a la dinastía borbónica e inició el casting (me encantó el símil) a rey de España que ganó Amadeo de Saboya y salió regulinchis. Prim, nacido en Reus, se sumaba a la ya tradicional costumbre de Cataluña de cogerles una tirria fuertecita a los Borbones.
Es curioso cómo el españolismo más ultramontano sigue venerando a un señor que anda blanqueando sus dineros para que su descendencia los disfrute, que gozó y sigue gozando de una inviolabilidad onerosa y cuya participación en el golpe de Estado, su único activo válido hasta ahora, parece que no fue tan heroica como creían. Da igual: los ultrahispanos preferirían un golpe de Estado militar antes que un gobierno de izquierda porque en sus cabezas anida la idea de que vivimos ya en una dictadura bolivariana, aunque no paren de desembarcar venezolanos.
No seré yo la que se alinee con la idea de territorios independizados. Sospecho que todos saldríamos dañados de aquello (unos más que otros, eso también). Pero me seduce la idea federalista de reinos (llámenlos equis) de España que en aquel lejano 1987 expresaba una ley. Me encantaría un país unido no ya ante la adversidad, sino ante la diversidad. Me fascina y enorgullece contar que vivo en un lugar en el que se hablan decenas de idiomas distintos. Me enorgullece explicar a quienes me miran como marcianos cuando les explico que estudio catalán que lo hago por amor a mi país, por amor a esa variedad compleja de identidades que algunos se empeñan en homogeneizar en una sola mientras gritan «yo soy español, español, español» como aullido de pertenencia a un lugar. Es todo tan contradictorio que me cuesta explicarlo incluso en una plaza virtual que me concede todo el espacio que desee.
Hoy no se celebra la Fiesta Nacional de España: se celebra una versión torticera y deforme, como la luna de 1Q84 del eterno aspirante a Nobel Murakami. Se celebra el golpe de pecho, el pecho peludo, el pecho de legionario, el brazo derecho en alto, la bandera de España más grande del mundo; se celebra una menina horrenda con una bufanda rojigualda, el «habla español, hijodeputa». Se celebra, en fin, la España de postal de Berlanga, la de aquel pueblecito manchego disfrazado de Andalucía para poder ser reconocido, la España acomplejada que habla inglés y tiembla ante el euskera o el bable, de identidades deslavazadas y enterradas bajo el manto de fango que vierten cada día sobre nuestro país los defensores de algo que no existe.
El día que fui a escuchar al ondulante Enric Juliana, la bandera de Colón no estaba. Se erigía su mástil desnudo en una plaza que conmemora una conquista que tiene más de reemplazo que de conquista, en un espacio que hoy reivindican derechistas, ultraderechistas y ardillistas. Hoy, Fiesta Nacional de España, llueve. Es otoño, llueve y llueve. Los patriotas que suelen ir a silbar al presidente han preferido quedarse en casa. Tanto amenazar con sacar tanques, tanto presumir de ofrecer su cuerpo a las guerras que están en sus cabezas, de dejarse la sangre en las calles, y les arredran cuatro gotas de agua.