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Llueve y llueve

Permítanme que comience con una anécdota familiar muy vieja. Me pongo en modo Sofía Petrillo y digo: «Móstoles, 1985». Dos de mis hermanos, el segundo y el cuarto, hacen los deberes en su habitación. El menor (10 años) le pregunta al mayor (15): «¿Puedes ayudarme a hacer un poema sobre el otoño? No se me ocurre nada». El mayor se queda pensativo y, al cabo de unos segundos, comienzan a brotar palabras de su garganta: «Llueve. Detrás de los cristales llueve y llueve. Sobre los chopos medio deshojados, sobre los pardos tejados, sobre los campos, llueve». Mi hermano menor no da abasto a escribir mientras le pregunta cómo se le ha podido ocurrir eso así, tan de pronto. El mayor, entre carcajadas, le confiesa que no es suyo. Es la Balada de otoño, de Serrat.

Aquella canción de un autor que bañaba todas nuestras mañanas de sábados y domingos, que giraba en el tocadiscos, que mi madre imponía pero que nos terminó enseñando a amar, pertenecía al primer álbum en castellano que escribió Joan Manuel Serrat. Siempre me fascinó esa hibridación de nombres: ni Juan Manuel ni Joan Manel; supongo que estará explicado y no sé si quiero saberlo. En mi corazón late la idea de que sonaba bien y de que no renunciaba a ninguna de sus raíces. Joan Manuel Serrat es catalán y es de todos. Y me reconforta.

Los más cafeteros saben que estoy estudiando catalán. Entre otros motivos, por Serrat. Cuando cantaba Paraules d’amor, que suena infinitamente mejor en el idioma en que fue compuesta que en castellano, repetía como un loro la entonación y el acento de Joan Manuel (imitar acentos de otros idiomas no es lo que peor se me da del mundo, modestia aparte), pero no entendía por qué se escribía «aprendre» y se pronunciaba «apendre». Fue uno de los primeros y felices hallazgos al iniciarme en un idioma dulce y líquido, como el francés o el portugués, como el italiano también. Son idiomas delicados, que relajan y abrazan.

Mientras escribo se celebra a pocos kilómetros de mi casa la Fiesta Nacional de España, también llamada Día de la Hispanidad, esa cosa que busca separar mientras se anuncia hermanadora. Es difícil tenerle cariño a una festividad que la Ley 18/1987 definía en estos términos: «España, a punto de concluir un proceso de construcción del Estado a partir de nuestra pluralidad cultural y política, y la integración de los reinos de España en una misma monarquía, inicia un periodo de proyección lingüística y cultural más allá de los límites europeos». Les explico por qué.

Fíjense ustedes: reinos de España, pluralidad cultural y política. Esto lo sancionó Juan Carlos de Bribón, por entonces Muy Campechano Rey de Todas las Españas. Si un votante de Vox o del PP te leen la exposición de motivos que llevó a las Cortes a proclamar esta fiesta como fiesta de todo el Estado se les caerían los bóxeres con iniciales bordadas al suelo. En realidad, se les caería con prácticamente lectura histórica seria.

Tuve la oportunidad de escuchar (a ratos: me entenderán quienes lo hayan escuchado) la ondulante voz de Enric Juliana, catalán en Madrid, en directo el pasado miércoles. Explicó dos cosas que para mí definen muy bien una parte de lo que yo intento sugerir en estas torpes líneas. Una era su propia autopercepción de español. Explicaba la idea de españolidad como el Sistema Solar: hay varios planetas girando en torno al Sol (España) y los hay de Mercurio y también de Plutón según su sentimiento de cercanía; es decir, españolísimos de los de besar la bandera cubierta de mierda de paloma y de los que son españoles porque lo pone en su DNI. ¿En qué planeta se encuentran ustedes? Yo ya les anuncio que en el cinturón de asteroides, millón de kilómetros arriba, millón de kilómetros abajo.

La otra cosa que explicó Juliana fue cuando el general Prim, tras la gloriosa revolución de 1868 que expulsó a Isabel II del trono (si no me equivoco, tataratatarabuela del preparao), pronunció aquel discurso en las Cortes gritando aquel «¡Jamás, jamás, jamás!» ante la idea de regresar a la dinastía borbónica e inició el casting (me encantó el símil) a rey de España que ganó Amadeo de Saboya y salió regulinchis. Prim, nacido en Reus, se sumaba a la ya tradicional costumbre de Cataluña de cogerles una tirria fuertecita a los Borbones.

Es curioso cómo el españolismo más ultramontano sigue venerando a un señor que anda blanqueando sus dineros para que su descendencia los disfrute, que gozó y sigue gozando de una inviolabilidad onerosa y cuya participación en el golpe de Estado, su único activo válido hasta ahora, parece que no fue tan heroica como creían. Da igual: los ultrahispanos preferirían un golpe de Estado militar antes que un gobierno de izquierda porque en sus cabezas anida la idea de que vivimos ya en una dictadura bolivariana, aunque no paren de desembarcar venezolanos.

No seré yo la que se alinee con la idea de territorios independizados. Sospecho que todos saldríamos dañados de aquello (unos más que otros, eso también). Pero me seduce la idea federalista de reinos (llámenlos equis) de España que en aquel lejano 1987 expresaba una ley. Me encantaría un país unido no ya ante la adversidad, sino ante la diversidad. Me fascina y enorgullece contar que vivo en un lugar en el que se hablan decenas de idiomas distintos. Me enorgullece explicar a quienes me miran como marcianos cuando les explico que estudio catalán que lo hago por amor a mi país, por amor a esa variedad compleja de identidades que algunos se empeñan en homogeneizar en una sola mientras gritan «yo soy español, español, español» como aullido de pertenencia a un lugar. Es todo tan contradictorio que me cuesta explicarlo incluso en una plaza virtual que me concede todo el espacio que desee.

Hoy no se celebra la Fiesta Nacional de España: se celebra una versión torticera y deforme, como la luna de 1Q84 del eterno aspirante a Nobel Murakami. Se celebra el golpe de pecho, el pecho peludo, el pecho de legionario, el brazo derecho en alto, la bandera de España más grande del mundo; se celebra una menina horrenda con una bufanda rojigualda, el «habla español, hijodeputa». Se celebra, en fin, la España de postal de Berlanga, la de aquel pueblecito manchego disfrazado de Andalucía para poder ser reconocido, la España acomplejada que habla inglés y tiembla ante el euskera o el bable, de identidades deslavazadas y enterradas bajo el manto de fango que vierten cada día sobre nuestro país los defensores de algo que no existe.

El día que fui a escuchar al ondulante Enric Juliana, la bandera de Colón no estaba. Se erigía su mástil desnudo en una plaza que conmemora una conquista que tiene más de reemplazo que de conquista, en un espacio que hoy reivindican derechistas, ultraderechistas y ardillistas. Hoy, Fiesta Nacional de España, llueve. Es otoño, llueve y llueve. Los patriotas que suelen ir a silbar al presidente han preferido quedarse en casa. Tanto amenazar con sacar tanques, tanto presumir de ofrecer su cuerpo a las guerras que están en sus cabezas, de dejarse la sangre en las calles, y les arredran cuatro gotas de agua.


Alvise y las ardillas

Ponferrada, que está en León, siempre me pareció un municipio gallego. Tiene nombre gallego, no me pregunten por qué, igual que Nagüeles, que parece asturiano, está en la Málaga más pija. En León conviven nombres que suenan a gallego con otros como Astorga o Cubillas de los Oteros, que rebosan castellanidad vieja, así como de españoles de bien que siguen pensando que El Cid era un patriota y no un mercenario. También Bembibre o Benavides, que nos recuerdan que somos hijos de una hermosa tradición de culturas contaminándose entre sí.

Pero volviendo al Cid: es gracioso cómo la línea entre lo españolazo y lo mercenario se difumina hasta lograr un degradado, no me digan que no está bien traída aquí la polisemia. También es gracioso (no) cómo esta facción supura testosterona por todos los poros de la piel de toro. El libertarismo de moda es testosterónico y huele a huevos sudados, aquí y en el resto del mundo. No hay patriota que no esconda dentro de sí un señor hiperventilado con complejos anatómicos dispuesto a vender a su madre por un mendrugo de pan; llámenlo mendrugo, cuscurro, corrusco o bitcoin.

Teníamos un pajarito azul, mutó a equis renegrida y, de repente, aquel lugar comenzó a oler a esas ingles que usan la ducha como usamos la chimenea los que no la tenemos: poniéndola en Netflix. El patriotismo es la válvula de la olla exprés de quienes aúllan «charos» y «feminazis», un postureo braveheartiano de venta en temu, un falangismo de saldillo que seduce, escúchenme bien, a gente con huevos peludos, no a mí, no a la mayoría de las mujeres, no a las mujeres cis ni trans, bollos o heteros, no al colectivo LGTBI, no: a quienes llevan unas cuantas décadas sintiendo que el reino se les vuelve líquido y se les escurre entre los dedos.

Elon Musk, Javier Milei, Alvise Pérez, Nayib Bukele, Donald Trump, Abascal, Orbán. Esos engendros con disfraz de mesías del bazar de la esquina son seductores masivos de mecha corta. Te baten el récord en los 100 metros lisos del odio, pero no los pongas a recorrer los 5000 obstáculos porque les falta equilibrio. Tarde o temprano les sale la actriz porno, el perro del más allá, el lobbismo de escai y, sobre todo, las criptomonedas como epítome de la masculinidad frágil intentando recuperar su trono.

Hitler fue un señor recortaíto y de pelo oscuro que pudo convencer a muchos millones de personas de que había que sublimar la raza aria. Alvise, la versión baratocañí de aquel pintor frustrado, es la prueba viviente de que por las venas de los españoles de bien y de mal corre sangre árabe y, sin embargo, ahí lo tenemos, en una de sus infinitas contradicciones, bramando contra ellos. Es lo que tiene votar con los huevos: no hay más que rencor oculto, más que odio y deseo de destruir todo a martillazos. Son la versión tóxica de los gemelos de las reformas, salvo que aquí, después de cargarse el muro maestro, sueltan la maza, se alejan y se encienden un habano.

A esta manera de «pensar» le sobra testosterona y le faltan cerebro y estrógenos. Si eliminamos la facción júligan de cualquier partido (ayúsers, pedrettes y demás), lo habitual es que un votante entre en desacuerdo con el político al que eligió cuando la caga. No espero de los alvisers una legión de desencantados, pero sospecho que habrá unos cuantos que hayan descubierto, oh sorpresa, que bajo la máscara de Guy Fawkes había una ardilla con los carrillos repletos de moneditas. Escuchen, escuchen el vídeo en el que un atribulado agitador propagandístico con cargo de eurodiputado justifica el acto. Miren, yo monté un partido político y para montarlo pedí perras, las cuales me metí en el bolsillo porque no quiero vivir de la política. Escúchenlo en bucle y traten de entender.

Yo lo he agregado a mi lista de vídeos de humor porque hay que reconocer que como político no, pero como comediante le auguro una prometedora carrera a este Alvise que en realidad se llama Luis y se alió con un Luis que en realidad se llama Álvaro. Alianzas estratégicas, en fin, para dar voz a esos muchachotes sanísimos que aman la estética legionaria, pagan cientos de euros para hacer burpees y cursos de superación en YouTube junto a los nuevos mesías, que abominan de las feminazis y de la educación sexual, que quieren una patria unida y libre de idiomas raros que solo se hablan para que los españoles de bien no les entendamos, que no quieren moros porque hay manadas que agreden a sus mujeres mientras ellos consumen porno violento quizá por eso mismo, porque nadie les explicó que en la cama el sexo se pacta, hijos de padres que no hablan de esas cosas marranas, que quieren un pin parental y una España como la de antes, sea eso lo que sea.

En Ponferrada, esa ciudad de León con nombre gallego, una mujer dijo basta y el mundo entero la condenó en vida. Ganó, pero perdió, mientras su victimario perdió, pero ganó. A veces las victorias son mucho más amargas que las derrotas. En Ponferrada gobierna ese PP de Ismael Álvarez que ha prohibido rodar en sus calles aquella historia, que ha prohibido ningún acto en torno a la película. Ay, la España de antes, donde no había moros agrediendo a nuestras mujeres. Cómo se la echa de menos.


¿Sabemos si comen bichón?

Tu perro mañana podría ser ingerido por un magrebí o tu gato por un maliense. Quizá no hoy, pero dales tiempo. Los del rodeíto son así: esperan a que el discurso se enfríe y luego lo meten en la nevera hasta que los demás olvidemos que un día nos hicieron comer ese menú, le dan un golpecito de microondas y te lo traen a las primeras páginas de los tabloides digitales como recién hecho, entendiendo tabloide en su más sórdida acepción. Ya lo hemos visto con los presuntos pucherazos electorales, con el comunismo que nunca es tal, con los muros que separan países.

El problema de la derecha —uno de los muchos que le encuentro— es que, al igual que los grandes estudios o las plataformas de streaming, por ponerme modernita, han desistido de buscar buenos guionistas y recurren a copias baratas de lo que fue un éxito al otro lado del Atlántico. Un poco como Santiago Segura, hoy alabado como el gran dios del séptimo arte por la algarada conservatriz porque da perras, cuando todo lo que hace son remakes. Así que esperen —no mucho, unos meses todo lo más— a que los perros y gatos con los que los haitianos entretienen sus estómagos en la desquiciada cabeza de Donald Trump se conviertan en, qué sé yo, caniches y siameses (gatos, entiéndanme) en España. Es fácil: a la xenofobia hay que rebozarla en crímenes para que la degustemos con sumo placer. Como el pescado del fish and chips: si le quitas la costra, no sabe a nada.

De buenas a primeras, la inmigración se ha convertido en el primer problema para los españoles, según el CIS. Luego les preguntas en qué les afecta a ellos y silban en modo «a mí que me registren». Y he aquí otro de los truquis de la derecha: disfrazan sus odios de problemas. Así que, para sumar más fratelli dalla Spagna a su legión de sincomplejos, dan lo que yo llamo el rodeíto.

El rodeíto es ni más ni menos que llevar a tus leads —clientes potenciales en publicista fino— a que te compren la escoba, pero dándoles un paseo en el que les comas la oreja para la conversión final. Si tú te diriges a tu objetivo a extinguir en tono amenazante, solo te leerán los muy entusiastas. Pero si les plantas unas gráficas manipuladas sobre la cantidad de violaciones que hay porque vienen migrantes, vas a conseguir que más gente te preste atención. El rodeíto.

Ese rodeíto se condensa en frases como «¿come jamón?», que es una manera nada sutil de insinuar que el violador en cuestión podría profesar una religión que no es la buena-buena. «Los inmigrantes violan a nuestras mujeres», dijo el desquiciado presidenciable a los Estados Unidos en un debate en el que esta burrada pasó por alto porque a Biden le dio un flus. Fíjense: «nuestras mujeres». Esas dos palabras. Pongan la oreja y escuchen a la facción conservatriz repitiéndolo hasta el vómito, como buenos defensores a ultranza de la propiedad privada. Nuestras. Porque así nos ven.

Solo somos sus mujeres si el criminal nació más abajo de Gibraltar español. Si los violadores son un extenso conglomerado de nacionalidades y religiones que incluyen la católica, si entre ellos hay pieles claritas, ojos azules y comen jamón, entonces, como por arte de magia, las mujeres dejan de pertenecerles y pasan a no ser nadie. Hablo de los desgraciados que han destrozado en vida a Gisèle —me niego a sumar ese apellido infame—. ¿Qué ha pasado, por qué ninguno de esos defensores de las mujeres, los que se dicen feministas porque tienen madre, ha alzado la voz? Porque esto, amigas y amigos, es la magia del rodeíto. Ellas, nosotras, somos la excusa para su odio.

De la misma manera que un gay es un puto maricón, perdónenme la burrada, hasta que una noche uno tiene la desgracia de recibir una puñalada de manos de un magrebí. Entonces, el colectivo LGTBI pasa a ser su principal y casi única preocupación hasta que llegue Jorge Javier Vázquez y lo joda. Esta es más o menos la dinámica.

Porque lo importante es odiar. Lo importante es encabronar, enfrentarse, sacudirse, gritar en la puerta de Ferraz, en la puerta del Congreso, en la puerta de Irene Montero y Pablo Iglesias, lo importante es amenazar periodistas con triturarlos o con perseguir a sus hijos, lo importante es humillar y decir la salvajada más gorda, lo importante es negar al rival político el pan y la sal aun por encima de las necesidades de sus conciudadanos. Que se hunda España, que ya la levantaremos nosotros.

Este odio efervescente que está haciendo rebosar el vaso ha sido el motivo por el que me marché de una red social adquirida por un mamarracho podrido de dinero. La antigua Tuíter se ha convertido en una red de aguas fecales en la que puedes encontrarte un anillo de oro que se le coló a alguien por una alcantarilla, pero poniéndote de mierda hasta las orejas. Y miren, no me compensa. No quiero oír hablar más de quién come jamón como metáfora de enemigo racial o religioso.

Lo más triste es que hemos convertido o han querido creer que hemos convertido la migración en el gran problema de Occidente, cuando la historia de la humanidad es un éxodo continuo. Gente buscando un lugar en el que prosperar. Siempre ha ocurrido y seguirá ocurriendo. Hernán Cortés y Francisco Pizarro eran unos muertos de hambre que se jugaron la vida en las expediciones a las Américas para poder ganar dinero. Y por cierto, si hablamos del gran reemplazo, ahí tienen uno guapo. Los colonizadores del siglo XIX se marcharon en busca de riqueza a África, que está como está en gran parte por su culpa, y se la repartieron como el que reparte pedazos de tarta el día de su cumpleaños. Cuando consumieron sus recursos tras esclavizar a los africanos, esta vez en su propia tierra, los abandonaron a su suerte. Hoy, los hijos de los hijos de los hijos de aquella África esquilmada llaman a la puerta de los hijos de los hijos de los hijos de la próspera Europa y los reciben con desprecio. «Oh, vaya, ya está aquí el violador comemascotas. Dile que no estoy, a ver si se cansa».


Dos Españas, dos Cataluñas

Hay dos Españas, siempre las hubo. Se dividen entre quienes ayer vibraron con el gol de Lamine Yamal y quienes se mordieron los puñitos lamentando que un negro (dos, en realidad) represente a un país que en sus cabezas está lleno de fornidos arios. No hay más que ver a Jorge Buxadé o a Santiago Abascal, con más pinta de llorar la pérdida del reino de Granada que de cantar Edelweiss. O esos delirios paridos por la inteligencia artificial que petan con prompts de legionarios o Jesucristos altos, rubios, musculosos y con ojos azules.

Existen dos Españas, pero también dos Cataluñas. La Cataluña oscura se oculta estupendamente entre las grietas de la progresía porque, al fin y a la postre, el burgués catalán pasó de vivir rebién en una España que lo protegía a protestar contra el sistema, que venía a ser Franco. La imagen misma de esa Cataluña virada la representaban los Pujol-Ferrusola, muy catalanes y mucho catalanes, que con una mano reivindicaban los ocho apellidos para presidir una Generalitat y con la otra te trincaban comisiones y se las llevaban prestos a Andorra. A la Cataluña luminosa la representan esos migrantes que, como en el resto del Estado, de cuando en cuando paren genios como Lamine Yamal o Lionel Messi.

Todos hemos visto estos días la foto de un joven Messi bañando, quién sabe si ungiendo, a un casi recién nacido Yamal. Desde ayer, por fortuna para todos, son ellos y no los Pujol quienes definen en qué se está convirtiendo no Cataluña, no España, sino Occidente: en un delicioso borrado de fronteras geográficas y mentales, por más que le escueza a la España que reclama pureza, a la Europa que empuja.

En medio de esa Europa que pretende arrumbar a empujones lo conseguido, dos iconos del racismo y la xenofobia han sido barridos del mapa, siquiera por un tiempo: Rishi Sunak y Marine LePen. A LePen también le pintó la cara un futbolista hijo, como Yamal, de la banlieu, de los suburbios relegados al olvido por alcaldes orgullosos de llenar sus principales plazas de cemento, por prohombres y promujeres que reclaman las metrópolis para los extranjeros, pero para los extranjeros ricos. Hay que expulsar a los inmigrantes, a cañonazos si hace falta, salvo si se los puede explotar en un musical chusco; pero faltan chaquetas extendidas sobre los charcos para darles la bienvenida como se merecen a venezolanos, rusos o cubanos de Miami que se compran sus nuevas nacionalidades a golpe de taco de billetes en b. El dinero, sobre todo el ilegal, sí que borra fronteras.

Murió Marta Ferrusola la misma semana en que nacía un nuevo ídolo en esa Cataluña oculta, en esa España que madruga: el que hará soñar a miles de niños de distritos como el 304 con la posibilidad de un futuro mejor que el que les está predestinado. Mientras ayer esa España obrera gritaba enloquecida ante el gol descarado, casi inverosímil, de un chaval que se saca 4º de la ESO cuando no está entrenando, una tal Victoria Federica, de profesión nieta de un rey y sobrina de otro, se calaba una gorra y se ponía unas gafas de sol al entrar en un Starbucks. A las ocho de la mañana, qué quieren. A esa hora se sale de los áfteres. Los españoles de bien, los de apellido con encaje, madrugan a mediodía.


Lo pequeño

Les voy a confesar uno de esos pequeños traumas que me acompañan desde mi preadolescencia. Cuando estaba en 6º de EGB (6º de Primaria para los zetas), la profesora de Lengua Española me escogió —y cojan con pinzas lo de escoger— para salir a recitar un poema que ella misma había escrito. Se llamaba Lo pequeño. No contenta con hacérmelo pasar fatal por plantarme sola en un escenario —yo era, aunque quienes me conocen no lo crean, la niña y adolescente más tímida que nadie pueda imaginar—, al recitado le añadió numerosos aspavientos que me provocaron no desear volver a aquel lugar infernal.

Luego supe que aquella señora malhumorada y humilladora del alumnado, indigna de ejercer la profesión que hoy honra a miles de mujeres y algunos hombres, tenía complejo de bajita, lo cual, sin duda, le hizo volcar su escasa imaginación en uno de esos poemas cuajados de ripios y lugares comunes y proyectar su insatisfacción en la niña que fui. ¿A qué viene todo esto? Al eco de lo que lo pequeño evoca en nuestros cerebros: lo delicado, lo menudo, lo apenas tangible. Lo casi inexistente.

No es lo mismo un pisito de 180 metritos en Chamberí —que han resultado ser dos: un pisito y un atiquito— que un casoplón en Galapagón. La no dueña de los pisitos siempre ha vivido de alquilercito y su novio, según dicen los voceros de la emperatriz de Madriz, posee un Maseratito poco menos que de adornito, que ni pasó la iteuvita. Eso sí, lleno de multitas pendientitas.

Todo es diminuto y exquisito en el entorno de Isabel Díaz Ayuso: comisioncitas, milloncitos, empresas fantasmita, amiguitos hosteleritos que te prestan un apartamentito. Hermanitos que hacen una llamadita y se levantan cientos de miles de euritos. Así, ¿cómo te vas a enfadar? ¡Si es que es todo chiquitito! Que no les arruine a ustedes la fantasía el hecho de que su exnoviecito, el antes peluquerito Jairo Alonso, también saltara al sector sanitario —casualidades, casualidades— para multiplicar su facturación por ciento sesenta y seis. Minucias. ¡Piensen en el casoplón, eso sí que es una vergüenza!

Lo pequeño en nuestras cabezas es un gatito cuqui que nos mira desde cualquier red social, es el bebé que hace una monería a cámara, es el perrete acomplejado del meme. Dan ganas de pasarle la mano por el lomo a todo lo pequeñito, aunque lo pequeño sea dar la orden política de pagar de golpe 400 millones de euros de deuda a la empresa Quirón que, casualmente, qué caprichoso es el azar, es la principal fuente de ingresos de Alberto (¿se imaginan la locura que sería descubrir que el Alberto al que se mencionaba en la trama Koldo fuera este?).

Sigamos recordando lo pequeño. El chicle, por ejemplo, que se meneaba en la boca de Esperanza Aguirre cuando se encaró a trabajadoras del Ramón y Cajal que denunciaban la privatización de la sanidad en Madrid. Un chicle diminuto envuelto por un cuerpo de modales chuscos se convierte en un chicle insultante. Parece que aquello sucedió ayer, ¿verdad? Pues ya han pasado quince años. Y parece que fue ayer porque lo de hoy se parece bastante a entonces, no nos engañemos.

Lo que son las cosas. Junto a Aguirre se paseaba Güemes, sucesor en la consejería de Sanidad de aquel infame Manuel Lamela que le hizo la vida imposible a Luis Montes acusándolo de matar personas en situación de final de vida. Luis Montes, presidente de la asociación Derecho a Morir Dignamente, peleó en los juzgados por las injusticias cometidas contra su persona. Archivaron la querella contra Lamela —en fin—, pero ganó el juicio por injurias contra un tal Miguel Ángel Rodríguez, que lo llamó en repetidas ocasiones «nazi». Lo llamó nazi por ayudar a morir sin sufrimiento a enfermos terminales. Se ve, ahora que tenemos la fotografía completa, que lo compasivo es, por oposición, que mueran entre espasmos, asustados, agarrados a la barra de la cama, solos, sin acceso a asistencia sanitaria.

Si a la mentora de la actual presidenta le salían ranas, a Isabel Díaz Ayuso le salen diminutivos. Es una manera de engañar tan honesta como cualquier otra, si me permiten el oxímoron. Aunque debería tener cuidado con el exceso de pequeñeces: cuando uno tiende muchas trampas, corre el riesgo de que el pie se le enrede entre las cuerdas. Para muestra, la frase —en diminutivo— con la que se despachó en la Asamblea en esta horribilis septimana: «Tengo un pequeño golfito que me viene muy bien».


Eskoldar tomases

¿Me permiten que los invite a un pequeño ejercicio? Túmbense en el sofá, si tienen la oportunidad. Cierren los ojos y viajen a marzo de 2020. Piensen en la impotencia. Piensen en aquel conocido o familiar infectado, aislado, quizá grave; en la persona mayor de su entorno de la que no pudieron despedirse. Recuerden la incertidumbre de aquellos días, el encierro, el pan casero, el papel higiénico. Piensen en el terror.

Ahora, intenten ampliar el foco. Ustedes y yo, ustedes y todos a los que conocen, o casi todos, estábamos bloqueados por el pánico, sin atrevernos a dar un paso, a salir del metro cuadrado en el que vivimos entonces, mientras un grupo de mezquinos vieron en aquel nudo de pavor una oportunidad. Les pido, por favor, que no le pongan apellidos al corrupto. Da igual que fueran Koldos o Tomases, Luceños o Medinas. Da lo mismo. Ellos vieron el terror en sus ojos y en los míos y aun así decidieron lucrarse, meter sus manos en nuestros amedrentados bolsillos y robarnos. Miraron su terror y el mío y lo ignoraron: decidieron que había que llevárselo crudo.

Esas mismas personas que encuentran plausible o razonable incrementar un 150% o un 200% el precio de material sanitario de primerísima necesidad, esas personas que ocultaron millones en paraísos fiscales, se sirvieron de su familia para dar un pelotazo o compraron pisos y los pusieron a nombre de su mujer, esas mismas personas, digo, se echan las manos a la cabeza cuando ven a gente robar en un supermercado aprovechando una algarada. «Qué vergüenza, para cuándo regularán la inmigración, menudos delincuentes», dicen, mientras se mesan los cabellos y las barbas o se ajustan la pajarita antes de salir de fiesta.

Hay una analogía que todos ustedes conocerán: el síndrome de la rana hervida. La rana muere hervida en la cacerola porque le van subiendo poco a poco la temperatura. Si salta al agua hirviendo y se escalda, huye de un salto. Pero a todos nosotros, en cuarenta y tantos años de democracia, nos han cocido a fuego lento en la olla de la corrupción. Gürtel, Gescartera, ERE, Fundescam y un larguísimo etcétera nos han insensibilizado hasta tal punto que solo nos queda aliento para señalar al corruptor del partido al que no votamos. En esto nos han convertido.

Escaldar es sumergir brevemente un alimento en agua hirviendo. Se hace mucho con los tomates, por ejemplo: así se les quita la piel mejor y están listos para hacer salsa o sofrito. A ratos, estos días, pensaba en algo parecido: en eskoldar tomases. Despellejar y triturar. Problema solucionado.

No les voy a pedir mucho más hoy. Que piensen en lo que pensaban en aquel horrible 2020, en aquel marzo y sobre todo abril de 2020, pero también en mayo y en junio, encerrados, asustados, sin un horizonte cierto, sin un futuro, perdiendo sus trabajos o sus clientes, perdiendo capacidad adquisitiva y libertad, sintiendo cómo la depresión los abrazaba lentamente cada noche, al ir a la cama, después, quizá, de haber bebido más alcohol de la cuenta, cuántos hígados destrozados aquel 2020, cuánta salud mental dilapidada. Ustedes y yo, así; ellos, metiéndose cientos de miles de euros salidos de la oportunidad del miedo y a cambio de un esfuerzo nimio. Quizá, levantar el teléfono y llamar a ese conocido que importa juguetes de China.

Pero sobre todo me gustaría recordar (a mí, cada día, cada vez que me tumbo en el sofá y cierro los ojos para pensar) que la corrupción no tiene color político; solo personas o grupos de personas que carecen de empatía, lobitos de Wall Street dispuestos a cualquier cosa con tal de pasearse en deportivo aunque con ello hayan jodido la vida de la gente. Esa gente no tiene un rostro reconocible. Somos para ellos como personajes generados por inteligencia artificial. Podemos tener tres ojos o seis filas de dientes, estar vivos o muertos, ir a la compra o jugarnos la vida sin saberlo por un kilo de harina. Da igual. No ampliarán la imagen para vernos, para conocernos.


Abejas y asajas

Esta semana, los agricultores han salido a la calle. Están hartos, y lo entiendo. Pero ya saben ustedes que no he sido llamada por el camino del fino análisis político, sino más bien de la coña marinera. Y, claro, necesitaba hablar de las abejas adiestradas de Ángel García Blanco, presidente de Asaja Extremadura. Que si a los antidisturbios se les ocurría actuar contra ellos, abrirían las colmenas.

Sirvan las palabras del colmenero mayor para sacar mi rotulador de subrayar fuerte algunas incongruencias. La primera es obvia, y no soy la primera ni la segunda que la destaca: Asaja son las siglas de Asociación Agraria de Jóvenes Agricultores. El señor García Blanco no es ni joven ni agricultor. Este año sopla sesenta y una velas, y sí, regenta una dehesa y una cooperativa, pero con una licenciatura en Derecho y una graduación en Empresariales por el ICADE me van a permitir que dude de sus doloridos callos.

Se me hace difícil entender cómo alguien que no es agricultor representa desde hace más de 20 años los intereses de los agricultores. Que igual lo hace de lujo y estoy yo aquí hablando de más. Pero me cuesta entenderlo, me cuesta. Es como cuando ciertos personajes que en ocasiones ostentan hasta títulos nobiliarios se meten a diputados y se dan golpes de pecho porque les duelen las gentes (ellos dicen «las gentes», como Julio Iglesias) del campo. Es decir, los tataratataratataranietos (quizá no tenga que irme tan atrás) de los dueños de grandes latifundios, los descendientes del señorito Iván, se suben al atril a gritar que les preocupa el destino de Azarías. Llámenme malpensada: no me lo creo.

Y un poco es lo que me pasa con este juvenil domador de abejas: que no termino de encajarlo en la idea que tengo de un hombre de campo. Eso sí, no paro de imaginarme a los antidisturbios acercándose y a Ángel vestido de apicultor abriendo una colmena y gritando: «Maya, ¡ataca!». Y todo el enjambre dejándose los aguijones en los escudos de los policías, las pobres. Porque ellas otra cosa no, pero tienen muy claro quién es el enemigo.

Por otra parte, ¿por qué iban a actuar los antidisturbios si todo sucede en términos legítimos y cívicos? Y si no es así, si no se comportan con la educación que se les supone, ¿por qué no iban a actuar?

Aquí me surge otra pregunta en las declaraciones de García Blanco. ¿Es que no le parece bien que un policía antidisturbios busque el mantenimiento del orden público? Porque no quisiera pensar que comparte ideario con Lola Guzmán, ex militante de Vox (casualidades) que lidera la plataforma 6F y que coqueteó con el delito de odio días atrás. Me refiero a que espero que el joven agricultor extremeño no tendrá en su cabeza la idea de que no le pueden frenar por ser español, o español de bien, que también estamos los de mal y nosotros sí, nosotros merecemos que nos abran la cabeza con la porra o que nos fusilen.

Conviene, en tiempos convulsos, recordar quién es la abeja reina. No siempre se la reconoce en el enjambre, pero a menudo tiene apellidos que no caben en un DNI y baja al campo con gorrita irlandesa, camisa desabotonada y la manicura recién hecha. Puede incluso que con un casco de moto en la mano. En otras ocasiones se labra una carrera como cantante de canción ligera, y desmigaja un puñado de tierra entre sus dedos, a lo Scarlett O’Hara, y se ufana de su incorrección política. A la abeja reina la han visto mil veces. Quizá la confundieron con una abeja obrera.

Aún recuerdo a una abeja que falseó su contabilidad y mantuvo un holding de 700 empresas en bancarrota, que subsistían gracias a los créditos que les inyectaban los bancos del propio holding. Cuando el Gobierno intervino en aquel caos contable, la abejita en cuestión intentó huir a Londres. No pudo. Pero ideó otras artimañas. Fundó un partido político con el que obtuvo dos escaños en Europa. Uno fue para él, ¿lo dudaban? Le vino de perlas para lograr la inmunidad (no había otro motivo para fundarlo). Su eslogan de campaña fue «España para los españoles, trabajo para todos». Llevaba un casco de obra en la imagen. Sus apellidos, Ruiz-Mateos y Jiménez de Tejada. Estos días se celebran 41 años de aquel otro 23-F: el de la expropiación de Rumasa.

La maldita historia, esa que amenaza con repetirse, se oculta en las esquinas y nos observa. «Necios», masculla entre dientes.


La magdalena

La libertad era esto también: tomar de las arcas públicas cuarenta y seis mil euretes de nada para viajar de Madrid al cielo subidos a un petardo. Qué son, al fin y al cabo, cuarenta y seis mil euros: calderilla. El salario bruto anual de un médico de atención primaria. Que nos sobran aquí, oiga. Médicos, digo. Y euros, qué cojones.

Con todo mi respeto a los valencianos y a sus tradiciones, en torno a una mascletá solo se concentran ruido y humo, dos cosas que al PP le vienen muy bien para que nos despistemos de lo importante. Tiene su gracia que el día en que se juega su solvencia en Galicia esté ese mismo PP celebrando a petardazo limpio que unos meses atrás recuperó Valencia, la Valencia de las mordidas, los bolsos de Loewe, los trajes y los hijodeputatequieroungüevos. Es decir, el futuro esposo de una Borbón celebra, con dinero de todos los madrileños, que —con un extra de ultraderechismo— Rita Barberá vive y la lucha sigue.

Mientras los AVE venían llenos a ver el penúltimo espectáculo de cartón y brilli brilli, las aves del Manzanares han salido pitando. Las gallinas que entran por las que salen. Hasta para esto han estado finos, hay que reconocerlo. Tantos meses talando árboles para pasarse al cemento y al final eligen para llenar de pólvora uno de los pocos espacios en los que hay algo —algo— de fauna y flora.

No parece que le haya supuesto problema alguno al regidor tirar al Manzanares cinco mil y pico euros por minuto, aunque no se le haya visto el hocico por allí. Tiene que ver con personas mayores muertas en residencias, pero no se me asusten: no es que se haya arrepentido de proteger el luctuoso legado de su partenaire de facto en las cosas de la Villa y Corte, no. Es que, por desgracia, han fallecido dos mujeres a causa de un incendio.

Entre los protocolos de la vergüenza, la falta de médicos en atención primaria y urgencias, la comida podrida y la falta de medicalización de las residencias están los mayores en Madrid planteándose el exilio. Ahora mismo, la ciudad se ha convertido en un decorado de El Show de Truman, lleno de escenarios de cartón piedra que tapan toda la miseria moral tras los focos. Casi nadie lo recordará ya salvo sus allegados, pero solo han pasado dieciséis días desde que un hombre falleció de un infarto en un centro de salud sin médico. Como con los siete mil doscientos noventa y un ancianos que se llevó la parca por delante, nunca sabremos si habría salvado la vida con un médico o si se habría muerto igual, que diría Madame la Présidente.

Y, hombre, igual, lo que se dice igual, no murieron, Isabel. No es lo mismo irse entre estertores y punzadas de dolor agudo, agarrado al barrote de tu cama mientras luchas por una bocanada más de oxígeno, que con una bomba de morfina quitándote la mayor parte del dolor. Igual lo de la inquina a la morfina es cosa de Miguel Ángel Rodríguez, que ya hizo gala de su estilo macarrónico y kamikaze dejándose ver por los programas más pestilentes de las cadenas amigas para llamar nazi a Luis Montes, un buen doctor que intentó, al contrario que hoy, que ayer, que siempre con el PP, suavizar el tránsito final a los enfermos terminales. Aquella iniquidad de entonces y la de ahora en la Asamblea son ramas del mismo tronco: el de aniquilar lo público, porque Madrid ya no es más que un cascarón sin alma que solo ofrece espectáculo.

Detrás de las meninas horrorosas tuneadas por artistas de renombre como Pablo Motos o la Guardia Civil, los espectáculos de pirotecnia para celebrar victorias del PP —hago mucho hincapié en la tremenda desfachatez de esto—, de las plazas taladas y cementadas, detrás de cualquiera de los fastos de papier maché que componen la recién creada identidad madrileña, siguen muriendo ancianos, desahuciando a gente de casas que compran los fondos buitre, arrinconando a ciudadanos que llevan años malviviendo fuera de sus casas, bien por obras mal planificadas, bien por haber sido condenados a subsistir sin luz o calefacción.

Pero pasen, pasen. Tenemos mascletás, la mejor agua, los mejores pueblos (aunque estén en Toledo: Toledo es casi Madrid, ¿no?). Tenemos hasta las mejores paellas. Es cuestión de tiempo que todo lo mejor se concentre aquí porque nuestra ciudad, poco a poco, es un Imaginarium para adultos sin demasiado espíritu crítico. Hace pocos días, a cuenta de la mejor mascletá de España, la alcaldesa de Valencia nos llamó catetos a una parte de los madrileños, y teniendo en cuenta que hemos merecido ese apelativo no pocas veces, me jode que nos lo planten justo para defender la mayor catetada de las perpetradas hasta la fecha, y no ha habido pocas. Pero bueno, no deja de ser un acto de partido, y hay que defenderlo con uñas y dientes para obviar esto, que hemos pagado un acto del PP con dinero del erario público.

¿Se puede añorar la antiidentidad? Yo sí. Yo echo de menos aquel Madrid de hace mucho tiempo en el que, al menos donde yo vivía —el Madrid olvidado, el de la clase obrera, el de las colmenas de ladrillo visto—, todos teníamos un poco de extremeños, un poco de manchegos, un poco de cubanos, un poco de guineanos. Pienso en gente con la que jugué en mi barrio. Nadie miró nunca a nadie por encima del hombro y sí, hicimos nuestras vacaciones en un apartamento de Valencia cuando no existía Airbnb, que era la playa más cercana para familias numerosas que recorríamos el trayecto en algún modelo de Seat igual al de tantos millones de obreros, a ochenta por hora, con el famoso atasco a la altura de La Roda, vamos a comprar miguelitos ya que estamos.

Echo de menos aquel Madrid que de verdad no era de ninguna parte porque se componía de todo. Hoy, la derecha política y mediática ha hecho una masa amorfa con ese sustento fundacional. Madrid es una forma de vivir, pero también emula todo lo que traiga turismo. ¿Valencia? Pues Valencia. Nos ha quedado un Madrid fofo, instagrameable y fofo, como un muffin. A un muffin le quitas esas capas de azúcar coloreada incomestible que son las exposiciones menínicas callejeras, los bares canallitas en manos de fondos de inversión con nombres que desprecian a la mujer o los musicales mestizos en una explanada del Ifema y te queda algo parecido a una magdalena.

A mí quítenme el azúcar, las estrellitas de colores y los pegotes de grasa dulce. Yo quiero mi magdalena.


Gloria o victoria

Por cuestiones que no vienen al caso, charlaba yo con una persona cercana estos días atrás de cierto autor que, vendiendo como vende millones de libros, siempre ha sido considerado menor. No es la primera vez que me topo con historias así; los casos en los que calidad y cantidad van a una se pueden contar con los dedos de una mano, puede que con los de las dos. Pero en este mundo tienes que elegir entre gloria o victoria.

Apliquen esto a casi cada parcela de sus vidas. Un trabajo mal remunerado pero precioso, con un buen salario emocional (ja, ja, ja), o currar en un sitio infecto que te llena el bolsillo. Dirigir un blockbuster que te hará famoso y te encasillará o esa rareza indie que te alimenta el alma, pero para la que tendrás que arrimar el bolsillo. Hamburguesa bien rellena de grasas saturadas o tapita de DiverXO. Follar con un señor que ni fu ni fa, pero te entretiene un ratito, o amar platónicamente a quien jamás te verá como tú quisieras. El 4,5 en Matemáticas y el 10 en Filosofía. La victoria o la gloria.

Alguien ganó las elecciones y no es quien gobierna. No sé si se han enterado, cómo se quedan. ¿Esto es gloria o es victoria? No crean que no le he dado vueltas. Podría ser gloria y lo de quien sí gobierna, eso que llaman victoria pírrica. El caso es que en esto de la política todos los finales son abiertos. Las elecciones son a la política lo que Hospital General a la televisión: solo se cierran temporadas, pero nunca hay una última palabra (afortunadamente).

Creo que fue el pasado sábado cuando escuché decir a Juanjo Millás algo que me alineó los chakras de golpe: «El lenguaje político es infantil». Creo que en esto podemos estar todos de acuerdo. No hay un solo político en estos momentos que no envíe mensajes monocordes, repetitivos, vergonzantes. Sí, ese que a usted le gusta tanto, también. Lo que ocurre es que también hay niveles de vergüenza. Yo me sonrojo —mucho— cuando escucho por enésima vez lo de «la clase media y trabajadora de este país», es verdad. Pero cuando oigo «yo no fui presidente porque no quise» necesito meter la cabeza en un agujero del tamaño del que dejó la banca en 2012.

La política son como piezas de Lego hechas de mierda. Vamos haciendo filas y las que quedan debajo se van olvidando porque solo miramos la última, la que acaba de formarse. Hoy todos hablan de amnistía y ya nadie se acuerda de los pactos entre Vox y el PP, esos que, seguramente, le arrancaron de las manos el Gobierno (la victoria) pero le dejaron la gloria de ser el más votado. Lo peor no es ver los argumentos que se arrojan unos a otros como si fueran monos con excrementos en la jaula del zoológico. Lo muchísimo peor es cómo esos argumentos se transmutan según hacia quién se dirijan.

Al parecer, manifestarse contra la amnistía en los términos en que se está haciendo —heridos, detenidos, destrozo de mobiliario urbano— no tiene mayor trascendencia. Mientras la calle no consigue nada tangible, un juez está tomando la delantera en la sombra. García Castellón se descuelga ahora con una acusación de terrorismo a Puigdemont y Rovira porque un hombre con una cardiopatía previa murió de un infarto durante los disturbios de 2017. A la muerte natural de este hombre le suma tremendo arsenal armamentístico que ni la ETA en los años de plomo: piedras. Tirachinas. Botellas. Piedras. Extintores vacíos.

No seré yo quien niegue la capacidad de un extintor vacío de arrearte una buena hostia, pero se me queda bastante lejos de aquellas pistolas de calibre 9 mm parabellum que la gente de mi generación lleva grabadas a fuego en la memoria. Dicho de otra manera: consiento que hubiera violencia, que la hubo —por ambas partes—, pero ¿terrorismo? ¿También la judicatura nos toma por críos?

Justo en aquel 2017 de las algaradas, García Castellón, según recogía eldiario.es, era un juez próximo a su jubilación que recuperó su plaza en la Audiencia Nacional cobrando menos de lo que venía cobrando. En los audios que instruían el caso Lezo y que se pueden leer en ese mismo enlace, Ignacio González y Eduardo Zaplana, dos políticos intachables, lo mencionan en varias ocasiones. Pero es incluso lo de menos: lo de más es que podemos ver hasta qué punto los políticos ponían y quitaban —ponen y quitan— jueces para tener de su lado a los que les favorecían.

El magistrado que hoy intenta llevar al banquillo a los amnistiados sigue, seis años después, sin jubilarse. Instruyó Púnica y Lezo, qué cosas. Su historial es impresionante, no me extraña que los del PP lo añoren. Ahora está dispuesto a hacer pasar por víctima del terrorismo a un cardiópata y rascando de donde sea para que la ley no se cumpla.

No seré yo quien le desee ninguna victoria —ni menos aún, la gloria— a Carles Puigdemont. Lo que sucede es que en el otro lado acusan al presidente electo de romper el principio de los tres poderes mientras se proponen seguir bloqueando el CGPJ. Lo que sucede es que lo expulsan del constitucionalismo mientras gobiernan con un partido que está contra el Estado de las Autonomías. Y sí, lo que sucede al fin es que nadie en este país busca la gloria. De ahí el ruido constante. Porque de la gloria no se vive y de la victoria se vive muy bien.


Putodefender España

No hay un putodefensor de España que no haya terminado sus días plácidamente, octogenario o nonagenario perdido. Francisco Franco, que salió a putodefender España en 1936 y la mantuvo 39 años en formol, lo hizo en la cama de un hospital a los 82. Alfonso Armada, a la sazón muy amigo de Juan Carlos de Borbón, cerró sesión a los 93.