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Los pájaros

Alfred Hitchcock, maestro del suspense, puso nombre a un elemento habitual en sus tramas: el macguffin. Lo llamó así como lo pudo haber llamado de otro modo, porque lo importante aquí es que un macguffin hace avanzar la trama, pero en sí mismo es absolutamente irrelevante. Es decir, el macguffin es un catalizador de la acción, lo que impulsa a los personajes y la historia misma. Al principio parece importante y justo por eso existe: para que nos centremos en él, para que nos despistemos, para que el final nos sorprenda. En Los pájaros, el macguffin es el pájaro que Melanie Daniels, el personaje principal, logra encerrar entre barrotes.

Vienen al caso Hitchcock y su macguffin porque este hombre fue un abusador físico y psicológico de mujeres y un acosador sexual. Tippi Hedren, la actriz protagonista de Los pájaros, contó en sus memorias cómo el director, un hombre casado, intentó besarla en un coche, se bajó la bragueta delante de ella en un rodaje para que mostrara estupor, le envió a la niña Melanie Griffith un pequeño ataúd con una réplica de su madre dentro y yo no recuerdo cuántas barbaridades más. «Esas cosas no se denunciaban en los años sesenta», explicaba en su autobiografía.

Vivimos tiempos raros y tristes. Raros porque, aunque parece que el feminismo ha avanzado más que nunca, hay más machistas que nunca, o los vemos más. Tristes, porque yo al menos tengo la sensación de que no me quedan asideros a los que sujetarme. No si vienen de hombres.

Ayer muchas mujeres sentimos un duelo interno que comenzó por un estado de shock y fue convirtiéndose en otras cosas. Les confieso que la noticia de la que todos hablan hoy me zarandeó por dentro. Luego me impidió dormir. Esa falta de sueño casi acaba con mi rutina diaria de ir al gimnasio, pero por fortuna la tristeza que provocó el insomnio se ha convertido en furia y con esa furia he levantado más kilos que nunca.

Odio que la rabia se apodere de mí, pero tengo demasiadas preguntas y, de puro obvias, se van enquistando y me están infectando el alma. ¿Por qué, si se sabía, se calló? ¿Qué hacía una diputada de la Asamblea de Madrid encubriendo a quien, a todas luces, parece haber devenido en un depredador sexual que se ha sentido impune mientras subía a la tribuna a hablar de aliadismo, de feminismo, de salud mental? ¿Cuánta gente estaba en esto y cómo no lo expulsaron? ¿Hubo siempre un monstruo dentro de Íñigo Errejón, lo sabían sus compañeros de universidad y cofundadores de partido? ¿Es que queda algún hombre en el que confiar?

Yo ya no soy la que era hace cinco, quince o veinte años. Me reinvento casi cada día, aparto resabios machistas casi cada día, evito comportamientos que antes no detectaba casi cada día. Me reconstruyo, me rehago, me reviso. No queda otra. En paralelo, conozco a un buen puñado de hombres que se dicen feministas porque llegaron al feminismo de hace treinta años y no se han movido de ahí. Esos pretendidos feministas te hablan sin sonrojo de feminazis, por ejemplo; comparten fotos de mujeres desnudas y, cuando no miramos, sueltan la lengua a gusto entre carcajadas y testosterona con sus compañeros también feministas de puertas afuera. Son muchos: nos rodean. Y hoy, mi tristeza me hace repetirme si no serán todos.

Los pájaros fue un rodaje terrible para Tippi más allá de la trama. Tuvo que soportar a uno de los más respetados torturadores de mujeres. Pero de eso hace ya más de sesenta años. Estamos en 2024 y ya no nos podemos fiar ni siquiera de quienes nos apoyaron porque a la vista está que lo hicieron de boquilla, de quienes caminaron a nuestro lado mientras, cuando no estaban a la vista de nadie, nos destruían. ¿No les daba nada por dentro? ¿No se miraban al espejo y se avergonzaban de haberse convertido en aquello de lo que abominaban en público? ¿No se repugnaban?

Como daño colateral, porque a mí hoy me duele el nosotras y nada más, el daño a las ideologías más cercanas al feminismo, al menos sobre el papel. Hoy verán a esa derecha que vive el machismo sin complejos echada a los montes y convertida en el aliado supremo durante, no sé, unos días. Los que dure la caza a la izquierda. La derecha nunca nos ha considerado. No a la izquierda: a las mujeres. Somos el florerito, el trofeo, la muñeca hinchable que pasean para envidia de los demás; y si no somos las charos, las jéssicas, las viejas o los pibones. No les importamos una mierda salvo cuando hay que lanzar proyectiles al enemigo ideológico. Hoy, de repente, la derecha, esa caverna a reventar de caspa, habla de machismos y violencias. Es su excusa barata, como lo son las violaciones para orear su racismo en la ventana, a golpe de sacudidor.

De ellos hace tiempo que no espero nada bueno. Pero he descubierto que los pájaros, esos animales que vuelan plácidamente y nos despiertan con sus trinos dulces, también atacan cuando nadie los ve. Atacan en solitario, sin ojos que los escruten, o en manada, con la connivencia de compañeras —sí: compañeras— que ponen el bien del partido por encima del de muchas mujeres. Hoy he comprendido que el encubrimiento no era solo cosa de curas. Hoy quiero vomitar de asco.

‘Pájaro’ es una palabra polisémica. Además de un ave pequeña, de las que gorjean y nos deleitan en las primeras horas del día, también es, lo recojo de la RAE, todas estas cosas: una persona astuta y con pocos escrúpulos, un pene en su acepción coloquial, y un hombre que es especialista en algo, sobre todo en política. Cuántos pájaros alrededor. Y, como Tippi, no sabemos dónde escondernos porque todos vienen contra nosotras. Nos creímos argumento y solo éramos macguffin.


¿Trompa o Trampa?

Me divierten las dos maneras de pronunciar Trump en este inglés nuestro. Unos dicen algo más parecido a Tramp; otros, a Tromp. Tramp, Tromp, elijan ustedes.

A menos de dos semanas de que Tramp o Tromp vuelva en forma de tormento a la Casa Blanca o nos lo quitemos de encima para siempre, en Españita continuamos sufriendo (otros disfrutando, según) a la versión incombustible, femenina y baratuna del millonario anaranjado. Aunque me pica la nariz, y cuando me pica la nariz (no consumo sustancias inhaladas, es todo natural) algo va a pasar, estoy segura. Igual solo es alergia a las arizónicas, pero como optimista incorregible, nunca pierdo la esperanza.

¿Cómo deberíamos llamar a la Trump hispana, Trampa o Trompa? Porque los dos apodos le van, según la asociemos a su entorno personal o laboral.

Está la Ayuso Trompa, la deslenguada que habla con la voracidad beoda de su aliado, Mr. Bajón; la que consolidó una presidencia subida a un barril de Mahou, la que puso a Mario Movedizo a mezclar churras con merinas y vermús con campos de golf, ¿se acuerdan? Qué jóvenes éramos. La que se pasa por el centro de su madrileño potorro las muertes de 7.291 personas mayores porque se iban a morir igual, la que se salta las directivas del partido porqueyolovalgo y cita a Sánchez a que declare en la Asamblea porque decidió hace mucho que su política se parece más a El hormiguero que a la gestión de una provincia.

Y luego está la Trampa, la que ha puesto a trabajar a toda una comunidad autónoma para defender a un señor al que a la vez y sin sonrojo tilda de particular; la que se siente mancillada por insultos de políticos que nunca pronunció ningún político, la que llora de mentira las muertes de los que se iban a morir igual. La que coloca una falsedad sobre otra para tapar la mierda de los comisionistas que la quieren y a los que adora, llámenlos Alberto, llámenlos Tomás.

Hoy, después de ducharme y mientras me ponía el desodorante con IVA directo a mis gastos domésticos, pensaba en Alberto. En lo bien que tiene que oler una persona que carga como gasto de empresa el Rexona a pesar de estar podrida por dentro. Y mascullaba: «¿Debí acaso haberme desgravado el violín de mi hija, el bajo, la guitarra eléctrica, el teclado? ¿Y los billetes a Edimburgo de este verano?».

«Eres pobre porque quieres», escuchas decir a los listillos de YouTube, de Tuíter, de Instagram. Entre el ganado ultraliberal que habla de esfuerzo y meritocracia te encuentras, a poco que rasques, a un (hasta hace dos días) técnico sanitario levantándose dos millones de euros en comisiones por venta de mascarillas o a un hermano metiéndose en el bolsillo un cuarto de millón por el mismo concepto, que ya es casualidad. Los famosos pelotazos de los noventa regresaron treinta años después en forma de virus con espículas. Lo llaman meritocracia y no lo es, no lo es.

Ya hay que ser cutre para desgravarse el puto hilo dental cuando te está lloviendo el dinero sin mover el culo. Pienso en cómo encaja esto —desgravarse hilo dental, un desodorante, unas pelotas de pádel— su pareja, a la sazón presunta presidenta de Madrid, a la que se la pela que hoy en su región haya familias alquilando habitaciones porque ni un piso entero se pueden permitir. En este continuo tapar una mentira con la siguiente, a Mrs. Trampa le han saltado las costuras de la desvergüenza, y mientras cita a la pareja de su némesis a una comisión que quedará en nada, como tantas otras cosas, estamos viendo que su churri intentaba meter el coche con el que se desplazaron por Atenas o Zagreb como gasto de empresa.

Espero que el siguiente show con el que lady Trampa o Trompa nos deleitará sea más espectacular si cabe que todos los anteriores; porque podemos olvidar siete mil muertos de más y podemos olvidar millones de euros de sobrecoste en el hangar que iba a asombrar al mundo (más de un 170% de lo presupuestado). Podemos incluso no recordar que desde que estalló la pandemia ha dejado de gobernar Madrid para sembrar el país de odio, o que sacó 104 millones del Servicio Madrileño de Salud para pagar la deuda contraída con Quirón, principal cliente del saxofonista sin halitosis. Que vive en un piso con reformas ilegales y pagado alegalmente, que está dejando morir centros de salud, institutos, colegios. Se nos olvidará que ha recortado el presupuesto de las universidades públicas mientras acoge con los brazos abiertos supuestas universidades privadas que no cumplen los requisitos mínimos de calidad para serlo. Pero una pelota de pádel, un desodorante, un saxofón y un Rolex no se nos van a olvidar nunca. Lo que nos gusta un chisme, señora.


Llueve y llueve

Permítanme que comience con una anécdota familiar muy vieja. Me pongo en modo Sofía Petrillo y digo: «Móstoles, 1985». Dos de mis hermanos, el segundo y el cuarto, hacen los deberes en su habitación. El menor (10 años) le pregunta al mayor (15): «¿Puedes ayudarme a hacer un poema sobre el otoño? No se me ocurre nada». El mayor se queda pensativo y, al cabo de unos segundos, comienzan a brotar palabras de su garganta: «Llueve. Detrás de los cristales llueve y llueve. Sobre los chopos medio deshojados, sobre los pardos tejados, sobre los campos, llueve». Mi hermano menor no da abasto a escribir mientras le pregunta cómo se le ha podido ocurrir eso así, tan de pronto. El mayor, entre carcajadas, le confiesa que no es suyo. Es la Balada de otoño, de Serrat.

Aquella canción de un autor que bañaba todas nuestras mañanas de sábados y domingos, que giraba en el tocadiscos, que mi madre imponía pero que nos terminó enseñando a amar, pertenecía al primer álbum en castellano que escribió Joan Manuel Serrat. Siempre me fascinó esa hibridación de nombres: ni Juan Manuel ni Joan Manel; supongo que estará explicado y no sé si quiero saberlo. En mi corazón late la idea de que sonaba bien y de que no renunciaba a ninguna de sus raíces. Joan Manuel Serrat es catalán y es de todos. Y me reconforta.

Los más cafeteros saben que estoy estudiando catalán. Entre otros motivos, por Serrat. Cuando cantaba Paraules d’amor, que suena infinitamente mejor en el idioma en que fue compuesta que en castellano, repetía como un loro la entonación y el acento de Joan Manuel (imitar acentos de otros idiomas no es lo que peor se me da del mundo, modestia aparte), pero no entendía por qué se escribía «aprendre» y se pronunciaba «apendre». Fue uno de los primeros y felices hallazgos al iniciarme en una lengua dulce y líquida, como el francés o el portugués, como el italiano también. Son idiomas delicados, que relajan y abrazan.

Mientras escribo se celebra a pocos kilómetros de mi casa la Fiesta Nacional de España, también llamada Día de la Hispanidad, esa cosa que busca separar mientras se anuncia hermanadora. Es difícil tenerle cariño a una festividad que la Ley 18/1987 definía en estos términos: «España, a punto de concluir un proceso de construcción del Estado a partir de nuestra pluralidad cultural y política, y la integración de los reinos de España en una misma monarquía, inicia un periodo de proyección lingüística y cultural más allá de los límites europeos». Les explico por qué.

Fíjense ustedes: reinos de España, pluralidad cultural y política. Esto lo sancionó Juan Carlos de Bribón, por entonces Muy Campechano Rey de Todas las Españas. Si un votante de Vox o del PP te leen la exposición de motivos que llevó a las Cortes a proclamar esta fiesta como fiesta de todo el Estado se les caerían los bóxeres con iniciales bordadas al suelo. En realidad, se les caerían con prácticamente cualquier lectura histórica seria.

Tuve la oportunidad de escuchar (a ratos: me entenderán quienes lo sigan) la ondulante voz de Enric Juliana, catalán en Madrid, en directo el pasado miércoles. Explicó dos cosas que para mí definen muy bien una parte de lo que yo intento sugerir en estas torpes líneas. Una era su propia autopercepción como español. Explicaba la idea de españolidad creando un paralelismo con el Sistema Solar: hay varios planetas girando en torno al Sol (España) y los hay de Mercurio y también de Plutón, según su sentimiento de cercanía; es decir, españolísimos de los de besar la bandera cubierta de mierda de paloma y de los que son españoles porque lo pone en su DNI. ¿En qué planeta se encuentran ustedes? Yo ya les anuncio que en el cinturón de asteroides, millón de kilómetros arriba, millón de kilómetros abajo. Un a veces sí y a veces no.

La otra cosa que explicó Juliana fue cuando el general Prim, tras la gloriosa revolución de 1868 que expulsó a Isabel II del trono (si no me equivoco, tataratatarabuela del preparao), pronunció aquel discurso en las Cortes gritando aquel «¡Jamás, jamás, jamás!» ante la idea de regresar a la dinastía borbónica e inició el casting (me encantó el símil) a rey de España que ganó Amadeo de Saboya y salió regulinchis. Prim, nacido en Reus, se sumaba a la tradición catalana de cogerles una tirria fuertecita a los Borbones.

Es curioso cómo el españolismo más ultramontano sigue venerando a un señor que anda blanqueando sus dineros para que su descendencia los disfrute, que gozó y sigue gozando de una inviolabilidad onerosa y cuya participación en el golpe de Estado, su único activo válido hasta ahora, parece que no fue tan heroica como creían. Da igual: los uberhispanos preferirían un golpe de Estado militar antes que un gobierno de izquierda porque en sus cabezas anida la idea de que vivimos ya en una dictadura bolivariana, aunque no paren de desembarcar venezolanos.

No seré yo la que se alinee con la idea de territorios independizados. Sospecho que todos saldríamos dañados de aquello (unos más que otros, eso también). Pero me seduce la idea federalista de reinos (llámenlos equis) de España que en aquel lejano 1987 expresaba una ley. Me encantaría un país unido no ya ante la adversidad, sino ante la diversidad. Me fascina y enorgullece contar que vivo en un lugar en el que se hablan decenas de idiomas distintos. Adoro explicar a quienes me miran como marcianos cuando les cuento que estudio catalán que lo hago por amor a mi país, por amor a esa variedad compleja de identidades que algunos se empeñan en homogeneizar en una sola mientras gritan «yo soy español, español, español» como aullido de pertenencia a un lugar. Es todo tan contradictorio que me cuesta desarrollarlo incluso en una plaza virtual que me concede todo el espacio que desee.

Hoy no se celebra la Fiesta Nacional de España: se celebra una versión torticera y deforme, como la luna de 1Q84 del eterno aspirante a Nobel Murakami. Se celebra el golpe de pecho, el pecho peludo, el pecho de legionario, el brazo derecho en alto, la bandera de España más grande del mundo; se celebra una menina horrenda e hipertrofiada con bufanda rojigualda, el «habla español, hijodeputa». Se celebra, en fin, la España de postal de Berlanga, la de aquel pueblecito manchego disfrazado de Andalucía para poder ser reconocido, la España acomplejada que enhebra frases en inglés para exhibir poderío pero tiembla ante el euskera o el bable, de identidades deslavazadas y enterradas bajo el manto de fango que vierten cada día sobre nuestro país los defensores de algo que no existe.

El día que fui a escuchar al ondulante Enric Juliana, la bandera de Colón no estaba. Se erigía su mástil desnudo en una plaza que conmemora una conquista que tiene más de reemplazo que de conquista, en un espacio que hoy reivindican derechistas, ultraderechistas y ardillistas. Hoy, Fiesta Nacional de España, llueve. Es otoño, llueve y llueve. Muchos patriotas que suelen ir a silbar al presidente han preferido quedarse en casa. Tanto amenazar con sacar tanques, tanto presumir de ofrecer su cuerpo a las guerras que están en sus cabezas, de dejarse la sangre en las calles, y les arredran cuatro gotas de agua.


Alvise y las ardillas

Ponferrada, que está en León, siempre me pareció un municipio gallego. Tiene nombre gallego, no me pregunten por qué, igual que Nagüeles, que parece asturiano, está en la Málaga más pija. En León conviven nombres que suenan a gallego con otros como Astorga o Cubillas de los Oteros, que rebosan castellanidad vieja, así como de españoles de bien que siguen pensando que El Cid era un patriota y no un mercenario. También Bembibre o Benavides, que nos recuerdan que somos hijos de una hermosa tradición de culturas contaminándose entre sí.

Pero volviendo al Cid: es gracioso cómo la línea entre lo españolazo y lo mercenario se difumina hasta lograr un degradado, no me digan que no está bien traída aquí la polisemia. También es gracioso (no) cómo esta facción supura testosterona por todos los poros de la piel de toro. El libertarismo de moda es testosterónico y huele a huevos sudados, aquí y en el resto del mundo. No hay patriota que no esconda dentro de sí un señor hiperventilado con complejos anatómicos dispuesto a vender a su madre por un mendrugo de pan; llámenlo mendrugo, cuscurro, corrusco o bitcoin.

Teníamos un pajarito azul, mutó a equis renegrida y, de repente, aquel lugar comenzó a oler a esas ingles que usan la ducha como usamos la chimenea los que no la tenemos: poniéndola en Netflix. El patriotismo es la válvula de la olla exprés de quienes aúllan «charos» y «feminazis», un postureo braveheartiano de venta en temu, un falangismo de saldillo que seduce, escúchenme bien, a gente con huevos peludos, no a mí, no a la mayoría de las mujeres, no a las mujeres cis ni trans, bollos o heteros, no al colectivo LGTBI, no: a quienes llevan unas cuantas décadas sintiendo que el reino se les vuelve líquido y se les escurre entre los dedos.

Elon Musk, Javier Milei, Alvise Pérez, Nayib Bukele, Donald Trump, Abascal, Orbán. Esos engendros con disfraz de mesías del bazar de la esquina son seductores masivos de mecha corta. Te baten el récord en los 100 metros lisos del odio, pero no los pongas a recorrer los 5000 obstáculos porque les falta equilibrio. Tarde o temprano les sale la actriz porno, el perro del más allá, el lobbismo de escai y, sobre todo, las criptomonedas como epítome de la masculinidad frágil intentando recuperar su trono.

Hitler fue un señor recortaíto y de pelo oscuro que pudo convencer a muchos millones de personas de que había que sublimar la raza aria. Alvise, la versión baratocañí de aquel pintor frustrado, es la prueba viviente de que por las venas de los españoles de bien y de mal corre sangre árabe y, sin embargo, ahí lo tenemos, en una de sus infinitas contradicciones, bramando contra ellos. Es lo que tiene votar con los huevos: no hay más que rencor oculto, más que odio y deseo de destruir todo a martillazos. Son la versión tóxica de los gemelos de las reformas, salvo que aquí, después de cargarse el muro maestro, sueltan la maza, se alejan y se encienden un habano.

A esta manera de «pensar» le sobra testosterona y le faltan cerebro y estrógenos. Si eliminamos la facción júligan de cualquier partido (ayúsers, pedrettes y demás), lo habitual es que un votante entre en desacuerdo con el político al que eligió cuando la caga. No espero de los alvisers una legión de desencantados, pero sospecho que habrá unos cuantos que hayan descubierto, oh sorpresa, que bajo la máscara de Guy Fawkes había una ardilla con los carrillos repletos de moneditas. Escuchen, escuchen el vídeo en el que un atribulado agitador propagandístico con cargo de eurodiputado justifica el acto. Miren, yo monté un partido político y para montarlo pedí perras, las cuales me metí en el bolsillo porque no quiero vivir de la política. Escúchenlo en bucle y traten de entender.

Yo lo he agregado a mi lista de vídeos de humor porque hay que reconocer que como político no, pero como comediante le auguro una prometedora carrera a este Alvise que en realidad se llama Luis y se alió con un Luis que en realidad se llama Álvaro. Alianzas estratégicas, en fin, para dar voz a esos muchachotes sanísimos que aman la estética legionaria, pagan cientos de euros para hacer burpees y cursos de superación en YouTube junto a los nuevos mesías, que abominan de las feminazis y de la educación sexual, que quieren una patria unida y libre de idiomas raros que solo se hablan para que los españoles de bien no les entendamos, que no quieren moros porque hay manadas que agreden a sus mujeres mientras ellos consumen porno violento quizá por eso mismo, porque nadie les explicó que en la cama el sexo se pacta, hijos de padres que no hablan de esas cosas marranas, que quieren un pin parental y una España como la de antes, sea eso lo que sea.

En Ponferrada, esa ciudad de León con nombre gallego, una mujer dijo basta y el mundo entero la condenó en vida. Ganó, pero perdió, mientras su victimario perdió, pero ganó. A veces las victorias son mucho más amargas que las derrotas. En Ponferrada gobierna ese PP de Ismael Álvarez que ha prohibido rodar en sus calles aquella historia, que ha prohibido ningún acto en torno a la película. Ay, la España de antes, donde no había moros agrediendo a nuestras mujeres. Cómo se la echa de menos.


¿Sabemos si comen bichón?

Tu perro mañana podría ser ingerido por un magrebí o tu gato por un maliense. Quizá no hoy, pero dales tiempo. Los del rodeíto son así: esperan a que el discurso se enfríe y luego lo meten en la nevera hasta que los demás olvidemos que un día nos hicieron comer ese menú, le dan un golpecito de microondas y te lo traen a las primeras páginas de los tabloides digitales como recién hecho, entendiendo tabloide en su más sórdida acepción. Ya lo hemos visto con los presuntos pucherazos electorales, con el comunismo que nunca es tal, con los muros que separan países.

El problema de la derecha —uno de los muchos que le encuentro— es que, al igual que los grandes estudios o las plataformas de streaming, por ponerme modernita, han desistido de buscar buenos guionistas y recurren a copias baratas de lo que fue un éxito al otro lado del Atlántico. Un poco como Santiago Segura, hoy alabado como el gran dios del séptimo arte por la algarada conservatriz porque da perras, cuando todo lo que hace son remakes. Así que esperen —no mucho, unos meses todo lo más— a que los perros y gatos con los que los haitianos entretienen sus estómagos en la desquiciada cabeza de Donald Trump se conviertan en, qué sé yo, caniches y siameses (gatos, entiéndanme) en España. Es fácil: a la xenofobia hay que rebozarla en crímenes para que la degustemos con sumo placer. Como el pescado del fish and chips: si le quitas la costra, no sabe a nada.

De buenas a primeras, la inmigración se ha convertido en el primer problema para los españoles, según el CIS. Luego les preguntas en qué les afecta a ellos y silban en modo «a mí que me registren». Y he aquí otro de los truquis de la derecha: disfrazan sus odios de problemas. Así que, para sumar más fratelli dalla Spagna a su legión de sincomplejos, dan lo que yo llamo el rodeíto.

El rodeíto es ni más ni menos que llevar a tus leads —clientes potenciales en publicista fino— a que te compren la escoba, pero dándoles un paseo en el que les comas la oreja para la conversión final. Si tú te diriges a tu objetivo a extinguir en tono amenazante, solo te leerán los muy entusiastas. Pero si les plantas unas gráficas manipuladas sobre la cantidad de violaciones que hay porque vienen migrantes, vas a conseguir que más gente te preste atención. El rodeíto.

Ese rodeíto se condensa en frases como «¿come jamón?», que es una manera nada sutil de insinuar que el violador en cuestión podría profesar una religión que no es la buena-buena. «Los inmigrantes violan a nuestras mujeres», dijo el desquiciado presidenciable a los Estados Unidos en un debate en el que esta burrada pasó por alto porque a Biden le dio un flus. Fíjense: «nuestras mujeres». Esas dos palabras. Pongan la oreja y escuchen a la facción conservatriz repitiéndolo hasta el vómito, como buenos defensores a ultranza de la propiedad privada. Nuestras. Porque así nos ven.

Solo somos sus mujeres si el criminal nació más abajo de Gibraltar español. Si los violadores son un extenso conglomerado de nacionalidades y religiones que incluyen la católica, si entre ellos hay pieles claritas, ojos azules y comen jamón, entonces, como por arte de magia, las mujeres dejan de pertenecerles y pasan a no ser nadie. Hablo de los desgraciados que han destrozado en vida a Gisèle —me niego a sumar ese apellido infame—. ¿Qué ha pasado, por qué ninguno de esos defensores de las mujeres, los que se dicen feministas porque tienen madre, ha alzado la voz? Porque esto, amigas y amigos, es la magia del rodeíto. Ellas, nosotras, somos la excusa para su odio.

De la misma manera que un gay es un puto maricón, perdónenme la burrada, hasta que una noche uno tiene la desgracia de recibir una puñalada de manos de un magrebí. Entonces, el colectivo LGTBI pasa a ser su principal y casi única preocupación hasta que llegue Jorge Javier Vázquez y lo joda. Esta es más o menos la dinámica.

Porque lo importante es odiar. Lo importante es encabronar, enfrentarse, sacudirse, gritar en la puerta de Ferraz, en la puerta del Congreso, en la puerta de Irene Montero y Pablo Iglesias, lo importante es amenazar periodistas con triturarlos o con perseguir a sus hijos, lo importante es humillar y decir la salvajada más gorda, lo importante es negar al rival político el pan y la sal aun por encima de las necesidades de sus conciudadanos. Que se hunda España, que ya la levantaremos nosotros.

Este odio efervescente que está haciendo rebosar el vaso ha sido el motivo por el que me marché de una red social adquirida por un mamarracho podrido de dinero. La antigua Tuíter se ha convertido en una red de aguas fecales en la que puedes encontrarte un anillo de oro que se le coló a alguien por una alcantarilla, pero poniéndote de mierda hasta las orejas. Y miren, no me compensa. No quiero oír hablar más de quién come jamón como metáfora de enemigo racial o religioso.

Lo más triste es que hemos convertido o han querido creer que hemos convertido la migración en el gran problema de Occidente, cuando la historia de la humanidad es un éxodo continuo. Gente buscando un lugar en el que prosperar. Siempre ha ocurrido y seguirá ocurriendo. Hernán Cortés y Francisco Pizarro eran unos muertos de hambre que se jugaron la vida en las expediciones a las Américas para poder ganar dinero. Y por cierto, si hablamos del gran reemplazo, ahí tienen uno guapo. Los colonizadores del siglo XIX se marcharon en busca de riqueza a África, que está como está en gran parte por su culpa, y se la repartieron como el que reparte pedazos de tarta el día de su cumpleaños. Cuando consumieron sus recursos tras esclavizar a los africanos, esta vez en su propia tierra, los abandonaron a su suerte. Hoy, los hijos de los hijos de los hijos de aquella África esquilmada llaman a la puerta de los hijos de los hijos de los hijos de la próspera Europa y los reciben con desprecio. «Oh, vaya, ya está aquí el violador comemascotas. Dile que no estoy, a ver si se cansa».


Dos Españas, dos Cataluñas

Hay dos Españas, siempre las hubo. Se dividen entre quienes ayer vibraron con el gol de Lamine Yamal y quienes se mordieron los puñitos lamentando que un negro (dos, en realidad) represente a un país que en sus cabezas está lleno de fornidos arios. No hay más que ver a Jorge Buxadé o a Santiago Abascal, con más pinta de llorar la pérdida del reino de Granada que de cantar Edelweiss. O esos delirios paridos por la inteligencia artificial que petan con prompts de legionarios o Jesucristos altos, rubios, musculosos y con ojos azules.

Existen dos Españas, pero también dos Cataluñas. La Cataluña oscura se oculta estupendamente entre las grietas de la progresía porque, al fin y a la postre, el burgués catalán pasó de vivir rebién en una España que lo protegía a protestar contra el sistema, que venía a ser Franco. La imagen misma de esa Cataluña virada la representaban los Pujol-Ferrusola, muy catalanes y mucho catalanes, que con una mano reivindicaban los ocho apellidos para presidir una Generalitat y con la otra te trincaban comisiones y se las llevaban prestos a Andorra. A la Cataluña luminosa la representan esos migrantes que, como en el resto del Estado, de cuando en cuando paren genios como Lamine Yamal o Lionel Messi.

Todos hemos visto estos días la foto de un joven Messi bañando, quién sabe si ungiendo, a un casi recién nacido Yamal. Desde ayer, por fortuna para todos, son ellos y no los Pujol quienes definen en qué se está convirtiendo no Cataluña, no España, sino Occidente: en un delicioso borrado de fronteras geográficas y mentales, por más que le escueza a la España que reclama pureza, a la Europa que empuja.

En medio de esa Europa que pretende arrumbar a empujones lo conseguido, dos iconos del racismo y la xenofobia han sido barridos del mapa, siquiera por un tiempo: Rishi Sunak y Marine LePen. A LePen también le pintó la cara un futbolista hijo, como Yamal, de la banlieu, de los suburbios relegados al olvido por alcaldes orgullosos de llenar sus principales plazas de cemento, por prohombres y promujeres que reclaman las metrópolis para los extranjeros, pero para los extranjeros ricos. Hay que expulsar a los inmigrantes, a cañonazos si hace falta, salvo si se los puede explotar en un musical chusco; pero faltan chaquetas extendidas sobre los charcos para darles la bienvenida como se merecen a venezolanos, rusos o cubanos de Miami que se compran sus nuevas nacionalidades a golpe de taco de billetes en b. El dinero, sobre todo el ilegal, sí que borra fronteras.

Murió Marta Ferrusola la misma semana en que nacía un nuevo ídolo en esa Cataluña oculta, en esa España que madruga: el que hará soñar a miles de niños de distritos como el 304 con la posibilidad de un futuro mejor que el que les está predestinado. Mientras ayer esa España obrera gritaba enloquecida ante el gol descarado, casi inverosímil, de un chaval que se saca 4º de la ESO cuando no está entrenando, una tal Victoria Federica, de profesión nieta de un rey y sobrina de otro, se calaba una gorra y se ponía unas gafas de sol al entrar en un Starbucks. A las ocho de la mañana, qué quieren. A esa hora se sale de los áfteres. Los españoles de bien, los de apellido con encaje, madrugan a mediodía.


Lo pequeño

Les voy a confesar uno de esos pequeños traumas que me acompañan desde mi preadolescencia. Cuando estaba en 6º de EGB (6º de Primaria para los zetas), la profesora de Lengua Española me escogió —y cojan con pinzas lo de escoger— para salir a recitar un poema que ella misma había escrito. Se llamaba Lo pequeño. No contenta con hacérmelo pasar fatal por plantarme sola en un escenario —yo era, aunque quienes me conocen no lo crean, la niña y adolescente más tímida que nadie pueda imaginar—, al recitado le añadió numerosos aspavientos que me provocaron no desear volver a aquel lugar infernal.

Luego supe que aquella señora malhumorada y humilladora del alumnado, indigna de ejercer la profesión que hoy honra a miles de mujeres y algunos hombres, tenía complejo de bajita, lo cual, sin duda, le hizo volcar su escasa imaginación en uno de esos poemas cuajados de ripios y lugares comunes y proyectar su insatisfacción en la niña que fui. ¿A qué viene todo esto? Al eco de lo que lo pequeño evoca en nuestros cerebros: lo delicado, lo menudo, lo apenas tangible. Lo casi inexistente.

No es lo mismo un pisito de 180 metritos en Chamberí —que han resultado ser dos: un pisito y un atiquito— que un casoplón en Galapagón. La no dueña de los pisitos siempre ha vivido de alquilercito y su novio, según dicen los voceros de la emperatriz de Madriz, posee un Maseratito poco menos que de adornito, que ni pasó la iteuvita. Eso sí, lleno de multitas pendientitas.

Todo es diminuto y exquisito en el entorno de Isabel Díaz Ayuso: comisioncitas, milloncitos, empresas fantasmita, amiguitos hosteleritos que te prestan un apartamentito. Hermanitos que hacen una llamadita y se levantan cientos de miles de euritos. Así, ¿cómo te vas a enfadar? ¡Si es que es todo chiquitito! Que no les arruine a ustedes la fantasía el hecho de que su exnoviecito, el antes peluquerito Jairo Alonso, también saltara al sector sanitario —casualidades, casualidades— para multiplicar su facturación por ciento sesenta y seis. Minucias. ¡Piensen en el casoplón, eso sí que es una vergüenza!

Lo pequeño en nuestras cabezas es un gatito cuqui que nos mira desde cualquier red social, es el bebé que hace una monería a cámara, es el perrete acomplejado del meme. Dan ganas de pasarle la mano por el lomo a todo lo pequeñito, aunque lo pequeño sea dar la orden política de pagar de golpe 400 millones de euros de deuda a la empresa Quirón que, casualmente, qué caprichoso es el azar, es la principal fuente de ingresos de Alberto (¿se imaginan la locura que sería descubrir que el Alberto al que se mencionaba en la trama Koldo fuera este?).

Sigamos recordando lo pequeño. El chicle, por ejemplo, que se meneaba en la boca de Esperanza Aguirre cuando se encaró a trabajadoras del Ramón y Cajal que denunciaban la privatización de la sanidad en Madrid. Un chicle diminuto envuelto por un cuerpo de modales chuscos se convierte en un chicle insultante. Parece que aquello sucedió ayer, ¿verdad? Pues ya han pasado quince años. Y parece que fue ayer porque lo de hoy se parece bastante a entonces, no nos engañemos.

Lo que son las cosas. Junto a Aguirre se paseaba Güemes, sucesor en la consejería de Sanidad de aquel infame Manuel Lamela que le hizo la vida imposible a Luis Montes acusándolo de matar personas en situación de final de vida. Luis Montes, presidente de la asociación Derecho a Morir Dignamente, peleó en los juzgados por las injusticias cometidas contra su persona. Archivaron la querella contra Lamela —en fin—, pero ganó el juicio por injurias contra un tal Miguel Ángel Rodríguez, que lo llamó en repetidas ocasiones «nazi». Lo llamó nazi por ayudar a morir sin sufrimiento a enfermos terminales. Se ve, ahora que tenemos la fotografía completa, que lo compasivo es, por oposición, que mueran entre espasmos, asustados, agarrados a la barra de la cama, solos, sin acceso a asistencia sanitaria.

Si a la mentora de la actual presidenta le salían ranas, a Isabel Díaz Ayuso le salen diminutivos. Es una manera de engañar tan honesta como cualquier otra, si me permiten el oxímoron. Aunque debería tener cuidado con el exceso de pequeñeces: cuando uno tiende muchas trampas, corre el riesgo de que el pie se le enrede entre las cuerdas. Para muestra, la frase —en diminutivo— con la que se despachó en la Asamblea en esta horribilis septimana: «Tengo un pequeño golfito que me viene muy bien».


Eskoldar tomases

¿Me permiten que los invite a un pequeño ejercicio? Túmbense en el sofá, si tienen la oportunidad. Cierren los ojos y viajen a marzo de 2020. Piensen en la impotencia. Piensen en aquel conocido o familiar infectado, aislado, quizá grave; en la persona mayor de su entorno de la que no pudieron despedirse. Recuerden la incertidumbre de aquellos días, el encierro, el pan casero, el papel higiénico. Piensen en el terror.

Ahora, intenten ampliar el foco. Ustedes y yo, ustedes y todos a los que conocen, o casi todos, estábamos bloqueados por el pánico, sin atrevernos a dar un paso, a salir del metro cuadrado en el que vivimos entonces, mientras un grupo de mezquinos vieron en aquel nudo de pavor una oportunidad. Les pido, por favor, que no le pongan apellidos al corrupto. Da igual que fueran Koldos o Tomases, Luceños o Medinas. Da lo mismo. Ellos vieron el terror en sus ojos y en los míos y aun así decidieron lucrarse, meter sus manos en nuestros amedrentados bolsillos y robarnos. Miraron su terror y el mío y lo ignoraron: decidieron que había que llevárselo crudo.

Esas mismas personas que encuentran plausible o razonable incrementar un 150% o un 200% el precio de material sanitario de primerísima necesidad, esas personas que ocultaron millones en paraísos fiscales, se sirvieron de su familia para dar un pelotazo o compraron pisos y los pusieron a nombre de su mujer, esas mismas personas, digo, se echan las manos a la cabeza cuando ven a gente robar en un supermercado aprovechando una algarada. «Qué vergüenza, para cuándo regularán la inmigración, menudos delincuentes», dicen, mientras se mesan los cabellos y las barbas o se ajustan la pajarita antes de salir de fiesta.

Hay una analogía que todos ustedes conocerán: el síndrome de la rana hervida. La rana muere hervida en la cacerola porque le van subiendo poco a poco la temperatura. Si salta al agua hirviendo y se escalda, huye de un salto. Pero a todos nosotros, en cuarenta y tantos años de democracia, nos han cocido a fuego lento en la olla de la corrupción. Gürtel, Gescartera, ERE, Fundescam y un larguísimo etcétera nos han insensibilizado hasta tal punto que solo nos queda aliento para señalar al corruptor del partido al que no votamos. En esto nos han convertido.

Escaldar es sumergir brevemente un alimento en agua hirviendo. Se hace mucho con los tomates, por ejemplo: así se les quita la piel mejor y están listos para hacer salsa o sofrito. A ratos, estos días, pensaba en algo parecido: en eskoldar tomases. Despellejar y triturar. Problema solucionado.

No les voy a pedir mucho más hoy. Que piensen en lo que pensaban en aquel horrible 2020, en aquel marzo y sobre todo abril de 2020, pero también en mayo y en junio, encerrados, asustados, sin un horizonte cierto, sin un futuro, perdiendo sus trabajos o sus clientes, perdiendo capacidad adquisitiva y libertad, sintiendo cómo la depresión los abrazaba lentamente cada noche, al ir a la cama, después, quizá, de haber bebido más alcohol de la cuenta, cuántos hígados destrozados aquel 2020, cuánta salud mental dilapidada. Ustedes y yo, así; ellos, metiéndose cientos de miles de euros salidos de la oportunidad del miedo y a cambio de un esfuerzo nimio. Quizá, levantar el teléfono y llamar a ese conocido que importa juguetes de China.

Pero sobre todo me gustaría recordar (a mí, cada día, cada vez que me tumbo en el sofá y cierro los ojos para pensar) que la corrupción no tiene color político; solo personas o grupos de personas que carecen de empatía, lobitos de Wall Street dispuestos a cualquier cosa con tal de pasearse en deportivo aunque con ello hayan jodido la vida de la gente. Esa gente no tiene un rostro reconocible. Somos para ellos como personajes generados por inteligencia artificial. Podemos tener tres ojos o seis filas de dientes, estar vivos o muertos, ir a la compra o jugarnos la vida sin saberlo por un kilo de harina. Da igual. No ampliarán la imagen para vernos, para conocernos.


Abejas y asajas

Esta semana, los agricultores han salido a la calle. Están hartos, y lo entiendo. Pero ya saben ustedes que no he sido llamada por el camino del fino análisis político, sino más bien de la coña marinera. Y, claro, necesitaba hablar de las abejas adiestradas de Ángel García Blanco, presidente de Asaja Extremadura. Que si a los antidisturbios se les ocurría actuar contra ellos, abrirían las colmenas.

Sirvan las palabras del colmenero mayor para sacar mi rotulador de subrayar fuerte algunas incongruencias. La primera es obvia, y no soy la primera ni la segunda que la destaca: Asaja son las siglas de Asociación Agraria de Jóvenes Agricultores. El señor García Blanco no es ni joven ni agricultor. Este año sopla sesenta y una velas, y sí, regenta una dehesa y una cooperativa, pero con una licenciatura en Derecho y una graduación en Empresariales por el ICADE me van a permitir que dude de sus doloridos callos.

Se me hace difícil entender cómo alguien que no es agricultor representa desde hace más de 20 años los intereses de los agricultores. Que igual lo hace de lujo y estoy yo aquí hablando de más. Pero me cuesta entenderlo, me cuesta. Es como cuando ciertos personajes que en ocasiones ostentan hasta títulos nobiliarios se meten a diputados y se dan golpes de pecho porque les duelen las gentes (ellos dicen «las gentes», como Julio Iglesias) del campo. Es decir, los tataratataratataranietos (quizá no tenga que irme tan atrás) de los dueños de grandes latifundios, los descendientes del señorito Iván, se suben al atril a gritar que les preocupa el destino de Azarías. Llámenme malpensada: no me lo creo.

Y un poco es lo que me pasa con este juvenil domador de abejas: que no termino de encajarlo en la idea que tengo de un hombre de campo. Eso sí, no paro de imaginarme a los antidisturbios acercándose y a Ángel vestido de apicultor abriendo una colmena y gritando: «Maya, ¡ataca!». Y todo el enjambre dejándose los aguijones en los escudos de los policías, las pobres. Porque ellas otra cosa no, pero tienen muy claro quién es el enemigo.

Por otra parte, ¿por qué iban a actuar los antidisturbios si todo sucede en términos legítimos y cívicos? Y si no es así, si no se comportan con la educación que se les supone, ¿por qué no iban a actuar?

Aquí me surge otra pregunta en las declaraciones de García Blanco. ¿Es que no le parece bien que un policía antidisturbios busque el mantenimiento del orden público? Porque no quisiera pensar que comparte ideario con Lola Guzmán, ex militante de Vox (casualidades) que lidera la plataforma 6F y que coqueteó con el delito de odio días atrás. Me refiero a que espero que el joven agricultor extremeño no tendrá en su cabeza la idea de que no le pueden frenar por ser español, o español de bien, que también estamos los de mal y nosotros sí, nosotros merecemos que nos abran la cabeza con la porra o que nos fusilen.

Conviene, en tiempos convulsos, recordar quién es la abeja reina. No siempre se la reconoce en el enjambre, pero a menudo tiene apellidos que no caben en un DNI y baja al campo con gorrita irlandesa, camisa desabotonada y la manicura recién hecha. Puede incluso que con un casco de moto en la mano. En otras ocasiones se labra una carrera como cantante de canción ligera, y desmigaja un puñado de tierra entre sus dedos, a lo Scarlett O’Hara, y se ufana de su incorrección política. A la abeja reina la han visto mil veces. Quizá la confundieron con una abeja obrera.

Aún recuerdo a una abeja que falseó su contabilidad y mantuvo un holding de 700 empresas en bancarrota, que subsistían gracias a los créditos que les inyectaban los bancos del propio holding. Cuando el Gobierno intervino en aquel caos contable, la abejita en cuestión intentó huir a Londres. No pudo. Pero ideó otras artimañas. Fundó un partido político con el que obtuvo dos escaños en Europa. Uno fue para él, ¿lo dudaban? Le vino de perlas para lograr la inmunidad (no había otro motivo para fundarlo). Su eslogan de campaña fue «España para los españoles, trabajo para todos». Llevaba un casco de obra en la imagen. Sus apellidos, Ruiz-Mateos y Jiménez de Tejada. Estos días se celebran 41 años de aquel otro 23-F: el de la expropiación de Rumasa.

La maldita historia, esa que amenaza con repetirse, se oculta en las esquinas y nos observa. «Necios», masculla entre dientes.


La magdalena

La libertad era esto también: tomar de las arcas públicas cuarenta y seis mil euretes de nada para viajar de Madrid al cielo subidos a un petardo. Qué son, al fin y al cabo, cuarenta y seis mil euros: calderilla. El salario bruto anual de un médico de atención primaria. Que nos sobran aquí, oiga. Médicos, digo. Y euros, qué cojones.

Con todo mi respeto a los valencianos y a sus tradiciones, en torno a una mascletá solo se concentran ruido y humo, dos cosas que al PP le vienen muy bien para que nos despistemos de lo importante. Tiene su gracia que el día en que se juega su solvencia en Galicia esté ese mismo PP celebrando a petardazo limpio que unos meses atrás recuperó Valencia, la Valencia de las mordidas, los bolsos de Loewe, los trajes y los hijodeputatequieroungüevos. Es decir, el futuro esposo de una Borbón celebra, con dinero de todos los madrileños, que —con un extra de ultraderechismo— Rita Barberá vive y la lucha sigue.

Mientras los AVE venían llenos a ver el penúltimo espectáculo de cartón y brilli brilli, las aves del Manzanares han salido pitando. Las gallinas que entran por las que salen. Hasta para esto han estado finos, hay que reconocerlo. Tantos meses talando árboles para pasarse al cemento y al final eligen para llenar de pólvora uno de los pocos espacios en los que hay algo —algo— de fauna y flora.

No parece que le haya supuesto problema alguno al regidor tirar al Manzanares cinco mil y pico euros por minuto, aunque no se le haya visto el hocico por allí. Tiene que ver con personas mayores muertas en residencias, pero no se me asusten: no es que se haya arrepentido de proteger el luctuoso legado de su partenaire de facto en las cosas de la Villa y Corte, no. Es que, por desgracia, han fallecido dos mujeres a causa de un incendio.

Entre los protocolos de la vergüenza, la falta de médicos en atención primaria y urgencias, la comida podrida y la falta de medicalización de las residencias están los mayores en Madrid planteándose el exilio. Ahora mismo, la ciudad se ha convertido en un decorado de El Show de Truman, lleno de escenarios de cartón piedra que tapan toda la miseria moral tras los focos. Casi nadie lo recordará ya salvo sus allegados, pero solo han pasado dieciséis días desde que un hombre falleció de un infarto en un centro de salud sin médico. Como con los siete mil doscientos noventa y un ancianos que se llevó la parca por delante, nunca sabremos si habría salvado la vida con un médico o si se habría muerto igual, que diría Madame la Présidente.

Y, hombre, igual, lo que se dice igual, no murieron, Isabel. No es lo mismo irse entre estertores y punzadas de dolor agudo, agarrado al barrote de tu cama mientras luchas por una bocanada más de oxígeno, que con una bomba de morfina quitándote la mayor parte del dolor. Igual lo de la inquina a la morfina es cosa de Miguel Ángel Rodríguez, que ya hizo gala de su estilo macarrónico y kamikaze dejándose ver por los programas más pestilentes de las cadenas amigas para llamar nazi a Luis Montes, un buen doctor que intentó, al contrario que hoy, que ayer, que siempre con el PP, suavizar el tránsito final a los enfermos terminales. Aquella iniquidad de entonces y la de ahora en la Asamblea son ramas del mismo tronco: el de aniquilar lo público, porque Madrid ya no es más que un cascarón sin alma que solo ofrece espectáculo.

Detrás de las meninas horrorosas tuneadas por artistas de renombre como Pablo Motos o la Guardia Civil, los espectáculos de pirotecnia para celebrar victorias del PP —hago mucho hincapié en la tremenda desfachatez de esto—, de las plazas taladas y cementadas, detrás de cualquiera de los fastos de papier maché que componen la recién creada identidad madrileña, siguen muriendo ancianos, desahuciando a gente de casas que compran los fondos buitre, arrinconando a ciudadanos que llevan años malviviendo fuera de sus casas, bien por obras mal planificadas, bien por haber sido condenados a subsistir sin luz o calefacción.

Pero pasen, pasen. Tenemos mascletás, la mejor agua, los mejores pueblos (aunque estén en Toledo: Toledo es casi Madrid, ¿no?). Tenemos hasta las mejores paellas. Es cuestión de tiempo que todo lo mejor se concentre aquí porque nuestra ciudad, poco a poco, es un Imaginarium para adultos sin demasiado espíritu crítico. Hace pocos días, a cuenta de la mejor mascletá de España, la alcaldesa de Valencia nos llamó catetos a una parte de los madrileños, y teniendo en cuenta que hemos merecido ese apelativo no pocas veces, me jode que nos lo planten justo para defender la mayor catetada de las perpetradas hasta la fecha, y no ha habido pocas. Pero bueno, no deja de ser un acto de partido, y hay que defenderlo con uñas y dientes para obviar esto, que hemos pagado un acto del PP con dinero del erario público.

¿Se puede añorar la antiidentidad? Yo sí. Yo echo de menos aquel Madrid de hace mucho tiempo en el que, al menos donde yo vivía —el Madrid olvidado, el de la clase obrera, el de las colmenas de ladrillo visto—, todos teníamos un poco de extremeños, un poco de manchegos, un poco de cubanos, un poco de guineanos. Pienso en gente con la que jugué en mi barrio. Nadie miró nunca a nadie por encima del hombro y sí, hicimos nuestras vacaciones en un apartamento de Valencia cuando no existía Airbnb, que era la playa más cercana para familias numerosas que recorríamos el trayecto en algún modelo de Seat igual al de tantos millones de obreros, a ochenta por hora, con el famoso atasco a la altura de La Roda, vamos a comprar miguelitos ya que estamos.

Echo de menos aquel Madrid que de verdad no era de ninguna parte porque se componía de todo. Hoy, la derecha política y mediática ha hecho una masa amorfa con ese sustento fundacional. Madrid es una forma de vivir, pero también emula todo lo que traiga turismo. ¿Valencia? Pues Valencia. Nos ha quedado un Madrid fofo, instagrameable y fofo, como un muffin. A un muffin le quitas esas capas de azúcar coloreada incomestible que son las exposiciones menínicas callejeras, los bares canallitas en manos de fondos de inversión con nombres que desprecian a la mujer o los musicales mestizos en una explanada del Ifema y te queda algo parecido a una magdalena.

A mí quítenme el azúcar, las estrellitas de colores y los pegotes de grasa dulce. Yo quiero mi magdalena.