Bienaventurados sean los puros de espíritu

En mi brevísima carrera como católica pasaron pocas cosas. Qué le podía pasar verdaderamente reseñable a una niña cuyo mayor pecado fue, quizá, pelearse con su hermana. Sin embargo, a los siete años, quizá ocho, me hicieron pasar por un confesionario previa primera comunión. Y me inventé pecados. No recuerdo qué le conté al sacerdote, pero sí que, como no tenía, habría de imaginarlos.

Recuerdo el catecismo (ah, aquella egebé posfranquista) y algunos rezos. El Yo, pecador, que mi compañero pelirrojo Jaime Espallargas, qué habrá sido de él, leía a sus mal contados siete años como Yo, pescador, provocando las risas, voluntarias o no, del resto de la clase. También las Bienaventuranzas, que eran algo así como la final del Grand Prix celestial, donde se clasificaban solo los católicos de categoría. Bienaventurados sean los que sufren persecución por causa de la justicia, porque de ellos será el reino de los cielos. Al menos, Cerdán tiene con qué consolarse.

He releído aquella oración y no hay una buenaventura para los puros de espíritu. Pero a mí me suena bien. La pureza de espíritu cotiza hoy más al alza que nunca. La política, y más en el lado zurdo, huele a puros de espíritu. Puros de personas puras, no de habanos, que les oigo pensar. Estalla un caso de corrupción y cada cual regresa a su trinchera. En cuanto hay algo que puede salpicar, todo el arco parlamentario en general y la izquierda en particular saltan hacia atrás para que no les roce la mierda, entre grandes aspavientos y mayores declaraciones.

Al otro lado, los votantes asistimos con desamparo al escenario al que nos conduce este inesperado giro de guion, que se parece más a una novela de Paul Auster que a la vida real. El mismo partido que sacó al anterior por corrupción sistémica tenía montado un chiringuito cojonudo en la cúpula. Ahora, unos intentan diseccionar el cáncer intentando no dejarse una célula enferma dentro y otros bailan, brincan, saltan y eructan celebrando un triunfo que, a pesar de los esfuerzos continuos, finalmente les ha servido el enemigo en plato de porcelana con pan de oro. Sea como fuere, nos toca arar con estos bueyes, y uno se está muriendo y el otro, a punto.

Los votantes, digo, miramos con la boca abierta, bloqueados, como un conejo cuando cruza la carretera y lo va a alcanzar un camión. Muchos exigen, exigimos, ay, esa unión de las izquierdas que las izquierdas no quieren. Siento que ya viví esto y que me está tocando repetir plato. Pero para qué lamentarse. Ahora es tarde, señora.

Ahí está la micronesia izquierdista, haciéndose la tiquismiquis, tensando las narinas como si alguien se hubiera tirado un pedo. Y nosotros, pidiéndoles por enésima vez lo imposible. «Cómo se atreven, nos dejan a los pies de los caballos», suspiramos indignados. Los mismos nosotros que cada vez más exigen a sus iguales un pensamiento único, que nadie se salga del guion que vive en sus cabezas, más parecido a Aldous Huxley que a Tarta de Fresa.

Somos, pues, como ellos: mantenemos una hipervigilancia punitivista hacia los otros. En la calle, en la plaza pública social y virtual, no contentos con seleccionar nuestras interacciones, queremos que las de otros sean asimismo puras de espíritu (de nuestro espíritu, vamos). No queremos que sean de izquierdas: queremos que sean exactamente de la misma subsubsubdivisión de izquierdas que lo somos cada uno, y ay del que no vigile a su vez con quién habla, a quién saluda, con quién se codea. Nadie se preguntará si esa relación que no nos incumbe pero miramos mal es ultrapersonal, si trasciende lo que se ve o tiene a su vez un contexto, un porqué, un él, ella me salvó la vida cuando lo necesité. Para qué hacerlo, con lo gustosito que es tirar a matar. Tanto quejarnos de la histórica crueldad del enemigo y nos están quedando unas deshumanizaciones de radio corto cuquísimas, cuidadosamente seleccionadas. Un día, tanta paz y tanto buen rollo acabarán con nosotros.

Todos nosotros, los mismos que exigimos pureza de espíritu a nuestros interlocutores, queremos que nuestros representantes arrastren los pies y se amolden a los pecados de otros. Somos una maravillosa contradicción. Bienaventurados sean, pues, los puros de espíritu, porque de ellos será el reino de los cielos. A mí no me esperen: prefiero seguir en el limbo.


¿Qué España, mendrugo?

Tenemos una ultraderecha tan patriota que ha escogido ponerse del lado de Estados Unidos cuando busca enterrar en aranceles al país que dice defender, y tan original que le ha copiado el ideario, eslogan incluido. Make America Great Again se ha convertido en Make España Great Again, porque el «habla español, hijo de puta» se reserva para el público autóctono.

Hablaba con una amiga hace pocos días sobre ese festival gore en el que se ha convertido la política trumpista, donde llega un momento en el que no distingues una burrada de la siguiente, empeñados como están en que la sangre no deje de salpicar nunca. Me contaba que alguien se había dedicado a preguntar, creo que a ufanos magamen, de qué otrora grande América creían que hablaba Trump cuando hablaban de recuperarla.

¿A qué América os referís?, inquiría el tipo en cuestión. ¿Quizá a la América que cayó como fichitas de dominó cuando lo de Lehman Brothers? ¿A la de los tiroteos en colegios, la de los estadounidenses de interior, eternamente empobrecidos? ¿O la de la guerra de Vietnam? No puede ser, quizá se refirieran a la América inmediatamente posterior, a la de los casi tres millones de soldados que regresaron jodidos de la cabeza o postrados en una silla de ruedas, sin un camastro en el que caerse muertos. O a lo mejor quieren regresar a la América que envió a sus tropas a luchar contra Alemania y Japón; un millón y pico de víctimas entre muertos y heridos y una bajada catastrófica de la población es para querer regresar. Sin embargo, podría querer referirse a la América del crack del 29, a la de la Guerra de Secesión o, mejor aún, a la esclavista. Puede incluso que a la segregacionista que negaba a un negro compartir un baño público con un blanco.

En un país con menos de trescientos años de historia es fácil descubrir la trampa de Trump, valga la cacofonía. Pero ¿qué España quiere el voxita medio hacer grande de nuevo? Convengamos en que España tiene todos los años que le atribuyen, entre dos mil y cien mil trillones, según el historiador que ese día nos entretenga en la emisora católica de turno. ¿Se refiere a la España franquista y, por ende, predemocrática, aquel país ceñudo y subdesarrollado, con millones de conciudadanos huidos del país, trabajando como bestias en guetos alemanes, suizos o franceses y viviendo miserablemente para ahorrar unos francos, unos marcos, y enviarlos a su hogar, donde seguramente media familia esperaba algún dinero como agua de mayo?

Quizá hablen de una anterior: quizá su España ideal es la que se desangraba en las tres guerras carlistas —cuatro si contamos la guerra civil, como dice mi amigo Andrés—, o la del borrego de Fernando VII, que vivió obsesionado por tiranizar a su pueblo, trayendo a los cien mil hijos de San Luis a ahogar un intento de monarquía liberal o haciendo F5 en el botón de la ya descatalogada Inquisición.

Puede que echen de menos la de los borbones primigenios que mataban de hambre y peste a sus ciudadanos mientras disfrutaban de la caza y el vino (qué poco cambian algunos), o la de los austrias, que hicieron lo mismo pero por meapilismo del más abyecto. ¿A qué España les gustaría regresar a esos anoréxicos intelectuales que van a dar la tabarra por las noches a Ferraz, como si Pedro Sánchez durmiera allí, o se gastan las perras en votar a Israel, como si el dinero no fuera a TVE? Imagino que, en sus más que improbables conocimientos de historia, querrían regresar a algo entre los últimos trastámaras y los primeros austrias, ese momento en el que España era tan tan tan grande que tal como llegaban el oro y la plata se gastaban en financiar más guerras y en pagar deuda externa mientras a los pobres castellanos de entonces —y valencianos, y aragoneses, y navarros, y…— les llegaba la misma cantidad de metal precioso que de tiempo de ocio.

La pena, la gran pena de este relato de una España que solo existe en sus cabezas, que se ha grabado en la memoria colectiva como un tatuaje, es que no se parece en nada a lo que de verdad ocurrió. O no: la pena, la gran pena es que se ha grabado precisamente porque es gente que no ha querido informarse nunca sobre lo que de verdad ocurrió. Y cuando no se tienen herramientas para confrontar mensajes fulleros, llega un alvise cualquiera y te vende el crecepelo.

Al menos, y ya que tenemos que cargar con esta pesada mochila que son los negacionistas de la historia, hagámoslo bien. Que empiecen, qué menos, por hacer un eslogan que beba de lo español y en español, ¿qué es eso de Make España Great Again?

Propongo uno, se lo regalo a cambio de que llenen el país de gorritas con las siglas: Hagamos España Carlista, En Serio.


Lo que arde

Anoche le dediqué un rato, uno de los últimos ya, a El infinito en un junco, ensayo delicioso que lleva en mis manos desde el pasado Sant Jordi; es autorregalo que me hice por recomendación de un buen amigo. Resulta curioso cómo a veces los mejores libros te pasan bajo el radar; seguramente, sospecho, porque los que vienen con el marchamo de best-seller ya me echan para atrás, no me culpen, fui una chica de extrarradio que ha cultivado una falsa imagen de intelectual para sacarse el extrarradio de dentro, como si tal cosa fuera posible. Y este magnífico ensayo que no sé si nos merecemos venía precedido por esta marca de superventas.

Dirán ustedes que cómo puedo llevar casi un año con un libro entre mis manos. Fácil: obviaré el hecho de que leo menos de lo que me gustaría, pero leo. Leo muchísimo, en realidad, aunque solo el veinte o treinta por ciento de lo que leo es lectura de ocio. Leo artículos en mi idioma y en otros, leo papers, leo artículos sobre ingeniería aeronáutica o sobre disruptores endocrinos, leo mucha frivolidad también, leo y releo lo que escribo para recibir mi correspondiente contraprestación económica. Y, cuando acaba el día, a veces leo un buen puñado de páginas de uno de los seis, siete, ocho libros que tengo a medio terminar. Soy una fetichista caótica: acumulo libros que deseo leer y no soy capaz de ir de uno en uno. Por tanto, El infinito en un junco se ha ido entretejiendo con otras muchas lecturas: Iris Murdoch, Éric Vuillard, Kurt Vonnegut, Byung-Chul Han, David Uclés. Se trata de un ensayo paciente y delicado, que no te presiona ni te obliga a quedarte con él, como ese amante con el que has hecho un pacto de no exclusividad.

En lo que a formato de lectura se refiere, prefiero el papel. Es curioso cómo, siendo una persona que abraza con pasión lo tecnológico, no he logrado subirme al carro del libro electrónico. No voy a decir nada que no se haya dicho cien millones de veces: el olor de una librería, el sonido de las páginas, el peso del libro entre tus manos. La portada. Adoro las portadas bien diseñadas, me parecen obras de arte.

El libro físico tiene, sin embargo, la fragilidad que no posee un archivo digital: una inundación, un incendio, una plaga de termitas pueden devorar en segundos toneladas de papel impreso. De esa endeblez extrema da buena cuenta El infinito en un junco, que se remonta a aquellos primeros libros en forma de rollos que poblaron bibliotecas míticas como la de Alejandría: libros únicos, inimprimibles, que se reproducían a mano, con la perseverancia y quién sabe si resignación infinitas de los escribas. Lo que arde nos permite tomar conciencia de una consistencia matérica que no posee lo digital.

Ray Bradbury lo contó muy bien en un libro del que ni siquiera tengo que mencionar el título. Él mismo fue uno de los investigados por el Comité de Actividades Antiamericanas en aquellos funestos años cincuenta, mojigatos y anticomunistas, que sembraron de terror —edulcorado, en tonos pastel y con anuncios de neveras y televisores a color— los Estados Unidos. Algo de esa postal caduca se entrevé en The Brutalist. Bradbury se imaginó Fahrenheit 451 en ese ambiente de pánico a salirse del renglón que fue la era McCarthy. Y, como si de una advertencia llegada del pasado se tratara, miles de libros (pero no solo) van desapareciendo de los archivos públicos en aquel país que vive una era si cabe más terrorífica que la anterior porque hoy, sencillamente, no hay un enemigo objetivo: solo miedo descongelado. En solo un año, Estados Unidos triplicó el número de libros prohibidos hasta llegar a 10.000 en noviembre del año pasado. Todo ello, por mor de la moral depravada de algunos de los gobernadores más ultraderechistas.

La diversidad se va volatilizando, como si nunca hubiera existido. ¿Por qué ese miedo a lo diverso, qué daño les ha hecho? Los libros de temática LGTBIQ+ se hurtan a niños, muchos de los cuales volverán a pensar, en la oscuridad de su habitación, que son monstruos. Se borra a las mujeres que sirvieron a su país… por el hecho de ser mujeres. Cualquier persona que significó algo en la historia reciente o remota de los Estados Unidos ya no es en los archivos públicos si su color de piel o sus atributos físicos no coinciden con la moral imperante. Se llegó a borrar la existencia del Enola Gay no por bombardero, sino por gay. Es delirante la velocidad a la que se está limpiando no ya el presente, sino el pasado.

La mayoría de esos borrados son digitales y, como no arden, no nos damos cuenta de que nos está devorando a todos. En Fahrenheit 451, los libros, los frágiles libros que el fuego se tragaba, eran memorizados por los resistentes en un esfuerzo colectivo para que no desaparecieran, para ser devueltos a la vida una vez acabara el terror. La memoria salvaba a los libros en aquella distopía, pero hoy apenas la usamos ya: todo está encriptado en nuestros móviles, en nuestro historial de buscadores, en la agenda telefónica, en la inteligencia artificial. Por si fuera poco, el empeño en reescribir la historia de esa misma gente que prohíbe libros está borrando la poca que nos queda: el olvido, más que nunca, nos condena.


Hemos ido demasiado lejos

«¿Piensas tener hijos pronto?». Esta frase, desposeída de contexto, no les dirá gran cosa, pero si el de recursos humanos la estampa contra una mujer a la que entrevista para ocupar un puesto de trabajo, todo adquiere un viso casi de terror. Las mujeres, desde que comenzamos a emanciparnos, hemos vivido con esa espada de Damocles sobre nuestras cabezas, así que nunca lo hemos hecho del todo.

Tener hijos, el hecho de poder tenerlos al menos, nuestra capacidad para engendrar vida, ha sido una de las claves para frenar nuestros tímidos intentos de avance. Si los tienes, tú sabrás, pero no podrás subir a la cima profesional; si no los tienes, eres la culpable del envejecimiento de la población, una egoísta que no quiere entregar obreros a España. Y quien dice España dice cualquier parte del mundo en el que se nos ha ocurrido levantar un poco la voz. La maternidad se desvela como un nuevo instrumento supremacista en manos de los hombres.

Son pocas las mujeres que han logrado un puesto directivo. La mayoría de ellas, con un enorme esfuerzo personal, mucho mayor que el sus iguales masculinos. No conozco muchos casos de bajas maternales que aprovechan esa ventana de tiempo y de oportunidad para ponerse en forma; mientras, hay hombres que preparan triatlones en las suyas. Esta España viva esta España muerta nuestra tenía uno de los datos de liderazgo femenino más destacables de Occidente: un 40%. ¿Sabían que hemos bajado más de punto y medio y estamos en el 38,4? ¿No? Ya se lo digo yo. No es baladí. La mujer, poco a poco, regresa al puesto de salida.

Bea Arthur, aquella gran (en todos los sentidos: medía casi metro ochenta) Dorothy de Las chicas de oro, fue sargenta de los marines en su juventud. Ahora, en esa suerte de borrado que practican los repugnantísimos dirigentes del país que la vio nacer, se han cargado su historial militar por el simple hecho de ser mujer. Los imbéciles que están al frente de la democracia de Temu que es, más que nunca, Estados Unidos, siguen inundando de aspavientos el aire, de gestos que inflaman el ánimo, de medidas que no solucionan los problemas a pie de calle. Esta ola de conservadurismo solo se alimenta de muecas grandilocuentes: hacer política para mejorar la vida de los ciudadanos es de progres.

La testosterona regresa por la puerta grande: ahora es imposible taparse los ojos ante un exhibicionista porque todo a nuestro alrededor es un señor dispuesto a mostrarnos su ridículo pene: nos acecha en los medios, en las redes sociales, en las conversaciones de bar, protagoniza libros sobre asesinos convictos. No hará ni dos semanas salía de una reunión en un polígono perdido de Madrid. Hice tiempo para la segunda en un bar, tomando un café. En la televisión, a todo trapo, un informativo daba cuenta de la última mamarrachada de un dirigente que está haciendo pagar al mundo sus fútiles frustraciones de niño mimado con complejitos: el mismo líder de millones de hombres que consideran que una mujer no puede ser presidenta porque le podrían las emociones.

La serie de la que todo el mundo habla, y no sin motivo, es Adolescencia. Es una serie perfecta que habla de la paternidad, de la masculinidad tóxica, de la distancia mental entre hombres y mujeres, entre padres e hijos, de los gurús que están infiltrándose en las neuronas de los menores, de que la maldad ya no se te ofrece en las calles, sino en la pantalla del móvil. Se menciona a Andrew Tate, un violador, maltratador, abusador de menores y proxeneta que se mudó a Rumanía porque allí, dicho por él, se persigue menos el abuso sexual. Donald Trump ha negociado su regreso a Estados Unidos y su libertad.

Todo esto que les cuento ha ocurrido en apenas unos meses. Menos mal que el feminismo ha ido demasiado lejos.


Pelo, pelito, pelazo

No es la primera vez que lo digo, y seguro que tampoco ustedes: hay alguna oscura conexión entre el pelo y la ultraderecha. Ustedes ven a un fascista de nuevo cuño y todos tienen un cabello que llama la atención por algún motivo. Lo empecé notando en la confluencia temporal de Donald Trump y Boris Johnson, dueños ambos de un cabello rebelde que les ha dado más de un disgusto en comparecencias en el exterior. Boris era más amigo de dejarlo a su libre albedrío, como el mercado, mientras que a Donald parecía molestarle más que la intrincada arquitectura de su peinado de algodón de azúcar se descompusiera al menor cambio de dirección del viento, quizá por la pasta que se ha dejado en injertos de nuevo rico, tal como pudimos ver en The Apprentice (una película de terror recomendabilísima, muy por encima de La sustancia).

El cabello es el nuevo distintivo de la derecha a la derecha de la derecha. Fíjense si no en Putin, un personaje al que se le congeló la alopecia hace más de dos décadas: yo lo recuerdo con la misma cantidad de pelo ahora que cuando agarró el poder con los dientes para no soltarlo. No les digo ya si la naturaleza dota al susodicho con una buena mata, como a cierto presidente del cono sur que difunde, no promociona, y que se dio a conocer al mundo con el revoltijo capilar de un Justin Bieber preadolescente y las patillas de Curro Jiménez.

El hombre que posee un cabello abundante o, como mínimo, peculiar, ya tiene media polla dentro del poder. Ahora que estamos regresando a las cavernas, que en países del primer mundo como Hungría las mujeres volvemos a ser humanos de segunda, como los libertos o como las mismas mujeres durante básicamente toda la historia conocida, hay que llevar pelo en la cabeza, quizá nuestra única ventaja competitiva fisiológica. La maternidad no cuenta: a la mujer se la puede someter vía embarazo. Lo sabe Musk, antiguo calvorota que se plantó una buena moqueta por donde el bosque clareaba, y lo sabe su amigo, admirador, esclavo y siervo Santiago Abascal: ha sido reforestarse y volver a agarrar las bridas con fuerza. Fíjense, fíjense en cómo Santi ha hecho desaparecer de su círculo de confianza a las mejores cabelleras de la derechita inane, como Espinete de las Monsergas, para privilegiar al deslumbrante cráneo de Buxadé, que poca sombra puede hacerle.

El pelo es machoalfismo como antes lo fue poseer un deportivo. No hay más que mirar a Alberto Chichón, que la primera vez que dio la cara ante un juez lo hizo rapado, como el más triste de los sansones, y tuvo que jugar al pilla-pilla con los periodistas disfrazado con una peluca. Y la peluca, bien lo sabemos, es la metadona del poder capilar, un quiero y no puedo falto de cocoroto en el que prender.

Tú posees una buena pelambrera, mejor aún si tiene sus canas, y muy mal se te tiene que dar para que no estés firmando comisiones millonarias, estafas con intermediarios malasios o protocolos de la vergüenza. Ahí tienen a Carlos Mur de Viu, poseedor de tremenda mata capilar que salió impune de toda la movida madrileña. Entiéndanme: de la movida de ahora, no de aquella en la que se coló Nacho Cano, otro al que las mechas y las rayas a ambos lados han respetado, capilarmente hablando. Es lo que tienen las conexiones capilares: los dos han tenido algo que ver con cierta presidenta que se peina solita.

Me gusta cómo suena Mur de Viu, a quien descubrí viendo el documental 7.291. Tiene una combinación de apellidos de lo más distinguida, pese a su brevedad. Los apellidos de gente bien suelen dejar a quien los manuscribe con el síndrome del túnel carpiano. Sin embargo, no es este el caso: Mur de Viu es pequeño, un apellido delicatessen, el macaron de los apellidos, que parece hecho a propósito para ser pronunciado por Trump cuando pone esa boquita de ano a juego con sus deditos haciendo la o.

Carlos Mur de Viu viajó con su melenaza de Madrid a Andorra, donde hoy es el Cap del Servei de Salut Mental. Le presupongo un buen nivel de catalán para acceder al cargo, pero sobre todo le presupongo paciencia, porque en los últimos años presumo una amplia clientela. Me imagino a Carlos tratando a andorranos de nuevo cuño del estilo de Roma Gallardo, otro poseedor de pelo no sé si denso, pero sí largo, y descubriendo que tremenda estulticia tenía su origen en un coágulo, como le ocurría a Lukas Haas en Todos dicen I love you. Sería un broche perfecto a esta historia de pelos, pelitos y pelazos, no me digan. No, un broche no: un coletero.


La servilleta

La actualidad nos atiborra de titulares a tal velocidad que conviene, de cuando en cuando, detenerse a pensar en algunas cosas que sucedieron hace poco. Yo hoy les voy a hablar de unas que tuvieron lugar de año y medio a esta parte en un rincón del país. El 28 de mayo de 2023, qué jóvenes éramos entonces, hubo unas elecciones. Hubo muchas, en realidad. Les refresco la memoria: aquellas fueron las autonómicas y, apenas dos meses después, hubo unas generales. Todo se conecta en esta historia, porque la historia es lo que tiene: nos la cuentan como si fueran capítulos autoconclusivos y no, todo hunde sus raíces en acontecimientos del pasado y echa a su vez otras que impactarán en el futuro.

Aquellas elecciones se caracterizaron por la victoria casi abusiva del PP en la mayor parte de los territorios en los que había urnas. Ganaron en Madrid, por supuesto (en Madrid, si no se gana, se le tuerce el brazo al vencedor y se gana también), y esta vez por mayoría absoluta; ganaron en Murcia y en Extremadura y en las Baleares y ganaron también en Aragón y Cantabria y en la Comunidad Valenciana. En València había sed de victoria. Me refiero a victoria como sinónimo de triunfo, no como cerveza, que allí se estila más la estrella. Se ve que habían dejado algún negocio a medio componer, algún aeropuerto del abuelito por construir, alguna sastrería sin pagar, que ocho años son muchos años y se te acumula la plancha.

Como les he recordado, en dos meses iban a ser las elecciones generales, y la abrumadora victoria pepera en realidad no lo fue del todo. En muchos territorios haría falta un pacto con Vox, ese partido ultraespañolista superafavor de que Trump entierre en aranceles a los agricultores patrios. Y Feijóo, ese señor con cara permanente de liebre cuando le dan las largas, hizo un llamado general: «Aguantarce, por dios, que en dos días me examino y si pactáis ya me quiebra el chiringuito». Bueno, lo diría en ese seudogallego que se gasta. Diría «chiringuiño» y cosas así.

Pero vamos a lo mollar, que me lían y así no se puede. A Mazón, excantante de pretensiones eurovisivas, le pudieron las prisas y se reunió con un torero que le tenía puesto a su caballo un nombre de dictador para formar un pacto ya pero ya, que luego lo vas dejando lo vas dejando y esto hay que hacerlo en caliente. Un cantante y un torero: si esto no es glamour, yo ya no sé qué es. Dicen las malas lenguas que este pacto por la vía de urgencia podría haber sido causa del descenso de votos al PP en las generales y, en última instancia, la razón por la que Feijóo no pudo ser presidente. Perdón, no quiso. Que poder, podía.

Aquel pacto se firmó en una servilleta, que es como firman los pactos los machotes: un apretón de manos, un eructo, una firma echada en una servilleta, Manolo, pon dos cañas más y no les eches tanta espuma, que no me voy a afeitar. Lo que les digo, a toda prisa. ¿Por qué esperar a reunirse en un despacho con luz y taquígrafos, como dios manda? Cuando hay urgencia, hay urgencia. Y lo urgente no se pospone, cagondiós. Había que recuperar el ladrillo en la costa, cargarse la Unidad Valenciana de Emergencias, apostar por el castellano en las aulas, regresar a la violencia intrafamiliar. Hay cosas que no esperan.

Las servilletas, emblema de bares, gambas a la plancha, yintónics y terrazas canallitas, tienen un problema: son frágiles. A nada que les caiga no te digo ya un chaparrón, no, un poco de vino, se van a la mierda. A Abascal lo de que llegaran menores no acompañados a según qué sitios le sirvió para marcarse un farol que acabó en tragedia: sus ninis dejaron de cobrar paguitas y tuvieron que volver a sus quehaceres anteriores, fueran estos los que fueran. García Gallardo volvió, seguramente, a pasearse con su casco de moto bajo el brazo. Vicente Barrera quizá tuvo que quitarle el nombre a su caballo para entretenerse buscándole otro. Y así sucesivamente.

Les cuento todo esto para que entiendan que este señor, cuando le pican las prisas, corre como los gamos. Pero ¿correr por una dana? Cuatro gotas, por dios, que la Aemet ya sabemos cómo está, racarraca con el calentamiento y en invierno sigue haciendo frío. Cambió la servilleta del pacto por la de El Ventorro (bonito nombre) y, por cambiar, ha ido cambiando la versión de lo que hizo o dejó de hacer casi cada día. La cuestión es que aquí estamos, con lo aplazable firmado a toda prisa y lo urgente aplazado.

Enfangarse tiene muchos significados. Uno es cubrirse de fango por completo, pero este no aplica al personaje, que llegó a un Cecopi ya de por sí tardío muchas horas tarde y con la suela de los zapatos limpia o, como mucho, con una servilleta pegada. Sigo mirando entradas de «enfangarse» en el DRAE: otra es desprestigiarse. Otra, entregarse con excesivo afán a placeres sensuales. Y otra más, mezclarse en negocios innobles y vergonzosos.

Ya que ni ustedes ni yo vamos a dar rienda suelta a nuestros instintos, porque nosotros sí somos seres civilizados y empáticos, elijan para este ser la definición que más les asquee.


Brutos y listos

Vi The Brutalist hace unos días. No entraré en polémicas, ya sé que muchos se han aburrido como una morsa: a mí me ha fascinado. De muchas maneras, además. Una se pone a pensar en la cantidad abrumadora de metáforas, de simbologías, de detalles apenas perceptibles que luego, al repensarla, brotan de golpe y te dejan con una deliciosa sensación de atontamiento, casi como de haber atrapado algo muy volátil.

Pero hubo algo que me dejó pensando días. No, no voy a destriparles nada, no se preocupen. Algo en lo que no caí hasta ayer o anteayer: solo hay una trama. Todas las películas tienen un argumento, pero normalmente tienen más de una trama. Piensen en cualquiera de las que hayan visto: piensen en una comedia romántica. Junto a la trama principal (chico y chica se conocen, se caen mal, luego bien, se enamoran, viven una historia de amor, un malentendido los aleja, se resuelve el malentendido y vuelven a estar juntos) conviven otras secundarias (la amiga simpática que se enamora del amigo del novio, la madre separada que encuentra el amor sin buscarlo, el vecino cotilla que guarda un secreto). En The Brutalist, no. Solo hay una trama. Está despojada de distracciones. Sigue los principios del estilo arquitectónico al que hace honor el título.

Esa desnudez nos permite centrarnos en lo importante porque no hay ningún otro sitio hacia el que mirar, lo que nos enfrenta a una verdad fea y cruda como el hormigón armado. El director quiere que nos fijemos en lo esencial y por eso desnuda el argumento hasta dejarlo en lo imprescindible: sin un solo detalle ornamental, sin bajorrelieves en mármol o vidrieras, sin pináculos ni frisos ni capiteles.

The Brutalist pone frente al espejo una realidad insoslayable: la del trato de un país como Estados Unidos al inmigrante. No puede ser más actual. En un momento en el que el puto Donald (apodo genial robado de El intermedio) está alquilándole cárceles a Bukele, deportando a mansalva o enviando extranjeros a Guantánamo, en un momento en el que se deshumaniza al foráneo llamándolo alien (será por sinónimos amables), cuando el mundo que conocíamos se derrumba sobre nuestras cabezas como un rascacielos durante un terremoto, el hostión de bajada a tierra que te mete esta película es de los que te dejan con las corvas temblando. De ahí el acierto, en mi opinión, de desnudar a la película de elementos que nos puedan despistar.

Frente a la ficción que se parece demasiado a la realidad, la realidad que nos sirven con cucharón de rancho cada mañana es demasiado excesiva como para no ser ficción. Un chiflado con algodón de azúcar en la cabeza dice que expulsará a los gazatís para construir un resort de lujo; una semiágrafa dice que el presidente del Gobierno la quiere matar; un sudafricano con más tiempo libre que millones le dice a una cantante de éxito que le hará un hijo; un chupacharcos dice que siempre votará contra el Gobierno aunque su medida sea llenar de banderas de España las rotondas. Elementos decorativos puestos ahí por estos personajes tan brutos como listos con el único fin de que no miremos cara a cara a la realidad: mientras aplaudimos o aullamos las barbaridades que pergeñan, nos están dejando la democracia y el Estado del Bienestar en los huesos. Desnudos y en los huesos. Sin nada, ni siquiera el hormigón armado crudo que al menos sustentaría su estructura. Apenas cáscara vacía. Como la muda de un insecto, como la envuelta de una semilla, como el Zendal.


Libertad… salvo alguna cosa

Ustedes quizá no se acuerden, porque eran muy jóvenes, pero hubo una vez una mujer que, para lograr la presidencia de la comunidad autónoma que gestiona, llegó a bombardear la susodicha comunidad con propaganda electoral que consistía en un folio en blanco. En él, su imagen y la palabra «libertad». Una metáfora de lo que le estaba sucediendo. A la libertad, no a la presidenta.

Ha abusado la tal presidenta de dicha palabra que la hemos vaciado de contenido. La palabra libertad es hoy una cáscara que antes contuvo una semilla, una fruta o un insecto; que albergaba vida, en definitiva. En aras de aquella libertad llena de carne pulsátil un teniente coronel se enfrentó a Fernando VII y le torció el brazo al absolutismo, se libraron varias guerras civiles, se asaltó la Bastilla. Ustedes escuchan, ni que sea por encima, aquellas gestas, y las ponen sobre el fiel de la balanza que deja libre la presidencia de Ayuso, y esta sale volando por los aires debido al momentum, que dirían los listos.

Hoy, libertad sirve para cualquier cosa. Puedes ir a un bar y decir: «Ponme una cañita, pero con bien de libertad en lo alto, que se note que está bien tirada». O «toma bien las medidas del traje, que no me gusta que me tire de la libertad». Te puedes ir al Parque de Atracciones y contarles a tus atribulados padres, al salir del tren de juguete, que la bruja te ha arreado en lo alto de la cocorota con la libertad.

Uno de los pilares que sustentan la democracia era la libertad, pero como la palabra que la nombra se ha corrompido hasta resecarse, es como si el propio pilar se hubiera cuarteado e hiciera cojear el sistema en sí. Yo lo noto muchísimo: cada vez que escucho «hagamos a América grande de nuevo», en lugar de sentir la libertad resonando por dentro solo veo a un empleado de McDonalds haciéndola grande por un euro más. La carne de la libertad, succionada por el capitalismo más ultramontano, es un cadáver semántico que le ha sido entregado, envuelto en su sudario, a los que hoy se hacen llamar liberales para que lo ultrajen felizmente en plaza pública. Descanse su alma en paz.

Una de las muchas libertades que recoge nuestra sacrosanta e intocable (salvo alguna cosa) Constitución es la libertad de prensa. Artículo 20. No se lo pierdan, este librito de cuarentipico años de vida a veces oculta joyas sorprendentes. Me detengo en el 20.1.d: «[Se reconocen y protegen los derechos] A comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión. La ley regulará el derecho a la cláusula de conciencia y al secreto profesional en el ejercicio de estas libertades».

«Secreto profesional» es el reconocimiento del derecho del periodista a no revelar toda la información o a no dar a conocer sus fuentes. No confundir con «secreto ibérico», que está muy rico, pero no nos protege como ciudadanos, para qué engañarnos. Ni siquiera protege nuestras arterias. El secreto profesional es lo que hace que la prensa sea libre de verdad en un país democrático. La presidenta antes citada lo debe de saber bien; no en vano, es periodista titulada y hasta alumna ilustre, fíjense, de una de esas universidades públicas que ejercen actualmente la libertad de morir de inanición.

Gracias al secreto profesional podemos saber, por ejemplo, que un ciudadano particular pero no lo suficiente como para no ser defendido con granadas y misiles por todo un gobierno autonómico, cometió fraude fiscal y está pendiente de juicio. Dicho ciudadano, delincuente confeso, se reunió hasta en 17 ocasiones con la Agencia Tributaria, esa que a usted o a mí le envía sin contemplaciones ni reuniones previas la cartita porque en una factura patinó con el IVA y le llega multazo.

Se ve que el particular ma non troppo técnico sanitario reconvertido en comisionista se gastó el dinerín que nos pertenece a todos y está rebuscando en los bolsillos ajenos monedicas para pagar su multa, porque si no no se entiende esa metralleta de demandas en la que se ha convertido. Eso sí, si para eso hace falta conculcar el derecho de periodistas como su amada presidenta y novia a garantizar la libertad de prensa, se conculca. Para llegar aquí solo hacía falta un trabajo previo: dejar la palabra «libertad» en los huesos, cadavérica, muerta al fin y sin enterrar.


Los pájaros

Alfred Hitchcock, maestro del suspense, puso nombre a un elemento habitual en sus tramas: el macguffin. Lo llamó así como lo pudo haber llamado de otro modo, porque lo importante aquí es que un macguffin hace avanzar la trama, pero en sí mismo es absolutamente irrelevante. Es decir, el macguffin es un catalizador de la acción, lo que impulsa a los personajes y la historia misma. Al principio parece importante y justo por eso existe: para que nos centremos en él, para que nos despistemos, para que el final nos sorprenda. En Los pájaros, el macguffin es el pájaro que Melanie Daniels, el personaje principal, logra encerrar entre barrotes.

Vienen al caso Hitchcock y su macguffin porque este hombre fue un abusador físico y psicológico de mujeres y un acosador sexual. Tippi Hedren, la actriz protagonista de Los pájaros, contó en sus memorias cómo el director, un hombre casado, intentó besarla en un coche, se bajó la bragueta delante de ella en un rodaje para que mostrara estupor, le envió a la niña Melanie Griffith un pequeño ataúd con una réplica de su madre dentro y yo no recuerdo cuántas barbaridades más. «Esas cosas no se denunciaban en los años sesenta», explicaba en su autobiografía.

Vivimos tiempos raros y tristes. Raros porque, aunque parece que el feminismo ha avanzado más que nunca, hay más machistas que nunca, o los vemos más. Tristes, porque yo al menos tengo la sensación de que no me quedan asideros a los que sujetarme. No si vienen de hombres.

Ayer muchas mujeres sentimos un duelo interno que comenzó por un estado de shock y fue convirtiéndose en otras cosas. Les confieso que la noticia de la que todos hablan hoy me zarandeó por dentro. Luego me impidió dormir. Esa falta de sueño casi acaba con mi rutina diaria de ir al gimnasio, pero por fortuna la tristeza que provocó el insomnio se ha convertido en furia y con esa furia he levantado más kilos que nunca.

Odio que la rabia se apodere de mí, pero tengo demasiadas preguntas y, de puro obvias, se van enquistando y me están infectando el alma. ¿Por qué, si se sabía, se calló? ¿Qué hacía una diputada de la Asamblea de Madrid encubriendo a quien, a todas luces, parece haber devenido en un depredador sexual que se ha sentido impune mientras subía a la tribuna a hablar de aliadismo, de feminismo, de salud mental? ¿Cuánta gente estaba en esto y cómo no lo expulsaron? ¿Hubo siempre un monstruo dentro de Íñigo Errejón, lo sabían sus compañeros de universidad y cofundadores de partido? ¿Es que queda algún hombre en el que confiar?

Yo ya no soy la que era hace cinco, quince o veinte años. Me reinvento casi cada día, aparto resabios machistas casi cada día, evito comportamientos que antes no detectaba casi cada día. Me reconstruyo, me rehago, me reviso. No queda otra. En paralelo, conozco a un buen puñado de hombres que se dicen feministas porque llegaron al feminismo de hace treinta años y no se han movido de ahí. Esos pretendidos feministas te hablan sin sonrojo de feminazis, por ejemplo; comparten fotos de mujeres desnudas y, cuando no miramos, sueltan la lengua a gusto entre carcajadas y testosterona con sus compañeros también feministas de puertas afuera. Son muchos: nos rodean. Y hoy, mi tristeza me hace repetirme si no serán todos.

Los pájaros fue un rodaje terrible para Tippi más allá de la trama. Tuvo que soportar a uno de los más respetados torturadores de mujeres. Pero de eso hace ya más de sesenta años. Estamos en 2024 y ya no nos podemos fiar ni siquiera de quienes nos apoyaron porque a la vista está que lo hicieron de boquilla, de quienes caminaron a nuestro lado mientras, cuando no estaban a la vista de nadie, nos destruían. ¿No les daba nada por dentro? ¿No se miraban al espejo y se avergonzaban de haberse convertido en aquello de lo que abominaban en público? ¿No se repugnaban?

Como daño colateral, porque a mí hoy me duele el nosotras y nada más, el daño a las ideologías más cercanas al feminismo, al menos sobre el papel. Hoy verán a esa derecha que vive el machismo sin complejos echada a los montes y convertida en el aliado supremo durante, no sé, unos días. Los que dure la caza a la izquierda. La derecha nunca nos ha considerado. No a la izquierda: a las mujeres. Somos el florerito, el trofeo, la muñeca hinchable que pasean para envidia de los demás; y si no somos las charos, las jéssicas, las viejas o los pibones. No les importamos una mierda salvo cuando hay que lanzar proyectiles al enemigo ideológico. Hoy, de repente, la derecha, esa caverna a reventar de caspa, habla de machismos y violencias. Es su excusa barata, como lo son las violaciones para orear su racismo en la ventana, a golpe de sacudidor.

De ellos hace tiempo que no espero nada bueno. Pero he descubierto que los pájaros, esos animales que vuelan plácidamente y nos despiertan con sus trinos dulces, también atacan cuando nadie los ve. Atacan en solitario, sin ojos que los escruten, o en manada, con la connivencia de compañeras —sí: compañeras— que ponen el bien del partido por encima del de muchas mujeres. Hoy he comprendido que el encubrimiento no era solo cosa de curas. Hoy quiero vomitar de asco.

‘Pájaro’ es una palabra polisémica. Además de un ave pequeña, de las que gorjean y nos deleitan en las primeras horas del día, también es, lo recojo de la RAE, todas estas cosas: una persona astuta y con pocos escrúpulos, un pene en su acepción coloquial, y un hombre que es especialista en algo, sobre todo en política. Cuántos pájaros alrededor. Y, como Tippi, no sabemos dónde escondernos porque todos vienen contra nosotras. Nos creímos argumento y solo éramos macguffin.


¿Trompa o Trampa?

Me divierten las dos maneras de pronunciar Trump en este inglés nuestro. Unos dicen algo más parecido a Tramp; otros, a Tromp. Tramp, Tromp, elijan ustedes.

A menos de dos semanas de que Tramp o Tromp vuelva en forma de tormento a la Casa Blanca o nos lo quitemos de encima para siempre, en Españita continuamos sufriendo (otros disfrutando, según) a la versión incombustible, femenina y baratuna del millonario anaranjado. Aunque me pica la nariz, y cuando me pica la nariz (no consumo sustancias inhaladas, es todo natural) algo va a pasar, estoy segura. Igual solo es alergia a las arizónicas, pero como optimista incorregible, nunca pierdo la esperanza.

¿Cómo deberíamos llamar a la Trump hispana, Trampa o Trompa? Porque los dos apodos le van, según la asociemos a su entorno personal o laboral.

Está la Ayuso Trompa, la deslenguada que habla con la voracidad beoda de su aliado, Mr. Bajón; la que consolidó una presidencia subida a un barril de Mahou, la que puso a Mario Movedizo a mezclar churras con merinas y vermús con campos de golf, ¿se acuerdan? Qué jóvenes éramos. La que se pasa por el centro de su madrileño potorro las muertes de 7.291 personas mayores porque se iban a morir igual, la que se salta las directivas del partido porqueyolovalgo y cita a Sánchez a que declare en la Asamblea porque decidió hace mucho que su política se parece más a El hormiguero que a la gestión de una provincia.

Y luego está la Trampa, la que ha puesto a trabajar a toda una comunidad autónoma para defender a un señor al que a la vez y sin sonrojo tilda de particular; la que se siente mancillada por insultos de políticos que nunca pronunció ningún político, la que llora de mentira las muertes de los que se iban a morir igual. La que coloca una falsedad sobre otra para tapar la mierda de los comisionistas que la quieren y a los que adora, llámenlos Alberto, llámenlos Tomás.

Hoy, después de ducharme y mientras me ponía el desodorante con IVA directo a mis gastos domésticos, pensaba en Alberto. En lo bien que tiene que oler una persona que carga como gasto de empresa el Rexona a pesar de estar podrida por dentro. Y mascullaba: «¿Debí acaso haberme desgravado el violín de mi hija, el bajo, la guitarra eléctrica, el teclado? ¿Y los billetes a Edimburgo de este verano?».

«Eres pobre porque quieres», escuchas decir a los listillos de YouTube, de Tuíter, de Instagram. Entre el ganado ultraliberal que habla de esfuerzo y meritocracia te encuentras, a poco que rasques, a un (hasta hace dos días) técnico sanitario levantándose dos millones de euros en comisiones por venta de mascarillas o a un hermano metiéndose en el bolsillo un cuarto de millón por el mismo concepto, que ya es casualidad. Los famosos pelotazos de los noventa regresaron treinta años después en forma de virus con espículas. Lo llaman meritocracia y no lo es, no lo es.

Ya hay que ser cutre para desgravarse el puto hilo dental cuando te está lloviendo el dinero sin mover el culo. Pienso en cómo encaja esto —desgravarse hilo dental, un desodorante, unas pelotas de pádel— su pareja, a la sazón presunta presidenta de Madrid, a la que se la pela que hoy en su región haya familias alquilando habitaciones porque ni un piso entero se pueden permitir. En este continuo tapar una mentira con la siguiente, a Mrs. Trampa le han saltado las costuras de la desvergüenza, y mientras cita a la pareja de su némesis a una comisión que quedará en nada, como tantas otras cosas, estamos viendo que su churri intentaba meter el coche con el que se desplazaron por Atenas o Zagreb como gasto de empresa.

Espero que el siguiente show con el que lady Trampa o Trompa nos deleitará sea más espectacular si cabe que todos los anteriores; porque podemos olvidar siete mil muertos de más y podemos olvidar millones de euros de sobrecoste en el hangar que iba a asombrar al mundo (más de un 170% de lo presupuestado). Podemos incluso no recordar que desde que estalló la pandemia ha dejado de gobernar Madrid para sembrar el país de odio, o que sacó 104 millones del Servicio Madrileño de Salud para pagar la deuda contraída con Quirón, principal cliente del saxofonista sin halitosis. Que vive en un piso con reformas ilegales y pagado alegalmente, que está dejando morir centros de salud, institutos, colegios. Se nos olvidará que ha recortado el presupuesto de las universidades públicas mientras acoge con los brazos abiertos supuestas universidades privadas que no cumplen los requisitos mínimos de calidad para serlo. Pero una pelota de pádel, un desodorante, un saxofón y un Rolex no se nos van a olvidar nunca. Lo que nos gusta un chisme, señora.