
Lo que arde
Anoche le dediqué un rato, uno de los últimos ya, a El infinito en un junco, ensayo delicioso que lleva en mis manos desde el pasado Sant Jordi; es autorregalo que me hice por recomendación de un buen amigo. Resulta curioso cómo a veces los mejores libros te pasan bajo el radar; seguramente, sospecho, porque los que vienen con el marchamo de best-seller ya me echan para atrás, no me culpen, fui una chica de extrarradio que ha cultivado una falsa imagen de intelectual para sacarse el extrarradio de dentro, como si tal cosa fuera posible. Y este magnífico ensayo que no sé si nos merecemos venía precedido por esta marca de superventas.
Dirán ustedes que cómo puedo llevar casi un año con un libro entre mis manos. Fácil: obviaré el hecho de que leo menos de lo que me gustaría, pero leo. Leo muchísimo, en realidad, aunque solo el veinte o treinta por ciento de lo que leo es lectura de ocio. Leo artículos en mi idioma y en otros, leo papers, leo artículos sobre ingeniería aeronáutica o sobre disruptores endocrinos, leo mucha frivolidad también, leo y releo lo que escribo para recibir mi correspondiente contraprestación económica. Y, cuando acaba el día, a veces leo un buen puñado de páginas de uno de los seis, siete, ocho libros que tengo a medio terminar. Soy una fetichista caótica: acumulo libros que deseo leer y no soy capaz de ir de uno en uno. Por tanto, El infinito en un junco se ha ido entretejiendo con otras muchas lecturas: Iris Murdoch, Éric Vuillard, Kurt Vonnegut, Byung-Chul Han, David Uclés. Se trata de un ensayo paciente y delicado, que no te presiona ni te obliga a quedarte con él, como ese amante con el que has hecho un pacto de no exclusividad.
En lo que a formato de lectura se refiere, prefiero el papel. Es curioso cómo, siendo una persona que abraza con pasión lo tecnológico, no he logrado subirme al carro del libro electrónico. No voy a decir nada que no se haya dicho cien millones de veces: el olor de una librería, el sonido de las páginas, el peso del libro entre tus manos. La portada. Adoro las portadas bien diseñadas, me parecen obras de arte.
El libro físico tiene, sin embargo, la fragilidad que no posee un archivo digital: una inundación, un incendio, una plaga de termitas pueden devorar en segundos toneladas de papel impreso. De esa endeblez extrema da buena cuenta El infinito en un junco, que se remonta a aquellos primeros libros en forma de rollos que poblaron bibliotecas míticas como la de Alejandría: libros únicos, inimprimibles, que se reproducían a mano, con la perseverancia y quién sabe si resignación infinitas de los escribas. Lo que arde nos permite tomar conciencia de una consistencia matérica que no posee lo digital.
Ray Bradbury lo contó muy bien en un libro del que ni siquiera tengo que mencionar el título. Él mismo fue uno de los investigados por el Comité de Actividades Antiamericanas en aquellos funestos años cincuenta, mojigatos y anticomunistas, que sembraron de terror —edulcorado, en tonos pastel y con anuncios de neveras y televisores a color— los Estados Unidos. Algo de esa postal caduca se entrevé en The Brutalist. Bradbury se imaginó Fahrenheit 451 en ese ambiente de pánico a salirse del renglón que fue la era McCarthy. Y, como si de una advertencia llegada del pasado se tratara, miles de libros (pero no solo) van desapareciendo de los archivos públicos en aquel país que vive una era si cabe más terrorífica que la anterior porque hoy, sencillamente, no hay un enemigo objetivo: solo miedo descongelado. En solo un año, Estados Unidos triplicó el número de libros prohibidos hasta llegar a 10.000 en noviembre del año pasado. Todo ello, por mor de la moral depravada de algunos de los gobernadores más ultraderechistas.
La diversidad se va volatilizando, como si nunca hubiera existido. ¿Por qué ese miedo a lo diverso, qué daño les ha hecho? Los libros de temática LGTBIQ+ se hurtan a niños, muchos de los cuales volverán a pensar, en la oscuridad de su habitación, que son monstruos. Se borra a las mujeres que sirvieron a su país… por el hecho de ser mujeres. Cualquier persona que significó algo en la historia reciente o remota de los Estados Unidos ya no es en los archivos públicos si su color de piel o sus atributos físicos no coinciden con la moral imperante. Se llegó a borrar la existencia del Enola Gay no por bombardero, sino por gay. Es delirante la velocidad a la que se está limpiando no ya el presente, sino el pasado.
La mayoría de esos borrados son digitales y, como no arden, no nos damos cuenta de que nos está devorando a todos. En Fahrenheit 451, los libros, los frágiles libros que el fuego se tragaba, eran memorizados por los resistentes en un esfuerzo colectivo para que no desaparecieran, para ser devueltos a la vida una vez acabara el terror. La memoria salvaba a los libros en aquella distopía, pero hoy apenas la usamos ya: todo está encriptado en nuestros móviles, en nuestro historial de buscadores, en la agenda telefónica, en la inteligencia artificial. Por si fuera poco, el empeño en reescribir la historia de esa misma gente que prohíbe libros está borrando la poca que nos queda: el olvido, más que nunca, nos condena.